Amadísimos hermanos y
hermanas, la liturgia de hoy nos recuerda que la verdad sobre Cristo Rey
constituye el cumplimiento de las profecías de la antigua alianza.
El profeta Daniel anuncia la
venida del Hijo del hombre, a quien dieron "poder real, gloria y dominio;
todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no
pasa, su reino no tendrá fin" (Dn 7, 14). Sabemos bien que todo esto
encontró su perfecto cumplimiento en Cristo, en su Pascua de muerte y de
resurrección.
La solemnidad de Cristo, Rey
del universo, nos invita a repetir con fe la invocación del Padre nuestro, que
Jesús mismo nos enseñó: "Venga tu reino".
¡Venga tu reino, Señor!
"Reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de
justicia, de amor y de paz".
Hemos escuchado en el
evangelio la pregunta que Poncio Pilato hace a Jesús: "¿Eres tú el rey de
los judíos?" (Jn 18, 33). Jesús responde, preguntando a su vez:
"¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?" (Jn 18,
34). Y Pilato replica: "¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos
sacerdotes te han entregado a mí: ¿qué has hecho?" (Jn 18, 35).
En este momento del diálogo,
Cristo afirma: "Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este
mundo mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero
mi reino no es de aquí" (Jn 18, 36).
Ahora todo es claro y
transparente. Frente a la acusación de los sacerdotes, Jesús revela que se
trata de otro tipo de realeza, una realeza divina y espiritual. Pilato le pide
una confirmación: "Conque, ¿tú eres rey?" (Jn 18, 37). Aquí Jesús,
excluyendo cualquier interpretación errónea de su dignidad real, indica la
verdadera: "Soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al
mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi
voz" (Jn 18, 37).
Él no es rey como lo
entendían los representantes del Sanedrín, pues no aspira a ningún poder
político en Israel. Por el contrario, su reino va más allá de los confines de
Palestina. Todos los que son de la verdad escuchan su voz (cf. Jn 18 37), y lo
reconocen como rey. Este es el ámbito universal del reino de Cristo y su
dimensión espiritual.
La solemnidad de Jesucristo,
Rey del universo, nos invita a repetir con fe: "¡Venga tu Reino!"
San
Juan Pablo II
(Extracto de
la homilía en la celebración de 1997)
1. ¡Dios te salve, María, llena de gracia, Madre del
Redentor!
Ante tu imagen de la Pura y Limpia Concepción,
Virgen de Luján, Patrona de Argentina, me postro en este día aquí, en Buenos
Aires, con todos los hijos de esta patria querida, cuyas miradas y cuyos
corazones convergen hacia Ti; con todos los jóvenes de Latinoamérica que
agradecen tus desvelos maternales, prodigados sin cesar en la evangelización
del continente en su pasado, presente y futuro; con todos los jóvenes del
mundo, congregados espiritualmente aquí, por un compromiso de fe y de amor;
para ser testigos de Cristo tu Hijo en el tercer milenio de la historia
cristiana, iluminados por tu ejemplo, joven Virgen de Nazaret, que abriste las
puertas de la historia al Redentor del hombre, con tu fe en la Palabra, con tu
cooperación maternal.
2. ¡Dichosa tú porque has creído!
En el día del triunfo de Jesús, que hace su entrada
en Jerusalén manso y humilde, aclamado como Rey por los sencillos, te aclamamos
también a Ti, que sobresales entre los humildes y pobres del Señor; son éstos
los que confían contigo en sus promesas, y esperan de Él la salvación. Te
invocamos como Virgen fiel y Madre amorosa, Virgen del Calvario y de la Pascua,
modelo de la fe y de la caridad de la Iglesia, unida siempre, como Tú, en la
cruz y en la gloria, a su Señor.
3. ¡Madre de Cristo y Madre de la Iglesia!
Te acogemos en nuestro corazón, como herencia
preciosa que Jesús nos confió desde la cruz. Y en cuanto discípulos de tu Hijo,
nos confiamos sin reservas a tu solicitud porque eres la Madre del Redentor y
Madre de los redimidos.
Te encomiendo y te consagro, Virgen de Luján, la
patria argentina, pacificada y reconciliada, las esperanzas y anhelos de este
pueblo, la Iglesia con sus Pastores y sus fieles, las familias para que crezcan
en santidad, los jóvenes para que encuentren la plenitud de su vocación, humana
y cristiana, en una sociedad que cultive sin desfallecimiento los valores del
espíritu.
Te encomiendo a todos los que sufren, a los pobres,
a los enfermos, a los marginados; a los que la violencia separó para siempre de
nuestra compañía, pero permanecen presentes ante el Señor de la historia y son
hijos tuyos, Virgen de Luján, Madre de la Vida.
Haz que Argentina entera sea fiel al Evangelio, y
abra de par en par su corazón a Cristo, el Redentor del hombre, la Esperanza de
la humanidad.
4. ¡Dios te salve, Virgen de la Esperanza!
Te encomiendo a todos los jóvenes del mundo,
esperanza de la Iglesia y de sus Pastores; evangelizadores del tercer milenio,
testigos de la fe y del amor de Cristo en nuestra sociedad y entre la juventud.
Haz que, con la ayuda de la gracia, sean capaces de
responder, como Tú, a las promesas de Cristo, con una entrega generosa y una
colaboración fiel.
Haz que, como Tú, sepan interpretar los anhelos de
la humanidad; para que sean presencia saladora en nuestro mundo Aquel que, por
tu amor de Madre, es para siempre el Emmanuel, el Dios con nosotros, y por la
victoria de su cruz y de su resurrección está ya para siempre con nosotros,
hasta el final de los tiempos.
Amén.
San Juan Pablo II
Buenos Aires, Argentina
Domingo 12 de abril de 1987
¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre
ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando
con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por
amor al hombre, realiza también hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para
verla y, sobre todo, tener un gran corazón para convertirnos nosotros mismos en
sus instrumentos. ¿No ha sido quizás para tomar contacto con este manantial
vivo de nuestra esperanza, por lo que hemos celebrado el Año jubilar?
El Cristo contemplado y amado ahora nos invita una
vez más a ponernos en camino: «Id pues y haced discípulos a todas las gentes,
bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt
28,19). El mandato misionero nos introduce en el tercer milenio invitándonos a
tener el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos. Para ello
podemos contar con la fuerza del mismo Espíritu, que fue enviado en Pentecostés
y que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza « que no defrauda » (Rm
5,5).
¡Caminemos con esperanza! Nuestra andadura, al
principio de este nuevo siglo, debe hacerse más rápida al recorrer los senderos
del mundo. Los caminos, por los que cada uno de nosotros y cada una de nuestras
Iglesias camina, son muchos, pero no hay distancias entre quienes están unidos
por la única comunión, la comunión que cada día se nutre de la mesa del Pan
Eucarístico y de la Palabra de Vida. Cristo Resucitado nos convoca cada Domingo
como en el Cenáculo, donde al atardecer del día «primero de la semana» (Jn
20,19) se presentó a los suyos para «exhalar» sobre de ellos el don vivificante
del Espíritu e iniciarlos en la gran aventura de la evangelización.
¡Caminemos con esperanza! Nos acompaña en este
camino la Santísima Virgen, a la que hace algunos meses, junto con muchos
Obispos llegados a Roma desde todas las partes del mundo, he confiado el tercer
milenio. Muchas veces en estos años la he presentado e invocado como «Estrella
de la nueva evangelización». La indico aún como aurora luminosa y guía segura
de nuestro camino. «Mujer, he aquí tus hijos», le repito, evocando la voz misma
de Jesús (cf. Jn 19,26), y haciéndome voz, ante Ella, del cariño filial de toda
la Iglesia.
Que Jesús Resucitado, que también nos acompaña en
nuestro camino, dejándose reconocer como a los discípulos de Emaús «al partir
el pan» (Lc 24,30), nos encuentre vigilantes y preparados para reconocer su
Rostro y correr hacia nuestros hermanos, para llevarles el gran anuncio:«¡Hemos
visto al Señor!» (Jn 20,25).
San Juan Pablo II
Enero de 2001