"El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45).
Estas palabras del Señor, amadísimos hermanos y hermanas, resuenan como buena nueva para toda la humanidad y como programa de vida para la Iglesia y para cada cristiano.
Estas palabras constituyen la autopresentación del Maestro divino. Jesús afirma de sí mismo que vino para servir y que precisamente en el servicio y en la entrega total de sí hasta la cruz revela el amor del Padre. Su rostro de "siervo" no disminuye su grandeza divina; más bien, la ilumina con una nueva luz.
El compromiso misionero brota como fuego de amor de la contemplación de Jesús y del atractivo que posee. El cristiano que ha contemplado a Jesucristo no puede menos de sentirse arrebatado por su esplendor (cf. Vita consecrata, 14) y testimoniar su fe en Cristo, único Salvador del hombre. ¡Qué gran gracia es esta fe que hemos recibido como don de lo alto, sin ningún mérito por nuestra parte! (cf. Redemptoris missio, 11).
Esta gracia se transforma, a su vez, en fuente de responsabilidad. Es una gracia que nos convierte en heraldos y apóstoles: precisamente por eso decía yo en la encíclica Redemptoris missio que "la misión es un problema de fe, es el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros" (n. 11). Y también: "El misionero, si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble" (ib., 91).
Fijando nuestra mirada en Jesús, el misionero del Padre y el sumo sacerdote, el autor y perfeccionador de nuestra fe (cf. Hb 3, 1; 12, 2), es como aprendemos el sentido y el estilo de la misión.
Él no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida por todos. Siguiendo las huellas de Cristo, la entrega de sí a todos los hombres constituye un imperativo fundamental para la Iglesia y a la vez una indicación de método para su misión.
Entregarse significa, ante todo, reconocer al otro en su valor y en sus necesidades. "La actitud misionera comienza siempre con un sentimiento de profunda estima frente a lo que "en el hombre había", por lo que él mismo, en lo íntimo de su espíritu, ha elaborado respecto a los problemas más profundos e importantes; se trata de respeto por todo lo que en él ha obrado el Espíritu, que "sopla donde quiere"" (Redemptor hominis, 12).
La Iglesia quiere anunciar a Jesús, el Cristo, hijo de María, siguiendo el camino que Cristo mismo recorrió: el servicio, la pobreza, la humildad y la cruz. La palabra de Cristo traza una neta línea de división entre el espíritu de dominio y el de servicio. Para un discípulo de Cristo ser el primero significa ser "servidor de todos".
Y aquí mi pensamiento va a los numerosos misioneros que, día tras día, en silencio y sin el apoyo de fuerzas humanas, anuncian y, antes aún, testimonian su amor a Jesús, a menudo hasta dar su vida. ¡Qué espectáculo contemplan los ojos del corazón! ¡Cuántos hermanos y hermanas consumen generosamente sus energías en las avanzadillas del reino de Dios! Son obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, que nos representan a Cristo, lo muestran concretamente como Señor que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida por amor al Padre y a los hermanos. A todos va mi aprecio y mi gratitud, así como un afectuoso estímulo a perseverar con confianza. ¡Ánimo, hermanos y hermanas: Cristo está con vosotros!
Pero todo el pueblo de Dios debe colaborar con quienes trabajan en la vanguardia de la misión "ad gentes", dando cada uno su contribución, como intuyeron y subrayaron muy bien los fundadores de las Obras misionales pontificias: todos pueden y deben participar en la evangelización, incluso los niños, incluso los enfermos, incluso los pobres con su óbolo, como el de la viuda cuyo ejemplo señaló Jesús (cf. Lc 21, 1-4). La misión es obra de todo el pueblo de Dios, cada uno en la vocación a la que ha sido llamado por la Providencia.
A la Reina de la paz, Reina de las misiones y Estrella de la evangelización le pedimos el don de la paz. Invocamos su maternal protección sobre todos los que generosamente colaboran en la difusión del nombre y del mensaje de Jesús. Que ella nos obtenga una fe tan viva y ardiente que haga resonar con fuerza renovada a los hombres de nuestro tiempo la proclamación de la verdad de Cristo, único Salvador del mundo.
Al final deseo recordar las palabras que pronuncié, hace veintidós años, en esta misma plaza. "¡No tengáis miedo! Abrid las puertas a Cristo!".
Jornada Mundial de las Misiones
22 de octubre de 2000
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