"El ángel Gabriel fue enviado por
Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una Virgen, desposada con un
hombre llamado José, de la estirpe de David; la Virgen se llamaba María" (Lc 1, 26-27).
En el relato de la Anunciación, al lado de la
Virgen Santísima aparece su esposo, José, el gran Santo al que precisamente hoy
veneramos.
Al lado de Jesús veis la dulce figura de
María, su Madre y Madre nuestra, sentís la serena presencia de José, el hombre
"justo" (Mt 1, 19), que en laborioso silencio provee a las
necesidades de toda la familia.
Hoy, 19 de marzo, se detiene en él, sobre
todo, la mirada del corazón para admirar sus dotes de discreción y de
disponibilidad, de laboriosidad y de valentía, que circundan su bondadosa
figura con una aureola de cautivadora simpatía. Toda la tradición ha visto en
San José al Patrono y Protector de la comunidad de los creyentes; su poderosa
intercesión acompaña y protege el camino de la Iglesia en el curso de la historia.
Él la defiende de los peligros, la sostiene en las luchas y sufrimientos, le
señala el camino, le obtiene alientos y consuelos.
Tened confianza en este Santo tan grande y
tan humilde. Partícipe como es del misterio de María y de su Hijo divino, él os
guiará dulcemente y con seguridad a la comprensión de este misterio de
salvación, y llevará a cumplimiento cuanto de hermoso ―a la luz de Dios― desea
vuestro corazón.
San José con el ejemplo de su vida, os habla
también a vosotros, jóvenes de hoy, y os invita a dar en el mundo testimonio de
vuestro amor a Cristo, de vuestra honestidad y coherencia, de vuestro
compromiso para construir una sociedad más justa y más humana.
San Juan Pablo II
19
de marzo de 1986
Amadísimos hermanos y hermanas:
La solemnidad de la Transfiguración, que
celebramos hoy, cobra para nosotros, en Castelgandolfo, un carácter íntimo y
familiar desde que, hace veintitrés años, mi inolvidable predecesor el siervo
de Dios Pablo VI concluyó precisamente aquí, en este palacio apostólico, su
existencia terrena. Mientras la liturgia invitaba a contemplar a Cristo
transfigurado, él terminaba su camino en la tierra y entraba en la eternidad,
donde el rostro santo de Dios brilla en todo su esplendor. Por tanto, este día
está vinculado a su memoria, envuelta por el singular misterio de luz que
irradia esta solemnidad.
Ese venerado Pontífice solía subrayar también
el aspecto "eclesial" del misterio de la Transfiguración. Aprovechaba
cualquier ocasión para poner de relieve que la Iglesia, cuerpo de Cristo,
participa por gracia en el mismo misterio de su Cabeza. "Yo quisiera
-exhortaba a los fieles- que fueseis capaces de entrever en la Iglesia la luz
que lleva dentro, de descubrir a la Iglesia transfigurada, de comprender todo lo
que el Concilio ha expuesto tan claramente en sus documentos". "La
Iglesia -añadía- encierra una realidad misteriosa, un misterio profundo,
inmenso, divino. (...) La Iglesia es el sacramento, el signo sensible de una
realidad escondida, que es la presencia de Dios entre nosotros" (Homilía
durante la misa celebrada en la parroquia de San Pedro Damián, 27 de febrero de
1972: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de marzo de 1972, p.
4).
Estas palabras muestran su extraordinario
amor a la Iglesia. Esa fue la gran pasión de toda su vida. Que Dios nos conceda
a todos y cada uno servir fielmente, como él, a la Iglesia, llamada hoy a una
nueva y audaz evangelización.
Eso es lo que pediremos al Señor durante esta
santa eucaristía por intercesión de María, Madre de la Iglesia y Estrella de la
nueva evangelización.
San Juan Pablo II
(Aciprensa 2001)
Te doy gracias, mujer-madre, que te
conviertes en seno del ser humano con la alegría y los dolores de parto de una
experiencia única, la cual te hace sonrisa de Dios para el niño que viene a la
luz y te hace guía de sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de
referencia en el posterior camino de la vida.
Te doy gracias, mujer-esposa, que unes
irrevocablemente tu destino al de un hombre, mediante una relación de recíproca
entrega, al servicio de la comunión y de la vida.
Te doy gracias, mujer-hija y mujer-hermana,
que aportas al núcleo familiar y también al conjunto de la vida social las
riquezas de tu sensibilidad, intuición, generosidad y constancia.
Te doy gracias, mujer-trabajadora, que
participas en todos los ámbitos de la vida social, económica, cultural,
artística y política, mediante la indispensable aportación que das a la
elaboración de una cultura capaz de conciliar razón y sentimiento, a una
concepción de la vida siempre abierta al sentido del «misterio», a la
edificación de estructuras económicas y políticas más ricas de humanidad.
Te doy gracias, mujer-consagrada, que, a
ejemplo de la más grande de las mujeres, la Madre de Cristo, Verbo encarnado,
te abres con docilidad y fidelidad al amor de Dios, ayudando a la Iglesia y a
toda la humanidad a vivir para Dios una respuesta «esponsal», que expresa
maravillosamente la comunión que Él quiere establecer con su criatura.
Te doy gracias, mujer… ¡Por el hecho mismo de
ser mujer! Con la intuición propia de tu femineidad enriqueces la comprensión
del mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones humanas.
San Juan Pablo II
(1995)