«Vayamos jubilosos al
encuentro del Señor» es un estribillo que está perfectamente en armonía con el
jubileo. Es, por decir así, un «estribillo jubilar», según la etimología de la
palabra latina iubilar, que encierra una referencia al júbilo. ¡Vayamos, pues,
con alegría! Caminemos jubilosos y vigilantes a la espera del tiempo que
recuerda la venida de Dios en la carne humana, tiempo que llegó a su plenitud
cuando en la cueva de Belén nació Cristo. Entonces se cumplió el tiempo de la
espera.
Viviendo el Adviento,
esperamos un acontecimiento que se sitúa en la historia y a la vez la
trasciende. Al igual que los demás años, tendrá lugar en la noche de la Navidad
del Señor. A la cueva de Belén acudirán los pastores; más tarde, irán los Magos
de Oriente. Unos y otros simbolizan, en cierto sentido, a toda la familia
humana. La exhortación que resuena en la liturgia de hoy: «Vayamos jubilosos al
encuentro del Señor» se difunde en todos los países, en todos los continentes,
en todos los pueblos y naciones. La voz de la liturgia, es decir, la voz de la
Iglesia, resuena por doquier e invita a todos al gran jubileo.
Nosotros podemos encontrar a
Dios, porque Él ha venido a nuestro encuentro. Lo ha hecho, como el padre de la
parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32), porque es Rico en Misericordia,
Dives in Misericordia, y quiere salir a nuestro encuentro sin importarle de qué
parte venimos o a dónde lleva nuestro camino. Dios viene a nuestro encuentro,
tanto si lo hemos buscado como si lo hemos ignorado, e incluso si lo hemos
evitado. Él sale primero a nuestro encuentro, con los brazos abiertos, como un
padre amoroso y misericordioso.
Si Dios se pone en
movimiento para salir a nuestro encuentro, ¿podremos nosotros volverle la
espalda? Pero no podemos ir solos al encuentro con el Padre. Debemos ir en
compañía de cuantos forman parte de «la familia de Dios». Para prepararnos
convenientemente al jubileo debemos disponernos a acoger a todas las personas.
Todos son nuestros hermanos y hermanas, porque son hijos del mismo Padre
celestial. (...)
En el Evangelio [leemos] la
invitación del Señor a la vigilancia. «Velad, porque no sabéis qué día vendrá
vuestro Señor». Y a continuación: «Estad preparados, porque a la hora que menos
penséis vendrá el Hijo del hombre» (Mt 24, 42.44). La exhortación a velar
resuena muchas veces en la liturgia, especialmente en Adviento, tiempo de
preparación no sólo para la Navidad, sino también para la definitiva y gloriosa
venida de Cristo al final de los tiempos. Por eso, tiene un significado
marcadamente escatológico e invita al creyente a pasar cada día, cada momento,
en presencia de Aquel «que es, que era y que vendrá» (Ap 1, 4), al que
pertenece el futuro del mundo y del hombre. Ésta es la esperanza cristiana. Sin
esta perspectiva, nuestra existencia se reduciría a un vivir para la muerte.
Cristo es nuestro Redentor:
Redentor del mundo y Redentor del hombre. Vino a nosotros para ayudarnos a
cruzar el umbral que lleva a la puerta de la vida, la «Puerta Santa» que es Él
mismo.
Que esta consoladora verdad
esté siempre muy presente ante nuestros ojos, mientras caminamos como
peregrinos hacia el gran jubileo. Esa verdad constituye la razón última de la
alegría a la que nos exhorta la liturgia: «Vayamos jubilosos al encuentro del
Señor». Creyendo en Cristo Crucificado y Resucitado, creemos en la resurrección
de la carne y en la vida eterna.
San
Juan Pablo II
Extracto de la Homilía del
Domingo I de Adviento.
Domingo 29 de noviembre de
1998