Cada año, el Jueves Santo, al comienzo del triduo
sacro, nos reúne en el Cenáculo, donde celebramos el memorial de la Última
Cena. Y éste precisamente sería el día más adecuado a fin de meditar con
veneración todo lo que es para la Iglesia la Eucaristía, el Sacramento del
Cuerpo y de la Sangre del Señor.
Pero se ha demostrado en el curso de la historia que
este día más adecuado, único, no basta. Está, además, insertado orgánicamente
en el conjunto del recuerdo pascual; toda la Pasión, Muerte y Resurrección
ocupan entonces nuestros pensamientos y nuestros corazones. No podemos decir,
pues, de la Eucaristía todo aquello de lo que están colmados nuestros
corazones.
Por esto, desde la Edad Media, y precisamente desde
1264, la necesidad de la adoración, al mismo tiempo litúrgica y pública del
Santísimo Sacramento ha encontrado su expresión en una Solemnidad aparte, que
la Iglesia celebra el primer jueves después del Domingo de la Santísima
Trinidad: la Fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo (N. de R. : pasa del
jueves al domingo siguiente)
La Eucaristía nos acerca a Dios de modo único. Y es el
Sacramento de su cercanía en relación con el hombre. Dios en la Eucaristía es
precisamente este Dios que ha querido entrar en la historia del hombre. Ha
querido aceptar la humanidad misma. Ha querido hacerse hombre. El Sacramento
del Cuerpo y de la Sangre nos recuerda continuamente su Divina Humanidad.
Es el Sacramento del descenso de Dios hacia el hombre,
del acercamiento a todo lo que es humano. Es el Sacramento de la divina
"condescendencia". La Eucaristía, Sacramento del Cuerpo y de la
Sangre, nos recuerda sobre todo la muerte, que Cristo sufrió en la Cruz; la
recuerda y, en cierto modo, es decir, incruento, renueva su realidad histórica.
Lo testifican las palabras pronunciadas en el Cenáculo
separadamente sobre el pan y sobre el vino, las palabras que, en la institución
de Cristo, realizan el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre; el sacramento de
la muerte, que fue sacrificio expiatorio. El sacramento de la muerte, en el que
se expresa toda la potencia del Amor. El sacramento de la muerte, que consistió
en dar la vida para reconquistar la plenitud de la vida. "Come la vida,
bebe la vida: tendrás la vida, y es la vida total" (San Agustín)
La Eucaristía es el Sacramento de la comunión. Cristo
se da a Sí mismo a cada uno de nosotros, que lo recibimos bajo las especies
eucarísticas. Se da a Sí mismo a cada uno de nosotros que comemos el manjar
eucarístico y bebemos la bebida eucarística. Este comer es signo de la
comunión. Es signo de la unión espiritual, en la que el hombre recibe a Cristo,
se le ofrece la participación en su Espíritu, encuentra de nuevo en Él
particularmente íntima la relación con el Padre: siente particularmente cercano
el acceso a Él.
Nos acercamos a la comunión eucarística, recitando
antes el "Padrenuestro". La comunión es un vínculo bilateral. Nos
conviene decir, pues, que no sólo recibimos a Cristo, no sólo lo recibe cada
uno de nosotros en este signo eucarístico, sino que también Cristo nos recibe a
cada uno de nosotros. Por así decirlo, Él acepta siempre en este Sacramento al
hombre, lo hace Su amigo, tal como dijo en el Cenáculo: "Vosotros sois Mis
amigos" (Jn 15, 14).
San Juan Pablo II
Audiencia general del miércoles, 13 de junio de 1979
(extracto)
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