Durante su primer viaje a Polonia, en 1979, el
recién elegido papa Juan Pablo II acudió inmediatamente al santuario mariano de
Chestochowa:
«Hoy, por los inescrutables designios de la
Providencia divina, presente aquí en Jasna Góra, en mi patria terrena, Polonia,
deseo confirmar ante todo los actos de consagración y de confianza, que en
diversos momentos —numerosas veces y de varias formas— han pronunciado el
cardenal primado y el Episcopado polaco. De modo muy especial deseo confirmar y
renovar el acto de consagración pronunciado en Jasna Góra, el 3 de mayo de
1966, con ocasión del milenio de Polonia; con este acto los obispos polacos,
entregándose a ti, Madre de Dios, "a tu materna esclavitud de amor",
querían servir a la gran causa de la libertad de la Iglesia (…).
"Virgen santa, que defiendes la clara
Czestochowa...". Me vienen de nuevo a la mente estas palabras del poeta
Mickiewicz, que, al comienzo de su obra Pan Tadeusz, en una invocación a la
Virgen ha expresado lo que palpitaba y palpita en el corazón de todos los
polacos. (…)
Hemos venido aquí tantas veces, a este santo lugar,
en vigilante escucha pastoral para oír latir el corazón de la Iglesia y de la
patria en el corazón de la Madre. (…) Permitid que confíe todo esto a María.
Permitid que se lo confíe de modo nuevo y solemne. Soy hombre de gran
confianza. He aprendido a serlo aquí».
Homilía en Jasna Gora
(Polonia), 4 de junio de 1979
Hoy la Iglesia muestra al mundo el Corpus Christi,
el Cuerpo de Cristo, e invita a adorarlo: “Venite, adoremus, Venid, adoremos”
La mirada de los creyentes se concentra en el Sacramento, donde Cristo se nos
da totalmente a sí mismo: cuerpo, sangre, alma y divinidad. Por eso siempre ha
sido considerado el más santo: el "antísimo Sacramento", memorial
vivo del sacrificio redentor.
En la solemnidad del Corpus Christi volvemos a aquel
"jueves" que todos llamamos "santo", en el que el Redentor
celebró su última Pascua con los discípulos: fue la última Cena, culminación de
la cena pascual judía e inauguración del rito eucarístico. La la solemnidad del Corpus Christi, es fiesta de adoración, de contemplación y de exaltación. Fiesta en la que el
pueblo de Dios se congrega en torno al tesoro más valioso que heredó de Cristo,
el sacramento de su misma presencia, y lo alaba, lo canta, lo lleva en procesión por las calles de la ciudad.
En la santa Eucaristía está realmente presente
Cristo, muerto y resucitado por nosotros. En el pan y en el vino consagrados
permanece con nosotros el mismo Jesús de los evangelios, que los discípulos
encontraron y siguieron, que vieron crucificado y resucitado, y cuyas llagas
tocó Tomás, postrándose en adoración y exclamando: "Señor mío y Dios
mío" (Jn 20, 28; cf. 20, 17-20).
En el Sacramento del altar se ofrece a nuestra
contemplación amorosa toda la profundidad del misterio de Cristo, el Verbo y la
carne, la gloria divina y su tienda entre los hombres. Ante él no podemos dudar
de que Dios está "con nosotros", que asumió en Jesucristo todas las
dimensiones humanas, menos el pecado, despojándose de su gloria para
revestirnos a nosotros de ella (cf. Jn 20, 21-23).
En su cuerpo y en su sangre se manifiesta el rostro
invisible de Cristo, el Hijo de Dios, con la modalidad más sencilla y, al mismo
tiempo, más elevada posible en este mundo. A los hombres de todos los tiempos,
que piden perplejos: "Queremos ver
a Jesús" (Jn 12, 21), la comunidad eclesial responde repitiendo el gesto
que el Señor mismo realizó para los discípulos de Emaús: parte el pan. Al partir
el pan se abren los ojos de quien lo busca con corazón sincero. En la
Eucaristía la mirada del corazón reconoce a Jesús y su amor inconfundible, que
se entrega "hasta el extremo" (Jn 13, 1). Y en él, en ese gesto suyo,
reconoce el rostro de Dios.
Con este pan nos alimentamos para convertirnos en
testigos auténticos del Evangelio. Necesitamos este pan para crecer en el amor,
condición indispensable para reconocer el rostro de Cristo en el rostro de los
hermanos.
San Juan Pablo II
Corpus Christi 2001