El mandamiento del amor
En el antiguo Israel el mandamiento fundamental del
amor a Dios estaba incluido en la oración que se rezaba diariamente: «El Señor
es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Queden en tu corazón estos
mandamientos que te doy hoy. Se los repetirás a tus hijos y les hablarás
siempre de ellos, cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te acuestes y
cuando te levantes» (Dt 6, 4-7)
El mandamiento del Deuteronomio no cambia en la
enseñanza de Jesús, que lo define «el mayor y el primer mandamiento», uniéndole
íntimamente el del amor al prójimo (cf. Mt 22, 4-40). Al volver a proponer ese
mandamiento con las mismas palabras del Antiguo Testamento, Jesús muestra que
en este punto la Revelación ya había alcanzado su cima.
Al mismo tiempo, precisamente en la persona de Jesús
el sentido de este mandamiento asume su plenitud. En efecto, en Él se realiza
la máxima intensidad del amor del hombre a Dios. Desde entonces en adelante
amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas,
significa amar al Dios que se reveló en Cristo y amarlo participando del amor
mismo de Cristo, derramado en nosotros «por el Espíritu Santo, que nos ha sido
dado» (Rm 5, 5).
La caridad constituye la esencia del «mandamiento»
nuevo que enseñó Jesús. En efecto, la caridad es el alma de todos los
mandamientos, cuya observancia es ulteriormente reafirmada, más aún, se
convierte en la demostración evidente del amor a Dios: «En esto consiste el
amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos» (1 Jn 5, 3). Este amor, que es
a la vez amor a Jesús, representa la condición para ser amados por el Padre:
«El que recibe mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me
ame, será amado de mi Padre; y Yo lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21).
El amor a Dios, que resulta posible gracias al don
del Espíritu, se funda, por tanto, en la mediación de Jesús, como Él mismo
afirma en la oración sacerdotal: «Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo
seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos
y yo en ellos» (Jn 17, 26). Esta mediación se concreta sobre todo en el don que
Él ha hecho de su vida, don que por una parte testimonia el amor mayor y, por
otra, exige la observancia de lo que Jesús manda: «Nadie tiene mayor amor que
el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo
os mando» (Jn 15, 13-14).
La caridad cristiana acude a esta fuente de amor, que
es Jesús, el Hijo de Dios entregado por nosotros. La capacidad de amar como
Dios ama se ofrece a todo cristiano como fruto del misterio pascual de muerte y
Resurrección.
La Iglesia ha expresado esta sublime realidad
enseñando que la caridad es una virtud teologal, es decir, una virtud que se
refiere directamente a Dios y hace que las criaturas humanas entren en el
círculo del amor trinitario. En efecto, Dios Padre nos ama como ama Cristo,
viendo en nosotros Su imagen. Ésta, por decirlo así, es dibujada en nosotros
por el Espíritu Santo, que como un artista de iconos la realiza en el tiempo.
También es el Espíritu Santo quien traza en lo más
íntimo de nuestra persona las líneas fundamentales de la respuesta cristiana.
El dinamismo del amor a Dios brota de una especie de «con-naturalidad»
realizada por el Espíritu Santo, que nos «diviniza», según el lenguaje de la
tradición oriental.
Con la fuerza del Espíritu Santo, la caridad anima
la vida moral del cristiano, orienta y refuerza todas las demás virtudes, las
cuales edifican en nosotros la estructura del hombre nuevo. Como dice el
Catecismo de la Iglesia Católica, «el ejercicio de todas las virtudes está
animado e inspirado por la caridad. Esta es el "vínculo de la
perfección" (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las
ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad
asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección
sobrenatural del amor divino» (n. 1827). Como cristianos, estamos siempre
llamados al amor.
San Juan Pablo II
Audiencia del miércoles 13 de octubre de 1999
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