La
fiesta que celebramos el Domingo II de Pascua es dedicada a la Divina
Misericordia.
Jesús
habló por primera vez a Santa Faustina de instituir esta fiesta el 22 de
febrero de 1931 en Plock el mismo día en que le pidió que pintara su imagen y
le dijo: “Yo deseo que haya una Fiesta de la Divina Misericordia. Quiero que
esta imagen que pintarás con el pincel, sea bendecida con solemnidad el primer
Domingo después de la Pascua de Resurrección; ese Domingo debe ser la Fiesta de
la Misericordia”.
Durante
los años posteriores, Jesús le repitió a Santa Faustina este deseo en catorce
ocasiones, definiendo precisamente la ubicación de esta fiesta en el calendario
litúrgico de la Iglesia, el motivo y el objetivo de instituirla, el modo de
prepararla y celebrarla, así como las gracias a ella vinculada.
El 30
de abril del año 2000, coincidiendo con la canonización de Santa Faustina,
“Apóstol de la Divina Misericordia”, San Juan Pablo II instituyó oficialmente
la Fiesta de la Divina Misericordia a celebrarse todos los años en esa misma
fecha: Domingo siguiente a la Pascua de Resurrección.
Luego
de su homilía, Juan Pablo II anunció: «En todo el mundo, el segundo Domingo de
Pascua recibirá el nombre de Domingo de la Divina Misericordia. Una invitación
perenne para el mundo cristiano a afrontar, con confianza en la benevolencia
divina, las dificultades y las pruebas que esperan al género humano en los años
venideros».
Con la
institución de esta Fiesta, San Juan Pablo II concluyó la tarea asignada por
Nuestro Señor Jesús a Santa Faustina en Polonia, 69 años atrás, cuando en
febrero de 1931 le dijo: “Deseo que haya una Fiesta de la Misericordia”. Dicha
Fiesta constituye uno de los elementos centrales del Mensaje de la Divina
Misericordia según le fuera revelado por nuestro Señor a Sor Faustina.
«Es
el Amor que convierte los corazones y dona la paz» -escribió San Juan Pablo
II– destacando que «el mundo tiene mucha necesidad de comprender y acoger la
Divina Misericordia».
Domingo, 27 marzo 2005 (ZENIT.org).-
Publicamos el mensaje que Juan Pablo
II ha dirigido para esta Pascua de este año, leído en su nombre por el cardenal
Angelo Sodano, secretario de Estado, al final de la misa del domingo de
Resurrección, celebrada en la plaza de San Pedro del Vaticano.
1. Mane nobiscum, Domine!
¡Quédate con nosotros, Señor! (cf. Lc 24,29).
Con estas palabras, los discípulos de Emaús
invitaron al misterioso Viandante a quedarse con ellos al caer de la tarde
aquel primer día después del sábado en el que había ocurrido lo increíble.
Según la promesa, Cristo había resucitado;
pero ellos aún no lo sabían.
Sin embargo, las palabras del Viandante
durante el camino habían hecho poco a poco enardecer su corazón.
Por eso lo invitaron: «Quédate con nosotros».
Después, sentados en torno a la mesa para la
cena, lo reconocieron “al partir el pan”.
Y, de repente, él desapareció.
Ante ellos quedó el pan partido, y en su
corazón la dulzura de sus palabras.
2. Queridos hermanos y hermanas, la Palabra y
el Pan de la Eucaristía, misterio y don de la Pascua, permanecen en los siglos
como memoria perenne de la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
También nosotros hoy, Pascua de Resurrección,
con todos los cristianos del mundo repetimos: Jesús, crucificado y resucitado,
¡quédate con nosotros!
Quédate con nosotros, amigo fiel y apoyo
seguro de la humanidad en camino por las sendas del tiempo.
Tú, Palabra viviente del Padre, infundes
confianza y esperanza a cuantos buscan el sentido verdadero de su existencia.
Tú, Pan de vida eterna, alimentas al hombre
hambriento de verdad, de libertad, de justicia y de paz.
3. Quédate con nosotros, Palabra viviente del
Padre, y enséñanos palabras y gestos de paz: paz para la tierra consagrada por
tu sangre y empapada con la sangre de tantas víctimas inocentes; paz para los
Países de Oriente Medio y África, donde también se sigue derramando mucha
sangre; paz para toda la humanidad, sobre la cual se cierne siempre el peligro
de guerras fratricidas.
Quédate con nosotros, Pan de vida eterna,
partido y distribuido a los comensales: danos también a nosotros la fuerza de
una solidaridad generosa con las multitudes que, aun hoy, sufren y mueren de
miseria y de hambre, diezmadas por epidemias mortíferas o arruinadas por
enormes catástrofes naturales.
Por la fuerza de tu Resurrección, que ellas
participen igualmente de una vida nueva.
4. También nosotros, hombres y mujeres del
tercer milenio, tenemos necesidad de Ti, Señor resucitado.
Quédate con nosotros ahora y hasta al fin de
los tiempos.
Haz que el progreso material de los pueblos
nunca oscurezca los valores espirituales que son el alma de su civilización.
Ayúdanos, te rogamos, en nuestro camino.
Nosotros creemos en Ti, en Ti esperamos,
porque sólo Tú tienes palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68).
Mane nobiscum, Domine! ¡Alleluia!
[Traducción
del original italiano distribuida por la Santa Sede]
Cristo, junto con sus discípulos, se acerca a
Jerusalén. Lo hace como los demás peregrinos, hijos e hijas de Israel; que en
esta semana precedente a la Pascua, van a Jerusalén. Jesús es uno de tantos.
Este acontecimiento, en su desarrollo externo, se
puede considerar, pues, normal. Así, pues, sentado sobre un borrico, Jesús
realiza el último trecho del camino hacia Jerusalén. Sin embargo, desde cierto
momento, este viaje, que en sí nada tenía de extraordinario, se cambia en una
verdadera "entrada solemne en Jerusalén".
Hoy celebramos el Domingo de Ramos, que nos recuerda
y hace presente esta "entrada". En un especial rito litúrgico
repetimos y reproducimos todo lo que hicieron y dijeron los discípulos de Jesús
—tanto los cercanos como los más lejanos en el tiempo— en ese camino, que
llevaba a Jerusalén. Igual que ellos, tenemos en las manos los ramos de olivo y
decimos —o mejor, cantamos— las palabras de veneración que ellos pronunciaron.
Estas palabras, según la redacción del Evangelio de Lucas, dicen así:
"Bendito el que viene, el Rey, en nombre del Señor. Paz en el Cielo y
gloria en las alturas" (Lc 19, 38).
El Domingo de Ramos abre la Semana Santa de la
Pasión del Señor; de la que ya lleva en sí la dimensión más profunda. Por este
motivo, leemos toda la descripción de la Pasión del Señor.
Jesús, al subir en ese momento hacia Jerusalén, se
revela a Sí mismo completamente ante aquellos que preparan el atentado contra
su vida. Por lo demás, se había revelado desde ya hacía tiempo, al confirmar
con los milagros todo lo que proclamaba y al enseñar, como doctrina de su
Padre, todo lo que enseñaba.
El Maestro es plenamente consciente de esto. Todo
cuanto hace, lo hace con esta conciencia, siguiendo las palabras de la
Escritura, que ha previsto cada uno de los momentos de su Pascua. La entrada en
Jerusalén fue el cumplimiento de la Escritura.
He aquí la liturgia del Domingo de Ramos: en medio
de las exclamaciones de la muchedumbre, del entusiasmo de los discípulos que,
con las palabras de los Profetas, proclaman y confiesan en Él al Mesías, sólo
Él, Cristo, conoce hasta el fondo la verdad de su Misión; sólo Él, Cristo, lee
hasta el fondo lo que sobre Él han escrito los Profetas.
Y todo lo que han dicho y escrito se cumple en Él
con la verdad interior de su alma. Él, con la voluntad y el corazón, está ya en
todo lo que, según las dimensiones externas del tiempo, le queda todavía por
delante. Ya en este cortejo triunfal, en su "entrada en Jerusalén",
Él es "obediente hasta la muerte y muerte de cruz" (Flp 2, 8).
En cierto momento, se le acercan los fariseos que no
pueden soportar más las exclamaciones de la muchedumbre en honor de Cristo, que
hace su entrada en Jerusalén, y dicen: "Maestro, reprende a tus discípulos";
Jesús contestó: "Os digo que si ellos callasen, gritarían las
piedras" (Lc 19, 39-40).
Comenzamos hoy la Semana Santa de la Pasión del
Señor. Que nuestros corazones y nuestras conciencias griten más fuerte que las
piedras.
San Juan Pablo II
Homilía del Domingo de Ramos
30 de marzo de 1980 (extracto)