sábado, 28 de julio de 2012

Adoración Eucarística


En el punto 25 de la Carta-Encíclica ECCLESIA DE EUCHARISTIA el Beato Juan Pablo II nos ha escrito los siguientes conceptos sobre la adoración eucarística fuera de la Santa Misa:

"El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa –presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino–, deriva de la celebración del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual. Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas.

Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su Corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el «arte de la oración», ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!

Numerosos Santos nos han dado ejemplo de esta práctica, alabada y recomendada repetidamente por el Magisterio. De manera particular se distinguió por ella San Alfonso María de Ligorio, que escribió: «Entre todas las devociones, ésta de adorar a Jesús sacramentado es la primera, después de los sacramentos, la más apreciada por Dios y la más útil para nosotros». La Eucaristía es un tesoro inestimable; no sólo su celebración, sino también estar ante Ella fuera de la Misa, nos da la posibilidad de llegar al manantial mismo de la gracia. Una comunidad cristiana que quiera ser más capaz de contemplar el Rostro de Cristo, en el espíritu que he sugerido en las Cartas apostólicas Novo millennio ineunte y Rosarium Virginis Mariae, ha de desarrollar también este aspecto del culto eucarístico, en el que se prolongan y multiplican los frutos de la comunión del Cuerpo y Sangre del Señor".
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martes, 24 de julio de 2012

El escapulario de Wojtyla en Wadowice


El pedazo de tela de Juan Pablo II se ha convertido en una reliquia venerada en su ciudad natal.

Se encuentra en Wadowice el escapulario de la Virgen del Carmen que llevaba Juan Pablo II (que se ha convertido en una preciosa reliquia) desde la edad de 10 años. «En Wadowice –cuenta Karol Wojtyla en el libro “Don y Misterio” – había sobre una colina un monasterio carmelita, cuya fundación se dio en tiempos de San Rafael Kalinowski. Los habitantes de Wadowice lo frecuentaban numerosos, y ello no dejaba de reflejar una difundida devoción por el escapulario de la Virgen del Carmen. También yo lo recibí, creo que a los 10 años, y lo llevo todavía.

También se iba con los carmelitanos para confesarse. Así fue que, tanto en la Iglesia parroquial como en la del Carmelo, se formó mi devoción mariana durante los años de la infancia y de la adolescencia». 

Según lo que afirmó él mismo, Wojtyla nunca se separó de aquel pedazo de tela que (según la tradición carmelita) ofrece a todos los que lo llevan con devoción el llamado “privilegio Sabatino”, que promete el abrazo de la Virgen María el primer sábado después de la muerte. Por una misteriosa coincidencia, sabemos que Juan Pablo II murió a las 21.37 del 2 de abril de 2005, justamente era un sábado, «mientras en la Plaza San Pedro –recuerda el teólogo carmelita Antonio Maria Sicari– se cantaba el “Salve Regina”, como se hace todos los sábados por la noche, desde hace 800 años, en todas las iglesias carmelitas. Humildes y dóciles coincidencias para los ojos simples de los que creen que en el Paraíso se cultiva una delicada atención a los particulares».      

Karol Wojtyla llevaba el escapulario también durante el atentado del 13 de mayo de 1981. «No se quería separar de él –escribe el postulador de la causa de beatificación, don Oder Slawomir–, ni siquiera en el quirófano». El Papa Benedicto XVI, durante el Ángelus dominical, quiso recordar esta particular devoción del Papa polaco.          

Ahora, el escapulario de Juan Pablo II se encuentra custodiado en la ciudad natal del amado Pontífice, en Wadowice, como una reliquia en el altar de la Virgen del Carmen, en donde el joven Karol lo había recibido.

Michelangelo Nasca Roma
Fuente: La Stampa
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viernes, 20 de julio de 2012

Catequesis de JP II : “Abbá, Padre mío”



Posiblemente no haya una palabra que exprese mejor a auto-revelación de Dios en el Hijo que la palabra “Abbá-Padre”. “Abbá” es una expresión aramea, que se ha conservado en el texto griego del Evangelio de Marcos (14, 36). Aparece precisamente cuando Jesús se dirige al Padre. Y aunque esta palabra se puede traducir a cualquier lengua, con todo, en labios de Jesús de Nazaret permite percibir mejor su contenido único, irrepetible.

Efectivamente, “Abbá” expresa no sólo la alabanza tradicional de Dios “Yo te doy gracias, Padre, Señor del Cielo y de la tierra” (cf. Mt 11, 25), sino que, en labios de Jesús, revela asimismo la conciencia de la relación única y exclusiva que existe entre el Padre y Él, entre Él y el Padre. Expresa la misma realidad a la que alude Jesús de forma tan sencilla y al mismo tiempo tan extraordinaria con las palabras conservadas en el texto del Evangelio de Mateo (Mt 11, 27) y también en el de Lucas (Lc 10, 22): “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo”. Es decir, la palabra “Abbá” no sólo manifiesta el misterio de la vinculación recíproca entre el Padre y el Hijo, sino que sintetiza de algún modo toda la verdad de la vida íntima de Dios en su profundidad trinitaria: el conocimiento recíproco del Padre y del Hijo, del cual emana el eterno Amor.

La palabra “Abbá” forma parte del lenguaje de la familia y testimonia esa particular comunión de personas que existe entre el Padre y el Hijo engendrado por Él, entre el Hijo que ama al Padre y al mismo tiempo es amado por Él. Cuando, para hablar de Dios, Jesús utilizaba esta palabra, debía de causar admiración e incluso escandalizar a sus oyentes. Un israelita no la habría utilizado ni en la oración. Sólo quien se consideraba Hijo de Dios en un sentido propio podría hablar así de Él y dirigirse a Él como Padre. “Abbá” es decir, “padre mío”, “papaíto”, “papá”.

En un texto de Jeremías se habla de que Dios espera que se le invoque como Padre: “Vosotros me diréis: ‘padre mío’” (Jer 3, 19). Es como una profecía que se cumpliría en los tiempos mesiánicos. Jesús de Nazaret la ha realizado y superado al hablar de Sí mismo en su relación con Dios como de Aquel que “conoce al Padre”, y utilizando para ello la expresión filial “Abbá”. Jesús habla constantemente del Padre, invoca al Padre como quien tiene derecho a dirigirse a Él sencillamente con el apelativo: “Abbá-Padre mío”.

Todo esto lo han señalado los Evangelistas. En el Evangelio de Marcos, de forma especial, se lee que durante la oración en Getsemaní, Jesús exclamó: “Abbá, Padre, todo te es posible. Aleja de Mí este cáliz; mas no sea lo que Yo quiero, sino lo que Tú quieras” (Mc 14, 36). El pasaje paralelo de Mateo dice: “Padre mío”, o sea, “Abbá”, aunque no se nos transmita literalmente el término arameo (cf. Mt 26, 39-42). Incluso en los casos en que el texto evangélico se limita a usar la expresión “Padre”, sin más (como en Lc 22, 42 y, además, en otro contexto, en Jn 12, 27), el contenido esencial es idéntico.

Jesús fue acostumbrando a sus oyentes para que entendieran que en sus labios la palabra “Dios” y, en especial, la palabra “Padre”, significaba “Abbá-Padre mío”. Así, desde su infancia, cuando tenía sólo 12 años, Jesús dice a sus padres que lo habían estado buscando durante tres días: “¿No sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49). Y al final de su vida, en la oración sacerdotal con la que concluye su misión, insiste en pedir a Dios: “Padre, ha llegado la hora, glorifica tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a Ti” (Jn 17, 1). “Padre Santo, guarda en tu Nombre a éstos que me has dado” (Jn 17, 11). “Padre justo, si el mundo no te ha conocido, Yo te conocí...” (Jn 17, 25). Ya en el anuncio de las realidades últimas, hecho con la parábola sobre el juicio final, se presenta como Aquel que proclama: “Venid a Mí, benditos de mi Padre...” (Mt 25, 34). Luego pronuncia en la Cruz sus últimas palabras: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). Por último, una vez resucitado anuncia a los discípulos: “Yo os envío la promesa de mi Padre” (Lc 24, 49).

Jesucristo, que “conoce al Padre” tan profundamente, ha venido para “dar a conocer su nombre a los hombres que el Padre le ha dado” (cf. Jn 17, 6). Un momento singular de esta Revelación del Padre lo constituye la respuesta que da Jesús a sus discípulos cuando le piden: “Enséñanos a orar” (cf. Lc 11, 1). Él les dicta entonces la oración que comienza con las palabras “Padre Nuestro” (Mt 6, 9-13), o también “Padre” (Lc 11, 2-4). Con la revelación de esta oración los discípulos descubren que ellos participan de un modo especial en la filiación divina, de la que el Apóstol Juan dirá en el prólogo de su Evangelio. “A cuantos le recibieron (es decir, a cuantos recibieron al Verbo que se hizo carne), Jesús les dio poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1, 12). Por ello, según su propia enseñanza, oran con toda razón diciendo “Padre Nuestro”.

Ahora bien, Jesús establece siempre una distinción entre “Padre mío” y “Padre vuestro”. Incluso después de la Resurrección, dice a María Magdalena: “Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn 20, 17). Se debe notar, además, que en ningún pasaje del Evangelio se lee que Jesús recomiende a sus discípulos orar usando la palabra “Abbá”. Esta se refiere exclusivamente a su personal relación filial con el Padre. Pero al mismo tiempo, el “Abbá” de Jesús es en realidad el mismo que es también “Padre nuestro”, como se deduce de la oración enseñada a los discípulos. Y lo es por participación o, mejor dicho, por adopción, como enseñaron los teólogos siguiendo a San Pablo, que en la Carta a los Gálatas escribe: “Dios envió a su Hijo... para que recibiésemos la adopción” (Gál 4, 4 y s.; cf. S. Th. III q. 23, aa. 1 y 2).

En este contexto conviene leer e interpretar también las palabras que siguen en el mencionado texto de la Carta de Pablo a los Gálatas: “Y puesto que sois hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ‘Abbá, Padre’ (Gál 4, 6); y las de la Carta a los Romanos: “No habéis recibido el espíritu de siervos... antes habéis recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: ‘Abbá, Padre’” (Rom 8, 15). Así, pues, cuando, en nuestra condición de hijos adoptivos (adoptados en Cristo): “hijos en el Hijo”, dice San Pablo (cf. Rom 8, 19), gritamos a Dios “Padre”, “Padre Nuestro”, estas palabras se refieren al mismo Dios a quien Jesús con intimidad incomparable le decía: “Abbá..., Padre mío”.

Audiencia General
Miércoles 1 de julio de 1987 
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domingo, 15 de julio de 2012

Nuestra Señora del Carmen


"...La veneración a la Madre de Dios en su forma tradicional me viene de la familia y de la parroquia de Wadowice. Recuerdo, en la iglesia parroquial, una capilla lateral dedicada a la Madre del Perpetuo Socorro a la cual por la mañana, antes del comienzo de las clases, acudían los estudiantes del instituto. También, al acabar las clases, en las horas de la tarde, iban muchos estudiantes para rezar a la Virgen.

Además, en Wadowice, había sobre la colina un Monasterio Carmelita, cuya fundación se remontaba a los tiempos de San Rafael Kalinowski. Muchos habitantes de Wadowice acudían allí, y esto tenía su reflejo en la difundida devoción al Escapulario de la Virgen del Carmen. También yo lo recibí, creo que cuando tenía diez años, y aún lo llevo. Se iba a los Carmelitas también para las confesiones. De ese modo, tanto en la iglesia parroquial, como en la del Carmen, se formó mi devoción mariana durante los años de la infancia y de la adolescencia..."

Beato Juan Pablo II. Libro “Don y Misterio”


El Beato Juan Pablo II, en su  Mensaje a la Orden del Carmen con motivo de la dedicación del año 2001 a María Santísima, escribió:

"...Con el signo del Escapulario se manifiesta una síntesis eficaz de espiritualidad mariana, que alimenta la devoción de los creyentes, haciéndolos sensibles a la presencia amorosa de la Virgen Madre en su vida. El Escapulario es esencialmente un "hábito". Quien lo recibe, se une o se asocia, en un grado más o menos íntimo, a la Orden del Carmen, dedicada al servicio de la Virgen para el bien de toda la Iglesia. Por tanto, quien se reviste del Escapulario se introduce en la tierra del Carmelo, para "comer sus frutos y sus productos" (cf. Jr 2, 7), y experimenta la presencia dulce y materna de María en su compromiso diario de revestirse interiormente de Jesucristo y de manifestarlo vivo en sí para el bien de la Iglesia y de toda la humanidad ... Así pues, son dos las verdades evocadas en el signo del Escapulario:
 
-  por una parte, la protección continua de la Virgen Santísima, no sólo a lo largo del camino de la vida, sino también en el momento del paso hacia la plenitud de la gloria eterna;
  
- y por otra, la certeza de que la devoción a Ella no puede limitarse a oraciones y homenajes en su honor en algunas circunstancias, sino que debe constituir un "hábito", es decir, una orientación permanente de la conducta cristiana, impregnada de oración y de vida interior, mediante la práctica frecuente de los sacramentos y la práctica concreta de las obras de misericordia espirituales y corporales. De este modo, el Escapulario se convierte en signo de "alianza" y de comunión recíproca entre María y los fieles, pues traduce de manera concreta la entrega que en la Cruz Jesús hizo de su Madre a Juan, y en él a todos nosotros, y la entrega del apóstol predilecto y de nosotros a Ella, constituida nuestra Madre espiritual

También yo llevo sobre mi corazón, desde hace mucho tiempo, el Escapulario del Carmen. Por el amor que siento hacia nuestra Madre Celestial común, cuya protección experimento continuamente, deseo que este año mariano ayude a todos los religiosos y las religiosas del Carmelo y a los piadosos fieles que la veneran filialmente a acrecentar su amor y a irradiar en el mundo la presencia de esta Mujer del silencio y de la oración, invocada como Madre de la Misericordia, Madre de la Esperanza y de la Gracia..."

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domingo, 1 de julio de 2012

De Juan Pablo II a religiosas y religiosos


En íntima familiaridad con Cristo, la relación profunda de filiación con Dios Padre y la experiencia vivida de la inhabitación del Espíritu de amor constituyen la base sólida de toda vida sacerdotal y religiosa. Recogimiento y oración son los medios insustituibles para realizar esa unión con el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo.

¿Cómo estáis contribuyendo a las tareas de la nueva evangelización con vuestro testimonio de seguimiento radical a Cristo en la práctica de los consejos evangélicos?

Se trata de hacer de la propia vida un don, una oblación a Dios. Vosotros estáis llamados a ser signos luminosos de las realidades del reino de Dios en su dimensión escatológica y testigos del espíritu radical de las bienaventuranzas: la pobreza de espíritu, la mansedumbre de corazón, las lágrimas del dolor y de la compasión, el hambre y sed de justicia, la misericordia y la pureza de corazón, el compromiso por la paz verdadera e incluso la persecución por el nombre de Cristo; debéis ser heraldos de los ideales proclamados por Jesús en el sermón de la montaña. Sed luz que ilumine, sal que no pierda su sabor. Debéis aparecer en vuestras acciones como personas que han optado por un irrevocable seguimiento de Cristo pobre, obediente y casto.

La vida consagrada se caracteriza por la comunión con Dios Amor, a quien queréis dar la primacía en toda opción. El Dios al que os habéis entregado como don libre y consciente, es el Dios de Jesucristo, el Dios del Amor, de la Revelación, Dios Trinidad. Él envuelve nuestra pequeñez en su misma dinámica de amor y de unidad.

Jesús ha de ser buscado y encontrado allí donde él nos espera: en la Eucaristía, en la Palabra, en los sacramentos, en la vida comunitaria. Dejémonos atraer por Cristo. Dejemos que él nos introduzca en su misterio insondable de comunión con el Padre y el Espíritu Santo. No tengáis miedo, el Señor está con vosotros, os precede y acompaña con la fidelidad de su amor.

Por Él, con Él y en Él, seréis ofrenda de alabanza y de santificación del mundo.
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