«Jesús (...) fue llevado por el Espíritu al desierto, y tentado allí
por el diablo durante cuarenta días» (Lc 4, 1-2). Antes de comenzar su
actividad pública, Jesús, llevado por el Espíritu Santo, se retira al desierto durante
cuarenta días. Allí, como leemos hoy en el Evangelio, el diablo lo pone a
prueba, presentándole tres tentaciones comunes en la vida de todo hombre: el
atractivo de los bienes materiales, la seducción del poder humano y la
presunción de someter a Dios a los propios intereses.
La lucha victoriosa de Jesús contra el tentador no termina con los días
pasados en el desierto; continúa durante los años de su vida pública y culmina
en los acontecimientos dramáticos de la Semana Santa. Precisamente con su muerte
en la Cruz, el Redentor triunfa definitivamente sobre el mal, liberando a la
humanidad del pecado y reconciliándola con Dios. Parece que San Lucas quiere
anunciar, ya desde el comienzo, el cumplimiento de la salvación en el Gólgota.
En efecto, concluye la narración de las tentaciones mencionando a Jerusalén,
donde precisamente se sellará la victoria pascual de Jesús.
La escena de las tentaciones de Cristo en el desierto se renueva cada
año al comienzo de la Cuaresma. La liturgia invita a los creyentes a entrar con
Jesús en el desierto y a seguirlo en el típico itinerario penitencial de este
tiempo cuaresmal, que ha comenzado el miércoles pasado con el austero rito de
la ceniza.
«Si tus labios profesan que Jesús es el Señor, y tu corazón cree que
Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás» (Rm 10, 9). Las palabras del apóstol Pablo, que acabamos
de escuchar, ilustran bien el estilo y las modalidades de nuestra peregrinación
cuaresmal. ¿Qué es la penitencia sino un regreso humilde y sincero a las
fuentes de la fe, rechazando prontamente la tentación y el pecado, e
intensificando la intimidad con el Señor en la oración?
En efecto, sólo Cristo puede liberar al hombre de lo que lo hace
esclavo del mal y del egoísmo: de la búsqueda ansiosa de los bienes materiales,
de la sed de poder y dominio sobre los demás y sobre las cosas, de la ilusión
del éxito fácil, y del frenesí del consumismo y el hedonismo que, en
definitiva, perjudican al ser humano.
Queridos hermanos y hermanas, esto es lo que nos pide claramente el
Señor para entrar en el clima auténtico de la Cuaresma. Quiere que en el
desierto de estos cuarenta días aprendamos a afrontar al enemigo de nuestras
almas, a la luz de su palabra de salvación. Pidamos al Espíritu Santo que
vivifique nuestra oración, para que estemos dispuestos a afrontar con valentía
la incesante lucha de vencer el mal con el bien.
«Entonces clamamos al Señor (...), y el Señor escuchó nuestra voz» (Dt
26, 7). La profesión de fe del pueblo de Israel, narrada en la primera lectura,
presenta el elemento fundamental alrededor del cual gira toda la tradición del
Antiguo Testamento: la liberación de la esclavitud de Egipto y el nacimiento
del pueblo elegido.
La Pascua de la antigua Alianza constituye la preparación y el anuncio
de la Pascua definitiva, en la que se inmolará el Cordero que quita el pecado
del mundo.
Queridos hermanos y hermanas, al comienzo del itinerario cuaresmal
volvemos a las raíces de nuestra fe para prepararnos, con la oración, la
penitencia, el ayuno y la caridad, a participar con corazón renovado
interiormente en la Pascua de Cristo.
San Juan Pablo II
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