sábado, 28 de mayo de 2022

La Ascensión de Jesús, misterio anunciado

Los símbolos de fe más antiguos ponen después del artículo sobre la Resurrección de Cristo, el de su Ascensión. A este respecto los textos evangélicos refieren que Jesús Resucitado, después de haberse aparecido a sus discípulos durante cuarenta días en lugares diversos, se sustrajo plena y definitivamente a las leyes del tiempo y del espacio, para subir al Cielo, completando así el “retorno al Padre” iniciado ya con la Resurrección de entre los muertos.
 
Jesús anunció su Ascensión (o regreso al Padre) hablando de ella con la Magdalena y con los discípulos en los días pascuales y en los anteriores a la Pascua. 
 
Si queremos examinar brevemente el contenido de los anuncios transmitidos, podemos advertir que la Ascensión al Cielo constituye la etapa final de la peregrinación terrena de Cristo, Hijo de Dios, consustancial al Padre, que se hizo hombre por nuestra salvación.
 
Hacia el final de su ministerio, cerca ya la Pascua, Jesús repitió claramente que era Él el que abriría a la humanidad el acceso a la “Casa del Padre” por medio de su Cruz: “Cuando sea levantado en la tierra, atraeré a todos hacia Mí” (Jn 12, 32).
 
La presencia invisible de Cristo se actúa en la Iglesia también de modo sacramental. En el centro de la Iglesia se encuentra la Eucaristía. Cuando Jesús anunció su institución por vez primera, muchos “se escandalizaron” (cf. Jn 6, 61), ya que hablaba de “Comer su Cuerpo y beber su Sangre”. Pero fue entonces cuando Jesús reafirmó: “¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes?... El Espíritu es el que da la vida, la carne no sirve para nada” (Jn 6, 61-63).
 
Jesús habla aquí de su Ascensión al Cielo: cuando su Cuerpo terreno se entregue a la muerte en la Cruz, se manifestará el Espíritu “que da la vida”. Cristo subirá al Padre, para que venga el Espíritu. Y, el día de Pascua, el Espíritu glorificará el Cuerpo de Cristo en la Resurrección. El día de Pentecostés el Espíritu sobre la Iglesia para que, renovado en la Eucaristía el Memorial de la Muerte de Cristo, podamos participar en la nueva vida de su Cuerpo glorificado por el Espíritu y de este modo prepararnos para entrar en las “moradas eternas”, donde nuestro Redentor nos ha precedido para prepararnos un lugar en la “Casa del Padre” (Jn 14, 2).
 
San Juan Pablo II
Audiencia General del miércoles 5 de abril de 1989

sábado, 21 de mayo de 2022

El mandamiento del amor

En el antiguo Israel el mandamiento fundamental del amor a Dios estaba incluido en la oración que se rezaba diariamente: «El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Queden en tu corazón estos mandamientos que te doy hoy. Se los repetirás a tus hijos y les hablarás siempre de ellos, cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te acuestes y cuando te levantes» (Dt 6, 4-7)
 
El mandamiento del Deuteronomio no cambia en la enseñanza de Jesús, que lo define «el mayor y el primer mandamiento», uniéndole íntimamente el del amor al prójimo (cf. Mt 22, 4-40). Al volver a proponer ese mandamiento con las mismas palabras del Antiguo Testamento, Jesús muestra que en este punto la Revelación ya había alcanzado su cima.
 
Al mismo tiempo, precisamente en la persona de Jesús el sentido de este mandamiento asume su plenitud. En efecto, en Él se realiza la máxima intensidad del amor del hombre a Dios. Desde entonces en adelante amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, significa amar al Dios que se reveló en Cristo y amarlo participando del amor mismo de Cristo, derramado en nosotros «por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5, 5).
 
La caridad constituye la esencia del «mandamiento» nuevo que enseñó Jesús. En efecto, la caridad es el alma de todos los mandamientos, cuya observancia es ulteriormente reafirmada, más aún, se convierte en la demostración evidente del amor a Dios: «En esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos» (1 Jn 5, 3). Este amor, que es a la vez amor a Jesús, representa la condición para ser amados por el Padre: «El que recibe mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y Yo lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21).
 
El amor a Dios, que resulta posible gracias al don del Espíritu, se funda, por tanto, en la mediación de Jesús, como Él mismo afirma en la oración sacerdotal: «Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17, 26). Esta mediación se concreta sobre todo en el don que Él ha hecho de su vida, don que por una parte testimonia el amor mayor y, por otra, exige la observancia de lo que Jesús manda: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15, 13-14).
 
La caridad cristiana acude a esta fuente de amor, que es Jesús, el Hijo de Dios entregado por nosotros. La capacidad de amar como Dios ama se ofrece a todo cristiano como fruto del misterio pascual de muerte y Resurrección.
 
La Iglesia ha expresado esta sublime realidad enseñando que la caridad es una virtud teologal, es decir, una virtud que se refiere directamente a Dios y hace que las criaturas humanas entren en el círculo del amor trinitario. En efecto, Dios Padre nos ama como ama Cristo, viendo en nosotros Su imagen. Ésta, por decirlo así, es dibujada en nosotros por el Espíritu Santo, que como un artista de iconos la realiza en el tiempo.
 
También es el Espíritu Santo quien traza en lo más íntimo de nuestra persona las líneas fundamentales de la respuesta cristiana. El dinamismo del amor a Dios brota de una especie de «con-naturalidad» realizada por el Espíritu Santo, que nos «diviniza», según el lenguaje de la tradición oriental.
 
Con la fuerza del Espíritu Santo, la caridad anima la vida moral del cristiano, orienta y refuerza todas las demás virtudes, las cuales edifican en nosotros la estructura del hombre nuevo. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, «el ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es el "vínculo de la perfección" (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino» (n. 1827). Como cristianos, estamos siempre llamados al amor.
 
San Juan Pablo II
Audiencia del miércoles 13 de octubre de 1999

domingo, 8 de mayo de 2022

Oración de San Juan Pablo II al Buen Pastor

Buen Pastor, enseña a los jóvenes de todo el mundo lo que significa «dar» su vida mediante la vocación y la misión. Como enviaste a los Apóstoles a predicar el Evangelio hasta los confines de la tierra, lanza ahora tu desafío a la juventud de la Iglesia para que cumpla la gran misión de darte a conocer a cuantos aún no han oído hablar de Ti. Da a estos jóvenes la valentía y la generosidad de los grandes misioneros del pasado, de suerte que, a través del testimonio de su fe y su solidaridad con todos sus hermanos y hermanas necesitados, el mundo descubra la verdad, la bondad y la belleza de la vida que sólo Tú puedes dar.
San Juan Pablo II

domingo, 1 de mayo de 2022

San José Obrero, patrono de los trabajadores

El 1 de mayo, la Iglesia Católica celebra la fiesta de San José Obrero, Padre y Custodio del Señor, a quien hoy recordamos como “patrono de los trabajadores”, en virtud que él conoció muy bien el mundo del trabajo: fue carpintero, y con su sudor procuró el sustento diario a su familia -la Sagrada Familia-. Esta celebración coincide con el Día Mundial del Trabajo. La fiesta de San José Obrero fue instituida en 1955 por el Venerable Papa Pío XII, ante un grupo de obreros reunidos en la Plaza de San Pedro en el Vaticano.
 
Por su parte, San Juan Pablo II, en su encíclica dedicada a los trabajadores, la “Laborem exercens”, destacaba que “mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido ‘se hace más hombre’”. Con estas palabras, el Papa santo manifestaba la importancia de San José en la comprensión y santificación del trabajo, es decir, cuán importante es la figura de San José en el camino por el que los seres humanos podemos santificarnos y ser felices a través del trabajo concreto que les toque desempeñar.
 
Posteriormente, durante el Jubileo de los Trabajadores del año 2000, el Papa polaco añadía: “Queridos trabajadores, empresarios, cooperadores, agentes financieros y comerciantes, unid vuestros brazos, vuestra mente y vuestro corazón para contribuir a construir una sociedad que respete al hombre y su trabajo… El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene. Cuanto se realiza al servicio de una justicia mayor, de una fraternidad más vasta y de un orden más humano en las relaciones sociales, cuenta más que cualquier tipo de progreso en el campo técnico”.
 
San José es modelo e inspiración para todo ser humano que desea asumir el trabajo desde una perspectiva espiritual. En ese sentido, el trabajo debe ser siempre una actividad auténticamente humana, que brinde realización y satisfacción al corazón humano y no sea solo medio para producir “cosas”. Sin su sentido sobrenatural el trabajo se convierte en ocasión de nuevas esclavitudes, instrumentalización o manipulación.
 
Por eso, como San José, cada persona que trabaja debe mirar al Cielo y trascender lo puramente material, que siendo importante no lo agota todo. Es Dios quien corona todo esfuerzo en búsqueda del bien común y la plenitud. San José, obrero y trabajador, es poderoso intercesor frente a la injusticia, ayuda para que no falte lo necesario y brinda asistencia a quienes están desempleados o en búsqueda de un nuevo trabajo.