El infierno como rechazo definitivo de Dios
Dios es
Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre,
llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su
amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él.
Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana
cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios
infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el
hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura
condición puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas experiencias
nuestras terribles, que convierten la vida, como se suele decir, en "un
infierno".
Con
todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la última
consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la
situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del
Padre incluso en el último instante de su vida.
La
redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que corresponde al hombre
acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado "de acuerdo con sus
obras" (Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento presenta
el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde
"será el llanto y el rechinar de dientes" (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41)
o como la gehenna de "fuego que no se apaga" (Mc 9, 43). Todo ello es
expresado, con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se
precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de
retorno o de mitigación del dolor (cf. Lc 16, 19_31).
También
el Apocalipsis representa figurativamente en un "lago de fuego" a los
que no se hallan inscritos en el libro de la vida, yendo así al encuentro de
una "segunda muerte" (Ap 20, 13 ss). Por consiguiente, quienes se
obstinan en no abrirse al Evangelio, se predisponen a "una ruina eterna,
alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder" (2 Ts 1,
9).
Las
imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben
interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una
vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega
a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida
y alegría. Así resume los datos de la fe sobre este tema el Catecismo de la
Iglesia católica: "Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger
el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre
por nuestra propia y libre elección. Este estado de auto exclusión definitiva
de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la
palabra infierno" (n. 1033).
Por
eso, la "condenación" no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios,
dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los
seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La
"condenación" consiste precisamente en que el hombre se aleja
definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que
sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.
La fe
cristiana enseña que, en el riesgo del "sí" y del "no" que
caracteriza la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya "no".
Se trata de las criaturas espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios
y a las que se llama demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800_801). Para
nosotros, los seres humanos, esa historia resuena como una advertencia: nos
exhorta continuamente a evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a
vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo "sí" a
Dios.
La
condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin
especial revelación divina, si los seres humanos, y cuáles, han quedado
implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno y mucho menos la
utilización impropia de las imágenes bíblicas no debe crear psicosis o
angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad,
dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el
Espíritu de Dios, que nos hace invocar "Abbá, Padre" (Rm 8, 15; Ga 4,
6).
Esta
perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja
eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan, por
ejemplo, las palabras del Canon Romano: "Acepta, Señor, en tu bondad, esta
ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa (...), líbranos de la
condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos".
San Juan Pablo II
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