lunes, 19 de diciembre de 2022
San Juan Pablo II: últimas reflexiones de Adviento
“Amadísimos
hermanos: este Adviento se ha de transformar para nosotros en el tiempo de la
regeneración y santificación sacramental. Que la penitencia sacramental, a la
que nos invita la liturgia, prepare la venida eucarística de Cristo en nuestra
vida. Que Aquel que llama a la puerta de la morada interior de cada uno de
nosotros reciba la invitación a entrar. Tomemos conciencia de que la realidad
mesiánica no es sólo la comunión de vida con el Dios de la Alianza, sino el
habitar de Dios mismo en el interior de los hombres. El Adviento nos da para
que nos preguntemos, en el interior de nuestra conciencia, cuál es nuestra
respuesta”
domingo, 11 de diciembre de 2022
Tercer Domingo de Adviento
“Fortaleced
vuestros corazones” (St 5,8). Con el tercer domingo de Adviento, que estamos
celebrando, hemos llegado ya al “corazón” del itinerario espiritual que nos
llevará hasta los pies de la santa Gruta, para contemplar, adorar y dar gracias
al Verbo de Dios, hecho hombre para la salvación de toda la humanidad. Y la
liturgia de hoy, como si quisiera sostenernos en el arduo camino de preparación
y conversión, está dominada por una invitación a la confianza y a la esperanza,
pues la espera del creyente no es vana y la promesa de Dios es verdadera.
Faltan
ya pocos días para la celebración de la Navidad del Señor y queremos vivirlos
siguiendo las huellas de María y haciendo nuestros, en la medida de lo posible,
los sentimientos que ella experimentó en la trémula espera del nacimiento de
Jesús. Podemos intuir cuáles eran los sentimientos de María, totalmente
abandonada en las manos del Señor. Ella es la mujer creyente: en la profundidad
de su obediencia interior madura la plenitud de los tiempos.
Por estar
enraizada en la fe, la Madre del Verbo hecho hombre encarna la gran esperanza
del mundo. En ella confluye tanto la espera mesiánica de Israel como el anhelo
de salvación de la humanidad entera. Preparémonos para la Navidad con la fe y
la esperanza de María. Dejemos que el mismo amor que vibra en su adhesión al
plan divino toque nuestro corazón.
San
Juan Pablo II
domingo, 20 de noviembre de 2022
El Reino de Jesucristo
En el calendario litúrgico
postconciliar la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo va
unida al domingo último del año eclesiástico. Y está bien así.
Efectivamente, las verdades
de la fe que queremos manifestar, el misterio que queremos vivir, encierran, en
cierto sentido, cada una de las dimensiones de la historia, cada una de las
etapas del tiempo humano, y abren al mismo tiempo la perspectiva “de un cielo
nuevo y de una tierra nueva” (Ap 21, 1), la perspectiva de un Reino que “no es
de este mundo” (Jn 18, 36).
Es posible que se entienda
erróneamente el significado de las palabras sobre el “Reino” que pronunció
Cristo ante Pilato, es decir sobre el Reino que no es de este mundo. Sin
embargo, el contexto singular del acontecimiento en cuyo ámbito fueron
pronunciadas no permite comprenderlas así. Debemos admitir que el Reino de
Cristo, gracias al cual se abren ante el hombre las perspectivas
extraterrestres, las perspectivas de la eternidad, se forma en el mundo y en la
temporalidad. Se forma, pues, en el hombre mismo mediante “el testimonio de la
verdad” (Jn 18, 37) que Cristo dio en ese momento dramático de su misión
mesiánica: ante Pilato, ante la muerte en cruz que pidieron al juez sus
acusadores (…)
Cristo subió a la cruz como
un Rey singular: como el testigo eterno de la verdad. “Para esto he nacido y
para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37).
Este testimonio es la medida de nuestras obras, la medida de la vida. La verdad
por la que Cristo ha dado la vida –y que la ha confirmado con la resurrección–,
es la fuente fundamental de la dignidad del hombre. El Reino de Cristo se
manifiesta, como enseña el Concilio, en la “realeza” del hombre. Es necesario
que, bajo esta luz, sepamos participar en toda esfera de la vida contemporánea
y formarla (…)
Cristo, en cierto sentido,
está siempre ante el tribunal de las conciencias humanas, como una vez se
encontró ante el tribunal de Pilato. Él nos revela siempre la verdad de su
Reino.
Por esto, que él se
encuentre aún cercano a nosotros. Que su reino esté cada vez más en nosotros.
Correspondamos con el amor al que nos ha llamado, y amemos en él siempre más y
más la dignidad de cada hombre. Entonces seremos verdaderamente partícipes de
su misión. Nos convertiremos en apóstoles de su reino.
San
Juan Pablo II
Homilía
25-11-1979 (extracto)
lunes, 11 de julio de 2022
El infierno como rechazo definitivo de Dios
Dios es
Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre,
llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su
amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él.
Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana
cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios
infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el
hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura
condición puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas experiencias
nuestras terribles, que convierten la vida, como se suele decir, en "un
infierno".
Con
todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la última
consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la
situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del
Padre incluso en el último instante de su vida.
La
redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que corresponde al hombre
acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado "de acuerdo con sus
obras" (Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento presenta
el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde
"será el llanto y el rechinar de dientes" (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41)
o como la gehenna de "fuego que no se apaga" (Mc 9, 43). Todo ello es
expresado, con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se
precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de
retorno o de mitigación del dolor (cf. Lc 16, 19_31).
También
el Apocalipsis representa figurativamente en un "lago de fuego" a los
que no se hallan inscritos en el libro de la vida, yendo así al encuentro de
una "segunda muerte" (Ap 20, 13 ss). Por consiguiente, quienes se
obstinan en no abrirse al Evangelio, se predisponen a "una ruina eterna,
alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder" (2 Ts 1,
9).
Las
imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben
interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una
vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega
a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida
y alegría. Así resume los datos de la fe sobre este tema el Catecismo de la
Iglesia católica: "Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger
el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre
por nuestra propia y libre elección. Este estado de auto exclusión definitiva
de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la
palabra infierno" (n. 1033).
Por
eso, la "condenación" no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios,
dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los
seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La
"condenación" consiste precisamente en que el hombre se aleja
definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que
sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.
La fe
cristiana enseña que, en el riesgo del "sí" y del "no" que
caracteriza la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya "no".
Se trata de las criaturas espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios
y a las que se llama demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800_801). Para
nosotros, los seres humanos, esa historia resuena como una advertencia: nos
exhorta continuamente a evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a
vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo "sí" a
Dios.
La
condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin
especial revelación divina, si los seres humanos, y cuáles, han quedado
implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno y mucho menos la
utilización impropia de las imágenes bíblicas no debe crear psicosis o
angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad,
dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el
Espíritu de Dios, que nos hace invocar "Abbá, Padre" (Rm 8, 15; Ga 4,
6).
Esta
perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja
eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan, por
ejemplo, las palabras del Canon Romano: "Acepta, Señor, en tu bondad, esta
ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa (...), líbranos de la
condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos".
San Juan Pablo II
domingo, 19 de junio de 2022
Corpus Christi: una globalización del amor
Así se expresó Juan Pablo II en la Solemnidad de Corpus Christi de 1998, el 11 de junio, dos años antes del año 2000. Ya se hablaba de la globalización y la Eucaristía, el don por excelencia, es una promesa desde el principio de la historia de la humanidad e incluye a todos los pueblos, todos los tiempos. Una globalización del amor.
Oh Jesús, alimento sobrenatural de las almas, a ti
llega este inmenso pueblo. Se vuelven para penetrar en su vocación humana y
cristiana de nuevo impulso, de virtud interior, con disposición al sacrificio,
del que Tú diste inimitable sabiduría y ejemplo, con la palabra y el ejemplo. Hermano nuestro primogénito, Tú has precedido, oh
Cristo Jesús, los pasos de cada hombre, has perdonado las faltas de cada uno; a
todos y cada uno los elevas a un testimonio de vida más noble, más convencido,
más activo. Oh Jesús, panis vere, único alimento
sustancial de las almas, reúne a todos los pueblos alrededor de Tu mesa: es la
realidad divina en la tierra, es una prenda de los favores celestiales, es la
seguridad de la justa comprensión entre los pueblos y de la competencia
pacífica para el verdadero progreso de la civilización. Alimentados por Ti y de Ti, oh Jesús, los hombres y
mujeres serán fuertes en la fe, alegres en la esperanza, activos en las muchas
aplicaciones de la caridad.
sábado, 28 de mayo de 2022
La Ascensión de Jesús, misterio anunciado
Los símbolos de fe más antiguos ponen después del
artículo sobre la Resurrección de Cristo, el de su Ascensión. A este respecto
los textos evangélicos refieren que Jesús Resucitado, después de haberse
aparecido a sus discípulos durante cuarenta días en lugares diversos, se
sustrajo plena y definitivamente a las leyes del tiempo y del espacio, para
subir al Cielo, completando así el “retorno al Padre” iniciado ya con la
Resurrección de entre los muertos.
Jesús anunció su Ascensión (o regreso al Padre)
hablando de ella con la Magdalena y con los discípulos en los días pascuales y
en los anteriores a la Pascua.
Si queremos examinar brevemente el contenido de los
anuncios transmitidos, podemos advertir que la Ascensión al Cielo constituye la
etapa final de la peregrinación terrena de Cristo, Hijo de Dios, consustancial
al Padre, que se hizo hombre por nuestra salvación.
Hacia el final de su ministerio, cerca ya la Pascua,
Jesús repitió claramente que era Él el que abriría a la humanidad el acceso a
la “Casa del Padre” por medio de su Cruz: “Cuando sea levantado en la tierra,
atraeré a todos hacia Mí” (Jn 12, 32).
La presencia invisible de Cristo se actúa en la
Iglesia también de modo sacramental. En el centro de la Iglesia se encuentra la
Eucaristía. Cuando Jesús anunció su institución por vez primera, muchos “se
escandalizaron” (cf. Jn 6, 61), ya que hablaba de “Comer su Cuerpo y beber su
Sangre”. Pero fue entonces cuando Jesús reafirmó: “¿Esto os escandaliza? ¿Y
cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes?... El Espíritu es
el que da la vida, la carne no sirve para nada” (Jn 6, 61-63).
Jesús habla aquí de su Ascensión al Cielo: cuando su
Cuerpo terreno se entregue a la muerte en la Cruz, se manifestará el Espíritu
“que da la vida”. Cristo subirá al Padre, para que venga el Espíritu. Y, el día
de Pascua, el Espíritu glorificará el Cuerpo de Cristo en la Resurrección. El
día de Pentecostés el Espíritu sobre la Iglesia para que, renovado en la
Eucaristía el Memorial de la Muerte de Cristo, podamos participar en la nueva
vida de su Cuerpo glorificado por el Espíritu y de este modo prepararnos para
entrar en las “moradas eternas”, donde nuestro Redentor nos ha precedido para
prepararnos un lugar en la “Casa del Padre” (Jn 14, 2).
San Juan Pablo II
Audiencia
General del miércoles 5 de abril de 1989
sábado, 21 de mayo de 2022
El mandamiento del amor
En el antiguo Israel el mandamiento fundamental del
amor a Dios estaba incluido en la oración que se rezaba diariamente: «El Señor
es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Queden en tu corazón estos
mandamientos que te doy hoy. Se los repetirás a tus hijos y les hablarás
siempre de ellos, cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te acuestes y
cuando te levantes» (Dt 6, 4-7)
El mandamiento del Deuteronomio no cambia en la
enseñanza de Jesús, que lo define «el mayor y el primer mandamiento», uniéndole
íntimamente el del amor al prójimo (cf. Mt 22, 4-40). Al volver a proponer ese
mandamiento con las mismas palabras del Antiguo Testamento, Jesús muestra que
en este punto la Revelación ya había alcanzado su cima.
Al mismo tiempo, precisamente en la persona de Jesús
el sentido de este mandamiento asume su plenitud. En efecto, en Él se realiza
la máxima intensidad del amor del hombre a Dios. Desde entonces en adelante
amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas,
significa amar al Dios que se reveló en Cristo y amarlo participando del amor
mismo de Cristo, derramado en nosotros «por el Espíritu Santo, que nos ha sido
dado» (Rm 5, 5).
La caridad constituye la esencia del «mandamiento»
nuevo que enseñó Jesús. En efecto, la caridad es el alma de todos los
mandamientos, cuya observancia es ulteriormente reafirmada, más aún, se
convierte en la demostración evidente del amor a Dios: «En esto consiste el
amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos» (1 Jn 5, 3). Este amor, que es
a la vez amor a Jesús, representa la condición para ser amados por el Padre:
«El que recibe mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me
ame, será amado de mi Padre; y Yo lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21).
El amor a Dios, que resulta posible gracias al don
del Espíritu, se funda, por tanto, en la mediación de Jesús, como Él mismo
afirma en la oración sacerdotal: «Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo
seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos
y yo en ellos» (Jn 17, 26). Esta mediación se concreta sobre todo en el don que
Él ha hecho de su vida, don que por una parte testimonia el amor mayor y, por
otra, exige la observancia de lo que Jesús manda: «Nadie tiene mayor amor que
el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo
os mando» (Jn 15, 13-14).
La caridad cristiana acude a esta fuente de amor, que
es Jesús, el Hijo de Dios entregado por nosotros. La capacidad de amar como
Dios ama se ofrece a todo cristiano como fruto del misterio pascual de muerte y
Resurrección.
La Iglesia ha expresado esta sublime realidad
enseñando que la caridad es una virtud teologal, es decir, una virtud que se
refiere directamente a Dios y hace que las criaturas humanas entren en el
círculo del amor trinitario. En efecto, Dios Padre nos ama como ama Cristo,
viendo en nosotros Su imagen. Ésta, por decirlo así, es dibujada en nosotros
por el Espíritu Santo, que como un artista de iconos la realiza en el tiempo.
También es el Espíritu Santo quien traza en lo más
íntimo de nuestra persona las líneas fundamentales de la respuesta cristiana.
El dinamismo del amor a Dios brota de una especie de «con-naturalidad»
realizada por el Espíritu Santo, que nos «diviniza», según el lenguaje de la
tradición oriental.
Con la fuerza del Espíritu Santo, la caridad anima
la vida moral del cristiano, orienta y refuerza todas las demás virtudes, las
cuales edifican en nosotros la estructura del hombre nuevo. Como dice el
Catecismo de la Iglesia Católica, «el ejercicio de todas las virtudes está
animado e inspirado por la caridad. Esta es el "vínculo de la
perfección" (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las
ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad
asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección
sobrenatural del amor divino» (n. 1827). Como cristianos, estamos siempre
llamados al amor.
San Juan Pablo II
Audiencia del miércoles 13 de octubre de 1999
domingo, 8 de mayo de 2022
Oración de San Juan Pablo II al Buen Pastor
Buen
Pastor, enseña a los jóvenes de todo el mundo lo que significa «dar» su vida
mediante la vocación y la misión. Como enviaste a los Apóstoles a predicar el
Evangelio hasta los confines de la tierra, lanza ahora tu desafío a la juventud
de la Iglesia para que cumpla la gran misión de darte a conocer a cuantos aún
no han oído hablar de Ti. Da a estos jóvenes la valentía y la generosidad de
los grandes misioneros del pasado, de suerte que, a través del testimonio de su
fe y su solidaridad con todos sus hermanos y hermanas necesitados, el mundo
descubra la verdad, la bondad y la belleza de la vida que sólo Tú puedes dar.San
Juan Pablo II
domingo, 1 de mayo de 2022
San José Obrero, patrono de los trabajadores
El 1 de mayo, la Iglesia Católica celebra la fiesta
de San José Obrero, Padre y Custodio del Señor, a quien hoy recordamos como
“patrono de los trabajadores”, en virtud que él conoció muy bien el mundo del
trabajo: fue carpintero, y con su sudor procuró el sustento diario a su familia
-la Sagrada Familia-. Esta celebración coincide con el Día Mundial del Trabajo.
La fiesta de San José Obrero fue instituida en 1955 por el Venerable Papa Pío
XII, ante un grupo de obreros reunidos en la Plaza de San Pedro en el Vaticano.
Por su parte, San Juan Pablo II, en su encíclica
dedicada a los trabajadores, la “Laborem exercens”, destacaba que
“mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a
las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en
un cierto sentido ‘se hace más hombre’”. Con estas palabras, el Papa santo
manifestaba la importancia de San José en la comprensión y santificación del
trabajo, es decir, cuán importante es la figura de San José en el camino por el
que los seres humanos podemos santificarnos y ser felices a través del trabajo
concreto que les toque desempeñar.
Posteriormente, durante el Jubileo de los
Trabajadores del año 2000, el Papa polaco añadía: “Queridos trabajadores,
empresarios, cooperadores, agentes financieros y comerciantes, unid vuestros
brazos, vuestra mente y vuestro corazón para contribuir a construir una
sociedad que respete al hombre y su trabajo… El hombre vale más por lo que es
que por lo que tiene. Cuanto se realiza al servicio de una justicia mayor, de
una fraternidad más vasta y de un orden más humano en las relaciones sociales,
cuenta más que cualquier tipo de progreso en el campo técnico”.
San José es modelo e inspiración para todo ser
humano que desea asumir el trabajo desde una perspectiva espiritual. En ese
sentido, el trabajo debe ser siempre una actividad auténticamente humana, que
brinde realización y satisfacción al corazón humano y no sea solo medio para
producir “cosas”. Sin su sentido sobrenatural el trabajo se convierte en
ocasión de nuevas esclavitudes, instrumentalización o manipulación.
Por eso, como San José, cada persona que trabaja
debe mirar al Cielo y trascender lo puramente material, que siendo importante
no lo agota todo. Es Dios quien corona todo esfuerzo en búsqueda del bien común
y la plenitud. San José, obrero y trabajador, es poderoso intercesor frente a
la injusticia, ayuda para que no falte lo necesario y brinda asistencia a
quienes están desempleados o en búsqueda de un nuevo trabajo.
domingo, 10 de abril de 2022
San Juan Pablo II en Domingo de Ramos 1992
Es admirable la liturgia del Domingo de
Ramos, como admirables fueron también los acontecimientos de la jornada a que
hace referencia.
Sobre el entusiástico "hosanna" se
ciernen espesas tinieblas. Las tinieblas de la Pasión que se aproxima. Cuán
significativas resultan las palabras del profeta, que en esa jornada tienen su
cumplimiento:
"No temas, ciudad de Sión mira que tu Rey llegamontado en un borrico"(Jn 12,13; cf. Zc 9,9)
¿Puede en este día de júbilo general del
pueblo a causa de la venida del Mesías, la ciudad de Sión tener motivo de
temor? Por supuesto que sí. Cercano está ya el tiempo en que en labios de Jesús
se cumplirán las palabras del salmista: "Dios mío, Dios Mío, ¿por qué me
has abandonado?" (Sal 21(22),2. Él va a ser quien pronuncie estas mismas
palabras desde lo alto de la cruz.
Para entonces, en vez del entusiasmo del
pueblo que canta "hosanna", seremos testigos de las burlas inferidas
en la casa de Pilato, en el Gólgota, como proclama el salmista:
"Al verme se burlaban de mí, hacen visajes, mueven la cabeza:Acudió al Señor, que lo ponga a salvo;que lo libere si tanto lo quiere"(ibid. 8 ss.)
La liturgia de este día. Domingo de Ramos, a
la vez que nos permite contemplar la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén,
nos lleva a la conclusión de su pasión.
"Me taladrarán las manos y pies, y puedo contar mis huesos"Y poco después "... se reparten mi ropa,se sortean mi túnica" (Sal 21(22),
17-19)
Es como si el salmista estuviese viendo con
sus propios ojos los acontecimientos del Viernes Santo. Verdaderamente, en ese
día ya próximo Cristo se hará obediente hasta la muerte y muerte de cruz (cf.
Flp 2,8).
Sin embargo, precisamente este desenlace
significa el comienzo de la exaltación. La exaltación de Cristo implica su
previa humillación. El inicio y la fuente de la gloria está en la cruz.
SanJuan Pablo II
Domingo de Ramos de 1992
"No temas, ciudad de Sión
"Al verme se burlaban de mí,
"Me taladrarán las manos y pies,