«La luz brilla en las tinieblas,
pero las tinieblas no
la acogieron»
(Jn 1, 5).
Toda la liturgia habla hoy de la luz de Cristo, de la
luz que se encendió en la noche santa. La misma luz que guió a los pastores
hasta el portal de Belén indicó el camino, el día de la Epifanía, a los Magos
que fueron desde Oriente para adorar al Rey de los judíos, y resplandece para
todos los hombres y todos los pueblos que anhelan encontrar a Dios.
En su búsqueda espiritual, el ser humano ya dispone
naturalmente de una luz que lo guía: es la razón, gracias a la cual puede
orientarse, aunque a tientas (cf. Hch 17, 27), hacia su Creador. Pero, dado que
es fácil perder el camino, Dios mismo vino en su ayuda con la luz de la
revelación, que alcanzó su plenitud en la encarnación del Verbo, Palabra eterna
de verdad.
La Epifanía celebra la aparición en el mundo de esta
luz divina, con la que Dios salió al encuentro de la débil luz de la razón
humana. Así, en la solemnidad de hoy, se propone la íntima relación que existe
entre la razón y la fe, las dos alas de que dispone el espíritu humano para
elevarse hacia la contemplación de la verdad, como recordé en la reciente
encíclica Fides et ratio.
Cristo no es sólo luz que ilumina el camino del
hombre. También se ha hecho camino para sus pasos inciertos hacia Dios, fuente
de vida. Un día dijo a los Apóstoles: «Yo soy el camino, la verdad y la vida.
Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi
Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto» (Jn 14, 6-7). Y ante la
objeción de Felipe añadió: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre. (...) Yo
estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14, 9.1 1). La epifanía del Hijo
es la epifanía del Padre.
¿No es éste, en definitiva, el objetivo de la venida
de Cristo al mundo? El mismo afirmó que había venido para «dar a conocer al
Padre», para «explicar» a los hombres quién es Dios y para revelar su rostro,
su «nombre» (cf. Jn 17, 6). La vida eterna consiste en el encuentro con el
Padre (cf. Jn 17, 3). Por eso ¡cuán oportuna es esta reflexión, especialmente
durante el año dedicado al Padre!
La Iglesia prolonga en los siglos la misión de su
Señor: su compromiso principal consiste en dar a conocer a todos los hombres el
rostro del Padre, reflejando la luz de Cristo, Lumen gentium, luz de amor, de
verdad y de paz. Para esto el divino Maestro envió al mundo a los Apóstoles, y
envía continuamente, con el mismo Espíritu, a los obispos, sus sucesores.
Conscientes de esta tarea apostólica y misionera, que
compete a todo el pueblo cristiano, pero especialmente a cuantos el Espíritu
Santo ha puesto como obispos para pastorear la Iglesia de Dios (cf. Hch 20,
28), vamos como peregrinos a Belén, a fin de unirnos a los Magos de Oriente,
mientras ofrecen dones al Rey recién nacido.
Pero el verdadero don es él: Jesús, el don de Dios al
mundo. Debemos acogerlo a él, para llevarlo a cuantos encontremos en nuestro
camino. Él es para todos la epifanía, la manifestación de Dios, esperanza del
hombre, de Dios, liberación del hombre, de Dios, salvación del hombre.
Cristo nació en Belén por nosotros. Venid, adorémoslo.
Amén.
Homilía de S.S. Juan Pablo II en la Solemnidad de la
Epifanía del Señor
6 de enero de
1999
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