domingo, 26 de noviembre de 2023

¡Venga tu Reino!

Amadísimos hermanos y hermanas, la liturgia de hoy nos recuerda que la verdad sobre Cristo Rey constituye el cumplimiento de las profecías de la antigua alianza.
 
El profeta Daniel anuncia la venida del Hijo del hombre, a quien dieron "poder real, gloria y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin" (Dn 7, 14). Sabemos bien que todo esto encontró su perfecto cumplimiento en Cristo, en su Pascua de muerte y de resurrección.
 
La solemnidad de Cristo, Rey del universo, nos invita a repetir con fe la invocación del Padre nuestro, que Jesús mismo nos enseñó: "Venga tu reino".
 
¡Venga tu reino, Señor! "Reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz".
 
Hemos escuchado en el evangelio la pregunta que Poncio Pilato hace a Jesús: "¿Eres tú el rey de los judíos?" (Jn 18, 33). Jesús responde, preguntando a su vez: "¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?" (Jn 18, 34). Y Pilato replica: "¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí: ¿qué has hecho?" (Jn 18, 35).
 
En este momento del diálogo, Cristo afirma: "Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí" (Jn 18, 36).
 
Ahora todo es claro y transparente. Frente a la acusación de los sacerdotes, Jesús revela que se trata de otro tipo de realeza, una realeza divina y espiritual. Pilato le pide una confirmación: "Conque, ¿tú eres rey?" (Jn 18, 37). Aquí Jesús, excluyendo cualquier interpretación errónea de su dignidad real, indica la verdadera: "Soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz" (Jn 18, 37).
 
Él no es rey como lo entendían los representantes del Sanedrín, pues no aspira a ningún poder político en Israel. Por el contrario, su reino va más allá de los confines de Palestina. Todos los que son de la verdad escuchan su voz (cf. Jn 18 37), y lo reconocen como rey. Este es el ámbito universal del reino de Cristo y su dimensión espiritual.
 
La solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, nos invita a repetir con fe: "¡Venga tu Reino!"
 
San Juan Pablo II
(Extracto de la homilía en la celebración de 1997)

domingo, 12 de noviembre de 2023

Consagración de Argentina a la Virgen de Luján por San Juan Pablo II

1. ¡Dios te salve, María, llena de gracia, Madre del Redentor!
Ante tu imagen de la Pura y Limpia Concepción, Virgen de Luján, Patrona de Argentina, me postro en este día aquí, en Buenos Aires, con todos los hijos de esta patria querida, cuyas miradas y cuyos corazones convergen hacia Ti; con todos los jóvenes de Latinoamérica que agradecen tus desvelos maternales, prodigados sin cesar en la evangelización del continente en su pasado, presente y futuro; con todos los jóvenes del mundo, congregados espiritualmente aquí, por un compromiso de fe y de amor; para ser testigos de Cristo tu Hijo en el tercer milenio de la historia cristiana, iluminados por tu ejemplo, joven Virgen de Nazaret, que abriste las puertas de la historia al Redentor del hombre, con tu fe en la Palabra, con tu cooperación maternal.
 
2. ¡Dichosa tú porque has creído!
En el día del triunfo de Jesús, que hace su entrada en Jerusalén manso y humilde, aclamado como Rey por los sencillos, te aclamamos también a Ti, que sobresales entre los humildes y pobres del Señor; son éstos los que confían contigo en sus promesas, y esperan de Él la salvación. Te invocamos como Virgen fiel y Madre amorosa, Virgen del Calvario y de la Pascua, modelo de la fe y de la caridad de la Iglesia, unida siempre, como Tú, en la cruz y en la gloria, a su Señor.
 
3. ¡Madre de Cristo y Madre de la Iglesia!
Te acogemos en nuestro corazón, como herencia preciosa que Jesús nos confió desde la cruz. Y en cuanto discípulos de tu Hijo, nos confiamos sin reservas a tu solicitud porque eres la Madre del Redentor y Madre de los redimidos.
Te encomiendo y te consagro, Virgen de Luján, la patria argentina, pacificada y reconciliada, las esperanzas y anhelos de este pueblo, la Iglesia con sus Pastores y sus fieles, las familias para que crezcan en santidad, los jóvenes para que encuentren la plenitud de su vocación, humana y cristiana, en una sociedad que cultive sin desfallecimiento los valores del espíritu.
Te encomiendo a todos los que sufren, a los pobres, a los enfermos, a los marginados; a los que la violencia separó para siempre de nuestra compañía, pero permanecen presentes ante el Señor de la historia y son hijos tuyos, Virgen de Luján, Madre de la Vida.
Haz que Argentina entera sea fiel al Evangelio, y abra de par en par su corazón a Cristo, el Redentor del hombre, la Esperanza de la humanidad.
 
4. ¡Dios te salve, Virgen de la Esperanza!
Te encomiendo a todos los jóvenes del mundo, esperanza de la Iglesia y de sus Pastores; evangelizadores del tercer milenio, testigos de la fe y del amor de Cristo en nuestra sociedad y entre la juventud.
Haz que, con la ayuda de la gracia, sean capaces de responder, como Tú, a las promesas de Cristo, con una entrega generosa y una colaboración fiel.
Haz que, como Tú, sepan interpretar los anhelos de la humanidad; para que sean presencia saladora en nuestro mundo Aquel que, por tu amor de Madre, es para siempre el Emmanuel, el Dios con nosotros, y por la victoria de su cruz y de su resurrección está ya para siempre con nosotros, hasta el final de los tiempos.
Amén.
 
San Juan Pablo II
Buenos Aires, Argentina
Domingo 12 de abril de 1987

domingo, 5 de noviembre de 2023

¡Caminemos con esperanza!

¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por amor al hombre, realiza también hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para verla y, sobre todo, tener un gran corazón para convertirnos nosotros mismos en sus instrumentos. ¿No ha sido quizás para tomar contacto con este manantial vivo de nuestra esperanza, por lo que hemos celebrado el Año jubilar?
 
El Cristo contemplado y amado ahora nos invita una vez más a ponernos en camino: «Id pues y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). El mandato misionero nos introduce en el tercer milenio invitándonos a tener el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos. Para ello podemos contar con la fuerza del mismo Espíritu, que fue enviado en Pentecostés y que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza « que no defrauda » (Rm 5,5).
 
¡Caminemos con esperanza! Nuestra andadura, al principio de este nuevo siglo, debe hacerse más rápida al recorrer los senderos del mundo. Los caminos, por los que cada uno de nosotros y cada una de nuestras Iglesias camina, son muchos, pero no hay distancias entre quienes están unidos por la única comunión, la comunión que cada día se nutre de la mesa del Pan Eucarístico y de la Palabra de Vida. Cristo Resucitado nos convoca cada Domingo como en el Cenáculo, donde al atardecer del día «primero de la semana» (Jn 20,19) se presentó a los suyos para «exhalar» sobre de ellos el don vivificante del Espíritu e iniciarlos en la gran aventura de la evangelización.
 
¡Caminemos con esperanza! Nos acompaña en este camino la Santísima Virgen, a la que hace algunos meses, junto con muchos Obispos llegados a Roma desde todas las partes del mundo, he confiado el tercer milenio. Muchas veces en estos años la he presentado e invocado como «Estrella de la nueva evangelización». La indico aún como aurora luminosa y guía segura de nuestro camino. «Mujer, he aquí tus hijos», le repito, evocando la voz misma de Jesús (cf. Jn 19,26), y haciéndome voz, ante Ella, del cariño filial de toda la Iglesia.
 
Que Jesús Resucitado, que también nos acompaña en nuestro camino, dejándose reconocer como a los discípulos de Emaús «al partir el pan» (Lc 24,30), nos encuentre vigilantes y preparados para reconocer su Rostro y correr hacia nuestros hermanos, para llevarles el gran anuncio:«¡Hemos visto al Señor!» (Jn 20,25).
 
San Juan Pablo II
Enero de 2001