«Señor, Dios nuestro, que admirable es tu nombre en toda la tierra»
(Sal 8, 2). Queridos hermanos y hermanas (…). Estas palabras del Salmo
responsorial de la liturgia de hoy nos ponen con temblor y adoración ante el
gran misterio de la Santísima Trinidad, cuya fiesta estamos celebrando
solemnemente. «¡Qué admirable es tu nombre en toda la tierra!». Y sin embargo,
la extensión del mundo y del universo, aun cuando ilimitado, no iguala la
inconmensurable realidad de la vida de Dios. Ante él hay que acoger más que
nunca con humildad la invitación del Sabio bíblico, cuando advierte: «Que tu
corazón no se apresure a proferir una palabra delante de Dios, que Dios está en
los cielos, y tú en la tierra» (Qo 5, 1).
Efectivamente, Dios es la única realidad que escapa a nuestras
capacidades de medida, de control, de dominio, de comprensión exhaustiva. Por
eso es Dios: porque es él quien nos mide, nos rige, nos guía, nos comprende,
aun cuando no tuviésemos conciencia de ello. Pero si esto es verdad para la
divinidad en general, vale mucho más para el misterio trinitario, esto es,
típicamente cristiano de Dios mismo. Él es a la vez Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Pero no se trata ni de tres dioses separados, lo cual sería una
blasfemia, ni siquiera de simples modos diversos e impersonales de presentarse
una sola persona divina, lo cual significaría empobrecer radicalmente su
riqueza de comunión interpersonal.
Nosotros podemos decir del Dios Uno y Trino mejor lo que no es que lo
que es. Por lo demás, si pudiésemos explicarlo adecuadamente con nuestra razón,
eso querría decir que lo habríamos apresado y reducido a la medida de nuestra
mente, lo habríamos como aprisionado en las mallas de nuestro pensamiento; pero
entonces lo habríamos empequeñecido a las dimensiones mezquinas de un ídolo.
En cambio: «¡Qué admirable es tu nombre en toda la tierra!». Es decir:
Qué grande eres a nuestros ojos, qué libre, que diverso! Sin embargo, he aquí
la novedad cristiana: el Padre nos ha amado tanto que nos ha dado a su Hijo
unigénito; el Hijo, por amor, ha derramado su Sangre en favor nuestro; y el
Espíritu Santo, desde luego, «nos ha sido dado» de tal manera que introduce en
nosotros el amor mismo con que Dios nos ama (Rm 5, 5), como dice la segunda
lectura bíblica de hoy.
El Dios Uno y Trino no es, pues, solo algo diverso, superior,
inalcanzable. Al contrario, el Hijo de Dios «no se avergüenza de llamarnos
hermanos» (Hb 2, 11), «participando en la sangre y la carne» (Ib. 2, 14) de
cada uno de nosotros; y después de la resurrección de Pascua se realiza para
cada uno de los cristianos la promesa del Señor mismo, cuando dijo en la última
Cena: «Vendremos a él, y en él haremos nuestra morada» (Jn 14, 23).
Es evidente, pues, que la Trinidad no es tanto un misterio para nuestra
mente –como si se tratase de un teorema intrincado–, cuanto, y mucho más, de un
misterio para nuestro corazón (cf 1Jn 3, 20), puesto que es un misterio de
amor. Y nosotros nunca captaremos, no digo tanto la naturaleza ontológica de
Dios, cuanto más bien la razón por la que él nos ha amado hasta el punto de
identificarse ante nuestros ojos como el Amor mismo (cf 1Jn 4, 16)».
San Juan Pablo II
Homilía en la basílica de San Pedro
29-5-1983
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