¡Qué elocuente es esta parábola! Porque aunque Jesús sitúe el relato en
el camino de Jerusalén a Jericó, en Tierra Santa, la situación puede repetirse
en cualquier sitio del mundo, ¡también aquí! Y ciertamente, se habrá repetido
más de una vez.
Cristo – el Buen samaritano por excelencia que cargó sobre Sí nuestros
dolores – seguirá actuando a través de todos los cristianos. No a través de
unos pocos, sino a través de todos, porque todos estamos llamados a una
vocación de servicio. Esta vocación de servicio, que abarca todas las
dimensiones de la existencia humana, encuentra su cauce adecuado y fecundo en
la realización de cualquier trabajo honrado. Sin embargo, para algunos, esta
misión de servicio reúne unas características singulares. Su trabajo les lleva
a estar cerca de los que sufren, asumiendo los problemas de la salud,
procurando aliviar el dolor que llega hasta ellos, adoptando continuamente la
actitud del buen samaritano.
La parábola del buen samaritano, que – como hemos dicho – pertenece al
Evangelio del sufrimiento, camina con él a lo largo de la historia de la
Iglesia y del cristianismo; a lo largo de la historia del hombre y de la
humanidad. Testimonia que la revelación por parte de Cristo del sentido salvífico
del sufrimiento no se identifica de ningún modo con una actitud de pasividad.
Es todo lo contrario. El Evangelio es la negación de la pasividad ante el
sufrimiento. El mismo Cristo, en este aspecto, es sobre todo activo.
Tomado del libro:
“La vida de Jesucristo en la predicación
de Juan Pablo II”
Selección de textos por Pedro Beteta
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