domingo, 24 de enero de 2016

La nueva evangelización: tarea principal de la Iglesia

Desde el inicio de su pontificado el Papa San Juan Pablo II estuvo empeñado en llamar y comprometer a todos los hijos de la Iglesia en la tarea de una nueva evangelización: «nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión».

Pero, como recordaba el Santo Padre, «si a partir de la Evangelii nuntiandi se repite la expresión nueva evangelización, eso es solamente en el sentido de los nuevos retos que el mundo contemporáneo plantea a la misión de la Iglesia» ... «Hay que estudiar a fondo –decía el Papa- en qué consiste esta Nueva Evangelización, ver su alcance, su contenido doctrinal e implicaciones pastorales; determinar los "métodos" más apropiados para los tiempos en que vivimos; buscar una "expresión" que la acerque más a la vida y a las necesidades de los hombres de hoy, sin que por ello pierda nada de su autenticidad y fidelidad a la doctrina de Jesús y a la tradición de la Iglesia».

En esta tarea el Papa San Juan Pablo II tenía una profunda conciencia de la necesidad urgente del apostolado de los laicos en la Iglesia, preocupación que se refleja claramente en su Encíclica Christifideles laici y en el impulso que dio al desarrollo de los diversos Movimientos eclesiales. Por eso mismo, en la tarea de la nueva evangelización «la Iglesia trata de tomar una conciencia más viva de la presencia del Espíritu que actúa en ella (...) Uno de los dones del Espíritu a nuestro tiempo es, ciertamente, el florecimiento de los movimientos eclesiales, que desde el inicio de mi pontificado he señalado y sigo señalando como motivo de esperanza para la Iglesia y para los hombres».

Pero San Juan Pablo II no entendía la nueva evangelización simplemente como una "misión hacia afuera": la misión hacia adentro (es decir, la reconciliación vivida en el ámbito interno de la misma Iglesia) ha sido también destacada por el Santo Padre como una urgente necesidad y tarea, pues ella es un signo de credibilidad para el mundo entero. Desde esta perspectiva hay que comprender también el fuerte empeño ecuménico alentado por el Santo Padre, muy en la línea del rumbo marcado por los pontífices precedentes y por los Padres conciliares.
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sábado, 16 de enero de 2016

María en el milagro de Caná

En el episodio de las Bodas de Caná, San Juan presenta la primera intervención de María en la vida pública de Jesús y pone de relieve su cooperación en la misión de su Hijo. Ya desde el inicio del relato, el evangelista anota que «estaba allí la Madre de Jesús» (Jn 2,1) y, como para sugerir que esa presencia estaba en el origen de la invitación dirigida por los esposos al mismo Jesús y a sus discípulos, añade: «Fue invitado a la boda también Jesús con sus discípulos» (Jn 2,2). Con esas palabras, San Juan parece indicar que en Caná, como en el acontecimiento fundamental de la Encarnación, María es quien introduce al Salvador.

El significado y el papel que asume la presencia de la Virgen se manifiesta cuando llega a faltar el vino. Ella, como experta y solícita ama de casa, inmediatamente se da cuenta e interviene para que no decaiga la alegría de todos y, en primer lugar, para ayudar a los esposos en su dificultad. Dirigiéndose a Jesús con las palabras: «No tienen vino» (Jn 2,3), María le expresa su preocupación por esa situación, esperando una intervención que la resuelva. Más precisamente, según algunos exégetas, la Madre espera un signo extraordinario, dado que Jesús no disponía de vino.
 
La opción de María, que habría podido tal vez conseguir en otra parte el vino necesario, manifiesta la valentía de su fe porque, hasta ese momento, Jesús no había realizado ningún milagro, ni en Nazaret ni en la vida pública.

En Caná, la Virgen muestra una vez más su total disponibilidad a Dios. Ella que, en la Anunciación, creyendo en Jesús antes de verlo, había contribuido al prodigio de la concepción virginal, aquí, confiando en el poder de Jesús aún sin revelar, provoca su «primer signo», la prodigiosa transformación del agua en vino. De ese modo, María precede en la fe a los discípulos que, como refiere San Juan, creerán después del milagro: Jesús «manifestó su gloria, y creyeron en Él sus discípulos» (Jn 2,11). Más aún, al obtener el signo prodigioso, María brinda un apoyo a su fe.
 
La respuesta de Jesús a las palabras de María: «Mujer, ¿qué nos va a Mí y a ti? Todavía no ha llegado Mi hora» (Jn 2,4), expresa un rechazo aparente, como para probar la fe de su Madre.  Según una interpretación, Jesús, desde el inicio de su misión, parece poner en tela de juicio su relación natural de hijo, ante la intervención de su Madre. En efecto, en la lengua hablada del ambiente, esa frase da a entender una distancia entre las personas, excluyendo la comunión de vida. Esta lejanía no elimina el respeto y la estima; el término «mujer», con el que Jesús se dirige a su madre, se usa en una acepción que reaparecerá en los diálogos con la cananea (ver Mt 15,28), la samaritana (ver Jn 4,21), la adúltera (ver Jn 8,10) y María Magdalena (ver Jn 20,13), en contextos que manifiestan una relación positiva de Jesús con sus interlocutoras.

Con la expresión: «Mujer, ¿qué nos va a Mi y a Ti?», Jesús desea poner la cooperación de María en el plano de la salvación que, comprometiendo su fe y su esperanza, exige la superación de su papel natural de madre.
 
Mucho más fuerte es la motivación formulada por Jesús: «Todavía no ha llegado Mi hora» (Jn 2,4). Algunos estudiosos del texto sagrado, siguiendo la interpretación de San Agustín, identifican esa «hora» con el acontecimiento de la Pasión. Para otros, en cambio, se refiere al primer milagro en que se revelaría el poder mesiánico del profeta de Nazaret. Hay otros, por último, que consideran que la frase es interrogativa y prolonga la pregunta anterior: «¿Qué nos va a Mí y a ti? ¿No ha llegado ya Mi hora?» (Jn 2,4). Jesús da a entender a María que Él ya no depende de Ella, sino que debe tomar la iniciativa para realizar la obra del Padre. María, entonces, dócilmente deja de insistir ante Él y, en cambio, se dirige a los sirvientes para invitarlos a cumplir sus órdenes.

En cualquier caso, su confianza en el Hijo es premiada. Jesús, al que Ella ha dejado totalmente la iniciativa, hace el milagro, reconociendo la valentía y la docilidad de su Madre: «Jesús les dice: "Llenad las tinajas de agua". Y las llenaron hasta el borde» (Jn 2,7). Así, también la obediencia de los sirvientes contribuye a proporcionar vino en abundancia.  La exhortación de María: «Haced lo que Él os diga», conserva un valor siempre actual para los cristianos de todos los tiempos, y está destinada a renovar su efecto maravilloso en la vida de cada uno. Invita a una confianza sin vacilaciones, sobre todo cuando no se entienden el sentido y la utilidad de lo que Cristo pide.

De la misma manera que en el relato de la cananea (ver Mt 15,24-26) el rechazo aparente de Jesús exalta la fe de la mujer, también las palabras del Hijo «Todavía no ha llegado Mi hora», junto con la realización del primer milagro, manifiestan la grandeza de la Fe de la Madre y la fuerza de su oración.  El episodio de las bodas de Caná nos estimula a ser valientes en la fe y a experimentar en nuestra vida la verdad de las palabras del Evangelio: «Pedid y se os dará» (Mt 7,7; Lc 11,9).

San Juan Pablo II
Audiencia General. 26 de febrero de  1997

sábado, 9 de enero de 2016

Con su Bautismo, comienza la vida pública del Redentor

1. La fiesta litúrgica del Bautismo de Jesús, nos recuerda el acontecimiento que inauguró la vida pública del Redentor, y comenzó así a manifestarse el misterio ante el pueblo. 

El relato evangélico pone de relieve la conexión que hay, desde el comienzo, entre la predicación de Juan Bautista y la de Jesús. Al recibir aquel bautismo de penitencia, Jesús manifiesta la voluntad de establecer una continuidad entre su misión y el anuncio que el Precursor había hecho de la proximidad de la venida mesiánica. Considera a Juan Bautista como el último de la estirpe de los Profetas y "más que un profeta" (Mt 11, 9), ya que fue encargado de abrir el camino al Mesías.

En este acto del Bautismo aparece la humildad de Jesús: Él, el Hijo de Dios, aunque es consciente de que su misión transformará profundamente la historia del mundo, no comienza su ministerio con propósitos de ruptura con el pasado, sino que se sitúa en el cauce de la tradición judaica, representada por el Precursor. Esta humildad queda subrayada especialmente en el Evangelio de San Mateo, que refiere las palabras de Juan Bautista: "Soy yo quien debe ser por Tí bautizado, ¿y vienes Tú a mí?" (3, 14). Jesús responde, dejando entender que en ese gesto se refleja su misión de establecer un régimen de justicia, o sea, de santidad divina, en el mundo: "Déjame hacer ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia" (3, 15).

2. La intención de realizar a través de su humanidad una obra de santificación, anima el gesto del bautismo y hace comprender su significado profundo. El bautismo que administraba Juan Bautista era un bautismo de penitencia con miras a la remisión de los pecados. Era conveniente para los que, reconociendo sus culpas, querían convertirse y retornar a Dios. Jesús, absolutamente santo e inocente, se halla en una situación diversa. No puede hacerse bautizar para la remisión de sus pecados. Cuando Jesús recibe un bautismo de penitencia y de conversión, es para la remisión de los pecados de la humanidad. Ya en el Bautismo comienza a realizarse todo lo que se había anunciado sobre el siervo doliente en el oráculo del libro de Isaías: allí el siervo es representado como un justo que llevaba el peso de los pecados de la humanidad y se ofrecía en sacrificio para obtener a los pecadores el perdón divino (53, 4-12).

El Bautismo de Jesús es, pues, un gesto simbólico que significa el compromiso en el sacrificio para la purificación de la humanidad.

El hecho de que en ese momento se haya abierto el Cielo, nos hace comprender que comienza a realizarse la reconciliación entre Dios y los hombres. El pecado había hecho que el Cielo se cerrase; Jesús restablece la comunicación entre el Cielo y la tierra. El Espíritu Santo desciende sobre Jesús para guiar toda su misión, que consistirá en instaurar la alianza entre Dios y los hombres.

3. Como nos relatan los Evangelios, el Bautismo pone de relieve la filiación divina de Jesús: el Padre lo proclama su Hijo predilecto, en el que se ha complacido. Es clara la invitación a creer en el misterio de la Encarnación y, sobre todo, en el misterio de la Encarnación redentora, porque está orientada hacia el sacrificio que logrará la remisión de los pecados y ofrecerá la reconciliación al mundo. Efectivamente, no podemos olvidar que Jesús presentará más tarde este sacrificio como un bautismo, cuando pregunte a dos de sus discípulos: "¿Podéis beber el cáliz que Yo he de beber o ser bautizados con el bautismo con que Yo he de ser bautizado?" (M 10, 38). Su Bautismo en el Jordán es sólo una figura; en la Cruz recibirá el Bautismo que va a purificar al mundo.

Mediante este Bautismo, que primero tuvo expresión en las aguas del Jordán y que luego fue realizado en el Calvario, el Salvador puso el fundamento del bautismo cristiano. El Bautismo que se practica en la Iglesia se deriva del sacrificio de Cristo.

Es el Sacramento con el cual, a quien se hace cristiano y entra en la Iglesia, se le aplica el fruto de este sacrificio: la comunicación de la vida divina con la liberación del estado de pecado.

El rito del Bautismo, rito de purificación con el agua, evoca en nosotros el Bautismo de Jesús en el Jordán. En cierto modo reproduce ese primer Bautismo, el del Hijo de Dios, para conferir la dignidad de la filiación divina a los nuevos bautizados. Sin embargo, no se debe olvidar que el rito bautismal produce actualmente su efecto en virtud del sacrificio ofrecido en la Cruz. A los que reciben el Bautismo se les aplica la reconciliación obtenida en el Calvario.

He aquí, pues, la gran verdad: el Bautismo, al hacernos partícipes de la Muerte y Resurrección del Salvador, nos llena de una vida nueva. En consecuencia, debemos evitar el pecado o, según la expresión del Apóstol Pablo, "estar muertos al pecado", y "vivir para Dios en Cristo Jesús" (Rom 6, 11).

En toda nuestra existencia cristiana el Bautismo es fuente de una vida superior, que se otorga a los que, en calidad de hijos del Padre en Cristo, deben llevar en sí mismos la semejanza divina.

San Juan Pablo II