«La mano de Nuestra Señora desvió el curso de la bala» (Juan Pablo II)
El 13 de mayo de 1981, en la Plaza de San Pedro de
Roma, varios disparos alcanzaron al Soberano Pontífice polaco, Juan Pablo II,
mientras se desplazaba entre la multitud de peregrinos que acudían a la
Audiencia General.
El periodista Benedetto Nardacci testifica: “Por
primera vez se puede hablar de terrorismo en el Vaticano, donde siempre se han
difundido mensajes de amor, concordia y paz”. Él siguió en directo la Audiencia
General para el programa italiano de Radio Vaticana y el 13 de mayo de 1981, a
las 17:17 horas, fue testigo de lo inesperado: un intento de asesinato contra
Juan Pablo II, quien entonces contaba 60 años. Su atacante, Mehmet Ali Agca, de
23 años, era un activista turco. Una religiosa franciscana, sor Letizia
Giudici, consigue derribarlo cuando él acababa de tropezar y logra que se le
caiga la pistola.
La multitud de 20.000 peregrinos que se había
acercado a la Plaza de San Pedro quedó presa de un asombro mezclado con pánico.
En las calles de Borgo, vecinas al lugar de la tragedia, se extendió un clamor:
“Han matado al Papa. ¡El Papa está muerto!”. Y, sin embargo, el Sucesor de
Pedro seguía vivo. De camino al hospital Gemelli, susurra el nombre de María en
su lengua materna. La Iglesia celebra en este día a Nuestra Señora de Fátima.
Juan Pablo II, en estado crítico, fue operado
durante más de cuatro horas. En Roma y en todo el mundo, millones de fieles
rezan por él. Su clamor lleno de fervor y esperanza fue escuchado: cuatro días
después, el Santo Padre les habló desde su cama de hospital. A la hora del rezo
del Regina Coeli, oración de la que brota la fuerza del perdón y de la
confianza filial en la Madre del Salvador, el Papa dice:
“¡Alabado sea Jesucristo! Queridos hermanos y
hermanas, sé que en estos días y especialmente en esta hora del Regina Coeli,
estáis unidos a mí. Os agradezco profundamente sus oraciones y os bendigo a
todos. Estoy especialmente cerca de las dos personas heridas conmigo. Rezo por
el hermano que me disparó y a quien he perdonado sinceramente. Unido a Cristo,
sacerdote y víctima, ofrezco mis sufrimientos por la Iglesia y por el mundo. A
ti, María, te repito: ‘Totus tuus ego sum’, soy todo tuyo”.
Un año después, Juan Pablo II fue a Fátima. Está
convencido de ello: la mano de Nuestra Señora, quien se apareció seis décadas
antes a los tres pastorcitos, desvió el curso de la bala. A Ella le debe su
supervivencia.
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