¡Oh Virgen de Inmaculada, Madre del verdadero Dios y
Madre de Iglesia! Tú, que desde este lugar manifiestas tu clemencia y tu
compasión a todos los que solicitan tu amparo; escucha la oración que con filial
confianza te dirigimos, y preséntala ante tu Hijo Jesús, único Redentor
nuestro.
Madre de misericordia, Maestra del sacrificio
escondido y silencioso, a Ti, que sales al encuentro de nosotros, los
pecadores, te consagramos también nuestra vida, nuestros trabajos, nuestras
alegrías, nuestras enfermedades y nuestros dolores.
Da la paz, la justicia y la prosperidad a nuestros
pueblos; ya que todo lo que tenemos y somos lo ponemos bajo tu cuidado, Señora
y Madre nuestra.
Queremos ser totalmente tuyos y recorrer contigo el
camino de una plena fidelidad a Jesucristo a su Iglesia: no nos sueltes de tu
mano amorosa.
Virgen de Guadalupe, Madre de las Américas, te pedimos
por todos los Obispos, para que conduzcan a los fieles por senderos de intensa
vida cristiana, de amor y de humilde servicio a Dios y a las almas.
Contempla esta inmensa mies, e intercede para que el
Señor infunda hambre de santidad en todo el Pueblo de Dios, y otorgue
abundantes vocaciones de sacerdotes y religiosos, fuertes en la fe y celosos
dispensadores de los misterios de Dios.
Concede a nuestros hogares la gracia de amar y de
respetar la vida que comienza con el mismo amor con el que concebiste en tu
seno la vida del Hijo de Dios.
Virgen Santa
María, Madre del Amor Hermoso, protege a nuestras familias, para que estén muy
unidas, y bendice a la educación de nuestros hijos.
Esperanza nuestra, míranos con compasión, enséñanos a
ir continuamente a Jesús y, si caemos, ayúdanos a levantarnos, a volver a Él,
mediante la confesión de nuestra culpas y pecados en el sacramento de la
Penitencia, que trae sosiego al alma.
Te suplicamos que nos concedas un amor muy grande a
todos los santos sacramentos, que son como las huellas que tu Hijo nos dejó en
la tierra.
Así, Madre Santísima, con la paz de Dios en la
conciencia, con nuestros corazones libres de mal y de odios, podremos llevar a
todos la verdadera alegría y la verdadera paz, que vienen de tu Hijo, nuestro
Señor Jesucristo, que con Dios Padre y con el Espíritu Santo, vive y reina por
los siglos de los siglos. Amén
Juan Pablo II
México, enero de 1979
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