Los Evangelios -y todo el Nuevo Testamento- dan
testimonio de Jesucristo como Hijo de Dios. Es ésta una verdad central de la fe
cristiana. Al confesar a Cristo como Hijo “de la misma naturaleza” que el
Padre, la Iglesia continúa fielmente este testimonio evangélico. Jesucristo es
el Hijo de Dios en el sentido estricto y preciso de esta palabra. Ha sido, por
consiguiente, “engendrado” en Dios, y no “creado” por Dios y “aceptado” luego
como Hijo, es decir, “adoptado”. Este testimonio del Evangelio (y de todo el
Nuevo Testamento), en el que se funda la fe de todos los cristianos, tiene su
fuente definitiva en Dios-Padre, que da testimonio de Cristo como Hijo suyo.
Este testimonio único y fundamental, que surge del
misterio eterno de la vida trinitaria, encuentra expresión particular en los
Evangelios sinópticos, primero en la narración del Bautismo de Jesús en el
Jordán y luego en el relato de la Transfiguración de Jesús en el monte Tabor.
Estos dos acontecimientos merecen una atenta consideración.
La teofanía de la Transfiguración se refiere sólo a
algunas personas escogidas: ni siquiera se introduce a todos los Apóstoles en
cuanto grupo, sino sólo a tres de ellos: Pedro, Santiago y Juan. “Pasados seis
días Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a Juan, y los condujo solos a un monte
alto y apartado y se transfiguró ante ellos...”. Esta transfiguración va acompañada de la
“aparición de Elías con Moisés hablando con Jesús”. Y cuando, superado el
“susto” ante tal acontecimiento, los tres Apóstoles expresan el deseo de
prolongarlo y fijarlo (“bueno es estarnos aquí”), “se formó una nube... y se
dejó oír desde la nube una voz: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia;
escuchadle” (Mt 17, 5).
La voz que escuchan los tres Apóstoles durante la
Transfiguración en el monte Tabor, confirma la convicción expresada por Simón
Pedro en las cercanías de Cesarea (según Mt 16, 16). Confirma en cierto modo
“desde el exterior” lo que el Padre había ya “revelado desde el interior”. Y el
Padre, al confirmar ahora la revelación interior sobre la filiación divina de
Cristo -“Este es mi Hijo amado: escuchadle”-, parece como si quisiera preparar
a quienes ya han creído en Él para los acontecimientos de la Pascua que se
acerca: para su muerte humillante en la cruz. Es significativo que “mientras
bajaban del monte” Jesús les ordenará: “No deis a conocer a nadie esta visión
hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos” (Mt 17, 9). La
teofanía en el monte de la Transfiguración del Señor se halla así relacionada
con el conjunto del misterio pascual de Cristo.
El Hijo del Hombre que se acerca a su “hora”
pascual, es Aquel de quien la voz de lo alto proclamaba en el bautismo y en la
transfiguración: “Mi Hijo... amado... en quien tengo mis complacencias... el
elegido”. En esta voz se contenía el testimonio del Padre sobre el Hijo. El
autor de la segunda Carta de Pedro, recogiendo el testimonio ocular del Jefe de
los Apóstoles, escribe pasa consolar a los cristianos en un momento de dura
persecución: “(Jesucristo)... al recibir de Dios Padre honor y gloria, de la
majestuosa gloria le sobrevino una voz (que hablaba) en estos términos: 'Este
es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias'. Y esta voz bajada del
Cielo la oímos los que con Él estábamos en el monte santo” (2 Pe 1, 16-18).
San Juan Pablo II
Audiencia
General. 27 de mayo de 1987
¡Ave
María, Mujer humilde, bendecida por el Altísimo!
Virgen
de la esperanza, profecía de tiempos nuevos,
nosotros
nos unimos a tu cántico de alabanza
para
celebrar las misericordias del Señor,
para
anunciar la venida del Reino
y
la plena liberación del hombre.
¡Ave
María, humilde Sierva del Señor, Gloriosa Madre de Cristo!
Virgen
fiel, Morada Santa del Verbo,
enséñanos
a perseverar en la escucha de la Palabra,
a
ser dóciles a la Voz del Espíritu Santo,
atentos
a sus llamados en la intimidad de la conciencia
y
a sus manifestaciones en los acontecimientos de la historia.
¡Ave
María, Mujer del dolor, Madre de los vivientes!
Virgen
Esposa ante la Cruz, Eva nueva,
Sed
nuestra guía por los caminos del mundo,
enséñanos
a vivir y a difundir el Amor de Cristo,
a
detenernos contigo ante las innumerables cruces
en
las que tu Hijo aún está crucificado.
¡Ave
María, Mujer de la fe, primera entre los discípulos!
Virgen
Madre de la Iglesia, ayúdanos a dar siempre
razón
de la esperanza que habita en nosotros,
confiando
en la bondad del hombre y en el Amor del Padre.
Enséñanos
a construir el mundo desde adentro:
en
la profundidad del silencio y de la oración,
en
la alegría del amor fraterno,
en
la fecundidad insustituible de la Cruz.
Santa
María, Madre de los creyentes,
Nuestra
Señora de Lourdes,
ruega
por nosotros.
(Oración
pronunciada por San Juan Pablo II en el Santuario de Lourdes)