sábado, 31 de marzo de 2012

Meditaciones del Domingo de Ramos


El pensamiento se centra hoy, al comienzo de la Semana Santa, en el Calvario, donde estaba junto a la Cruz de Jesús la Madre, y también un joven, Juan, el discípulo al que amaba Jesús, el discípulo que en la última Cena reclinó la cabeza sobre el pecho del Señor, "sacando de su seno los secretos de la sabiduría y los misterios de la piedad". Él escribió y entregó a la Iglesia lo que los otros Evangelistas no dijeron: "Estaba junto a la Cruz de Jesús su Madre".

El largo, silencioso itinerario de la Virgen, que se inició con el "Fiat" gozoso de Nazaret y se cubrió de oscuros presagios en la presentación del Primogénito en el templo, encontró en el Calvario su coronamiento salvífico. "La Madre miraba con ojos de piedad las llagas del Hijo, de quien sabía que había de venir la redención del mundo". Crucificada con el Hijo crucificado, contemplaba con angustia de Madre y con heroica fe de discípula, la muerte de su Dios; "consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella; misma había engendrado" para ese Sacrificio. Entonces pronunció su último "Fiat", cumpliendo la Voluntad del Padre en favor nuestro y acogiéndonos a todos como a hijos, en virtud del testamento de Cristo: "Mujer, he ahí a tu hijo".

"He ahí a tu Madre", dijo Jesús al discípulo; "y desde aquella hora el discípulo la recibía en su casa": el discípulo acogió a la Virgen Madre como su luz, su tesoro, su bien, como el don más querido heredado del Señor. Y la amó tiernamente con corazón de hijo. "Por esto, no me maravillo -escribe Ambrosio- de que haya narrado los divinos misterios mejor que los otros aquel que tuvo junto a sí a la morada de los misterios celestes".

Acoged a María Santísima en vuestro corazón y en vuestra vida: que sea Ella la idea inspiradora de vuestra fe, la estrella luminosa de vuestro camino pascual, para construir un mundo nuevo en la luz del Resucitado, esperando la Pascua eterna del Reino.

Beato Juan Pablo II. 
Ángelus. 15 de abril de 1984


Oh María, Tú que has recorrido
el camino de la Cruz junto con tu Hijo,
quebrantada por el dolor en tu Corazón de madre,
pero recordando siempre el "fiat"
e íntimamente confiada en que Aquél
para quien nada es imposible
cumpliría sus promesas,
suplica para nosotros
y para los hombres de las generaciones futuras
la gracia del abandono en el Amor de Dios.
Haz que, ante el sufrimiento, el rechazo y la prueba,
por dura y larga que sea,
jamás dudemos de su Amor.
A Jesús, tu Hijo,
todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.
R/.Amén.

Beato Juan Pablo II
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miércoles, 28 de marzo de 2012

Oración por la vida

Oh, María aurora del mundo nuevo, Madre de los vivientes a Ti confiamos la causa de la vida; mira Madre, el número inmenso de niños a quienes se les impide nacer, de pobres a quienes se les hace difícil vivir, de hombres y mujeres víctimas de violencia inhumana, de ancianos y enfermos muertos a causa de la indiferencia o de una presunta piedad.

Haz que quienes creen en tu Hijo sepan anunciar con firmeza y amor a los hombres de nuestro tiempo, el Evangelio de la vida. Alcánzales la gracia de acogerlo como don siempre nuevo, la alegría de celebrarlo con gratitud durante toda su existencia y la valentía de testimoniarlo con solícita constancia, para construir, junto con todos los hombres de buena voluntad, la civilización de la verdad y del amor, para alabanza y gloria de Dios Creador y amante de la vida.

Beato Juan Pablo II
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domingo, 25 de marzo de 2012

Quisiéramos ver a Jesús

"En el Evangelio del quinto Domingo de Cuaresma, Jesús explica el sentido de su muerte sirviéndose de la imagen del grano de trigo que, muriendo, da fruto (cf. Jn 12, 24). La ocasión para esta reflexión se la ofrece el hecho de que, entre la multitud que fue a recibirlo mientras se acercaba a Jerusalén, había también extranjeros, precisamente algunos griegos, que manifestaron a los Apóstoles su deseo de verlo: «Quisiéramos ver a Jesús» (Jn 12, 21). Con estas palabras, se hacen en cierto modo portavoces de toda la humanidad, destacando el valor universal de la salvación ofrecida por Jesús.

¡Quisiéramos ver a Jesús! Este es el grito que la humanidad dirige también hoy a los discípulos de Cristo, pidiéndoles que muestren, con su vida y sus obras, el rostro divino. Lo acogemos con emoción, sabiendo que, como dice el apóstol Pablo, llevamos un tesoro en «recipientes de barro» (2 Co 4, 7). No ignoramos que la historia cristiana, aunque es tan rica en santidad, muestra también mucha fragilidad humana.

El Concilio ha observado que, con frecuencia, precisamente la incoherencia de los creyentes constituye un obstáculo en el camino de cuantos buscan al Señor (cf. Gaudium et spes, 19). Por esta razón, el camino de la Iglesia tiene que ser un serio itinerario de conversión, un esfuerzo de renovación personal y comunitaria a la luz del Evangelio...Cuanto más se refleje Cristo en nuestra vida, tanto más mostrará la atracción irresistible que Él mismo anunció hablando de su muerte en la cruz: «Cuando Yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia Mí» (Jn 12, 32)"

Hoy oímos que el Señor Jesús preanuncia su muerte. Este es ya el V domingo de Cuaresma; estamos muy próximos a la Semana Santa, al triduo sacro que nos recordará nuevamente de modo particular su pasión, muerte y resurrección. Por esto las palabras con que el Señor anuncia su fin ya cercano hablan de la gloria: «Es llegada la hora en que el Hijo del hombre será glorificado... Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré?... Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12, 23. 27-28). Y finalmente pronuncia las palabras que manifiestan tan profundamente el misterio de la muerte redentora: «Ahora es el juicio de este mundo... Y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todos a mí» (Jn 12, 31-32). Esta elevación de Cristo sobre la tierra es anterior a la elevación en la gloria: elevación sobre el leño de la cruz, elevación de martirio, elevación de muerte.

Jesús preanuncia su muerte también en estas palabras misteriosas: «En verdad, en verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto» (Jn 12, 24). Su muerte es prenda de la vida, es la fuente de la vida para todos nosotros. El Padre Eterno preordinó esta muerte en el orden de la gracia y de la salvación, igual que está establecida, en el orden de la naturaleza, la muerte del grano de trigo bajo la tierra, para que pueda despuntar la espiga dando fruto abundante. El hombre después se alimenta de este fruto que se hace pan cotidiano. También el sacrificio realizado en la muerte de Cristo se hace comida de nuestras almas bajo las apariencias de pan.

Preparémonos a vivir la Semana Santa, el triduo sacro, la muerte y la resurrección. Aceptemos esta vida cuya fuente es su sacrifico. Vivamos esta vida alimentándonos con la comida del Cuerpo y la Sangre del Redentor, crezcamos en ella para alcanzar la vida eterna.

Beato Juan Pablo II
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sábado, 17 de marzo de 2012

Dios Padre da su Hijo al mundo

«Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna»
Estas palabras, pronunciadas por Cristo en el coloquio con Nicodemo, nos introducen al centro mismo de la acción salvífica de Dios. Salvación significa liberación del mal, y por ello está en estrecha relación con el problema del sufrimiento. Según las palabras dirigidas a Nicodemo, Dios da su Hijo al «mundo» para librar al hombre del mal, que lleva en sí la definitiva y absoluta perspectiva del sufrimiento. Contemporáneamente, la misma palabra «da» («dio») indica que esta liberación debe ser realizada por el Hijo unigénito mediante su propio sufrimiento. Y en ello se manifiesta el Amor, el Amor infinito, tanto de ese Hijo unigénito como del Padre, que por eso «da» a su Hijo. Este es el Amor hacia el hombre, el Amor por el « mundo»: el Amor salvífico.

El hombre «muere», cuando pierde «la vida eterna». Lo contrario de la salvación no es, pues, solamente el sufrimiento temporal, cualquier sufrimiento, sino el sufrimiento definitivo: la pérdida de la vida eterna, el ser rechazados por Dios, la condenación. El Hijo unigénito ha sido dado a la humanidad para proteger al hombre, ante todo, de este mal definitivo y del sufrimiento definitivo. En su misión salvífica Él debe, por tanto, tocar el mal en sus mismas raíces transcendentales, en las que éste se desarrolla en la historia del hombre. Estas raíces transcendentales del mal están fijadas en el pecado y en la muerte: en efecto, éstas se encuentran en la base de la pérdida de la vida eterna. La misión del Hijo unigénito consiste en vencer el pecado y la muerte. Él vence el pecado con su obediencia hasta la muerte, y vence la muerte con su Resurrección.

Cuando se dice que Cristo con su misión toca el mal en sus mismas raíces, nosotros pensamos no sólo en el mal y el sufrimiento definitivo, escatológico (para que el hombre «no muera, sino que tenga la vida eterna »), sino también —al menos indirectamente— en el mal y el sufrimiento en su dimensión temporal e histórica. El mal, en efecto, está vinculado al pecado y a la muerte. Y aunque se debe juzgar con gran cautela el sufrimiento del hombre como consecuencia de pecados concretos (esto indica precisamente el ejemplo del justo Job), sin embargo, éste no puede separarse del pecado de origen, de lo que en San Juan se llama « el pecado del mundo», del trasfondo pecaminoso de las acciones personales y de los procesos sociales en la historia del hombre. Si no es lícito aplicar aquí el criterio restringido de la dependencia directa (como hacían los tres amigos de Job), sin embargo no se puede ni siquiera renunciar al criterio de que, en la base de los sufrimientos humanos, hay una implicación múltiple con el pecado.

De modo parecido sucede cuando se trata de la muerte. Esta muchas veces es esperada incluso como una liberación de los sufrimientos de esta vida. Al mismo tiempo, no es posible dejar de reconocer que ella constituye casi una síntesis definitiva de la acción destructora tanto en el organismo corpóreo como en la psique. Pero ante todo la muerte comporta la disociación de toda la personalidad psicofísica del hombre. El alma sobrevive y subsiste separada del cuerpo, mientras el cuerpo es sometido a una gradual descomposición según las palabras de Dios, pronunciadas después del pecado cometido por el hombre al comienzo de su historia terrena: «Polvo eres, y al polvo volverás». Aunque la muerte no es pues un sufrimiento en el sentido temporal de la palabra, aunque en un cierto modo se encuentra más allá de todos los sufrimientos, el mal que el ser humano experimenta contemporáneamente con ella, tiene un carácter definitivo y totalizante. Con su obra salvífica el Hijo unigénito libera al hombre del pecado y de la muerte. Ante todo Él borra de la historia del hombre el dominio del pecado, que se ha radicado bajo la influencia del espíritu maligno, partiendo del pecado original, y da luego al hombre la posibilidad de vivir en la gracia santificante. En línea con la victoria sobre el pecado, Él quita también el dominio de la muerte, abriendo con su Resurrección el camino a la futura resurrección de los cuerpos. Una y otra son condiciones esenciales de la «vida eterna», es decir, de la felicidad definitiva del hombre en unión con Dios; esto quiere decir, para los salvados, que en la perspectiva escatológica el sufrimiento es totalmente cancelado.

Como resultado de la obra salvífica de Cristo, el hombre existe sobre la tierra con la esperanza de la vida y de la santidad eternas. Y aunque la victoria sobre el pecado y la muerte, conseguida por Cristo con su Cruz y Resurrección no suprime los sufrimientos temporales de la vida humana, ni libera del sufrimiento toda la dimensión histórica de la existencia humana, sin embargo, sobre toda esa dimensión y sobre cada sufrimiento esta victoria proyecta una luz nueva, que es la luz de la salvación. Es la luz del Evangelio, es decir, de la Buena Nueva.

En el centro de esta luz se encuentra la verdad propuesta en el coloquio con Nicodemo: «Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo». Esta verdad cambia radicalmente el cuadro de la historia del hombre y su situación terrena. A pesar del pecado que se ha enraizado en esta historia como herencia original, como «pecado del mundo » y como suma de los pecados personales, Dios Padre ha amado a su Hijo unigénito, es decir, lo ama de manera duradera; y luego, precisamente por este amor que supera todo, Él «entrega» este Hijo, a fin de que toque las raíces mismas del mal humano y así se aproxime de manera salvífica al mundo entero del sufrimiento, del que el hombre es partícipe

Beato Juan Pablo II
Carta Apostólica Salvifici Doloris -extracto-
Fuente: El Camino de María
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miércoles, 14 de marzo de 2012

"No tengáis miedo"

"No tengáis miedo" fueron las primeras palabras que Juan Pablo II lanzó al mundo entero desde la Plaza de San Pedro, cuando inauguró su pontificado, el 22 de octubre de 1978. Esas palabras recorrieron, como una melodía, todo su trabajo como Vicario de Cristo, hasta su muerte santa en el 2005.

"No tengáis miedo a la verdad de vosotros mismos"; es decir, el Papa propuso superar el miedo "del hombre y de lo que ha creado": "¡no tengáis miedo de vosotros mismos!".

Desde el inicio hasta el fin de su pontificado el Papa exhortó a confiar en el hombre, desde la humilde aceptación de su contingencia y de su pecado, dirigiendo la mirada al único horizonte de esperanza: Jesucristo.

Jesucristo es el vencedor del mal y del pecado, el Autor de una nueva creación y de una humanidad reconciliada por su Muerte y Resurrección.

"¡No tengáis miedo a abrir de par en par las puertas a Cristo!" Esta expresión es, posiblemente, uno de los gritos más esperanzadores y revolucionarios del mundo contemporáneo, que se debate entre la angustia y los miedos hacia los monstruos que él mismo ha creado: la guerra, la cultura de la muerte, la pérdida de la dignidad humana...
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domingo, 11 de marzo de 2012

Ruega por nosotros

Desde el profundo azul de tu mirada,
se desbordaba el cielo, en llamaradas
de amor y paz, que el Señor sembró en tus manos,
siembra, que con tu vida derramaste
con la fuerza universal de los océanos.
La fervorosa juventud te aclamaba
dándote su corazón como estandarte de fe,
peregrinando sobre las huellas de tus pasos,
profundas huellas bendecidas con tu sangre.
El egoísmo del mundo que tanto amabas,
venció tu paternal y augusta espalda.
Siempre delante de ti la Cruz Sagrada,
proclamando el Evangelio con tu Cruz y tu Rosario
y esa gran sabiduría que fluía de tus palabras,
dando con ellas el alma que de a poco se elevaba,
hacia ese mágico azul que se llevó tu mirada.
Fuiste un gran hombre, un justo, fuiste Santo en mi morada
tan llena de indiferencia, de soberbia y de pecados.
Haz que esa bella luz que desde el cielo irradias
alumbre la ceguera del caído en tu rebaño.
Haznos escuchar tu voz, llámanos tú Padre Santo,
no permitas que nos falte ese amor que derramabas.
Apóstol peregrino de los caminos de Dios;
amabas pobres y ricos, pecadores como justos;
tu bondad fue testimonio de inolvidable perdón,
como aquél perdón de Cristo perdonando a su verdugo.
Ya te ganaste en la tierra tu gloriosa santidad;
eres remanso, eres vida, por toda la eternidad.
Fuiste soldado del cielo cumpliendo tu gran misión,
a nuestra Madre llevabas muy dentro del corazón;
Fue tu Reina, la elegida de tu más bella oración.
¡Amadísimo discípulo de Cristo Juan Pablo II
ruega por nosotros, ruega por el mundo!
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Mary Deliberto de De Aurelli
Junín – Mendoza - Argentina
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miércoles, 7 de marzo de 2012

El ayuno penitencial en Cuaresma

«¡Proclamad el ayuno!» (Jl 1,14).  La práctica de la Cuaresma, determinada por Pablo VI en la Constitución Poenitemini, está notablemente mitigada respecto a la de tiempos pasados. En esta materia, el Papa dejó mucho a la decisión de las Conferencias Episcopales de cada país, a las que corresponde, por tanto, el deber de adaptar las exigencias del ayuno según las circunstancias en que se encuentran las sociedades respectivas. La esencia de la penitencia cuaresmal está constituida no sólo por el ayuno, sino también por la oración y la limosna (obras de misericordia). Es preciso, pues, decidir, según las circunstancias, en qué puede ser sustituido el mismo ayuno por obras de misericordia y por la oración. El fin de este período particular en la vida de la Iglesia es siempre y en todas partes la penitencia, es decir, la conversión a Dios.

En este momento quizá nos vienen a la mente las palabras con que Jesús respondió a los discípulos de Juan Bautista cuando le preguntaban: «¿Cómo es que tus discípulos no ayunan?» Jesús les contestó: «¿Por ventura pueden los compañeros del novio llorar mientras está el novio con ellos? Pero vendrán días en que les será arrebatado el esposo, y entonces ayunarán» (Mt 9,15). De hecho, el tiempo de Cuaresma nos recuerda que el esposo nos ha sido arrebatado. Arrebatado, arrestado, encarcelado, abofeteado, flagelado, coronado de espinas, crucificado... El ayuno en el tiempo de Cuaresma es la expresión de nuestra solidaridad con Cristo. Tal ha sido el significado de la Cuaresma a través de los siglos, y así permanece hoy.

¿Por qué el ayuno? Es necesario dar una respuesta más amplia y profunda a esta pregunta, para que quede clara la relación entre el ayuno y la «metanoia», esto es, esa transformación espiritual que acerca el hombre a Dios. Trataremos, pues, de concentrarnos no sólo en la práctica de la abstinencia de comida o bebida –efectivamente, esto significa el ayuno en el sentido corriente–, sino en el significado más profundo de esta práctica que, por lo demás, puede y debe a veces ser sustituida por otras. La comida y la bebida son indispensables al hombre para vivir, se sirve y debe servirse de ellas; sin embargo, no le es lícito abusar de ellas de ninguna forma. El abstenerse, según la tradición, de la comida o bebida tiene como fin introducir en la existencia del hombre no sólo el equilibrio necesario, sino también el desprendimiento de lo que se podría definir actitud consumística. Tal actitud ha venido a ser en nuestro tiempo una de las características de la civilización, y en particular de la civilización occidental. ¡La actitud consumística! El hombre orientado hacia los bienes materiales, múltiples bienes materiales, muy frecuentemente abusa de ellos. Cuando el hombre se orienta exclusivamente hacia la posesión y el uso de los bienes materiales, es decir, de las cosas, también entonces toda la civilización se mide según la cantidad y calidad de las cosas que están en condición de proveer al hombre, y no se mide con el metro adecuado al hombre. Esta civilización, en efecto, suministra los bienes materiales no sólo para que sirvan al hombre en orden a desarrollar las actividades creativas y útiles, sino cada vez más... para satisfacer los sentidos, la excitación que se deriva de ellos, el placer momentáneo, una multiplicidad de sensaciones cada vez mayor.

¿Por qué renunciar a algo? ¿Por qué privarse de ello? Ya hemos respondido en parte a esta cuestión. Sin embargo, la respuesta no será completa si no nos damos cuenta de que el hombre es él mismo también porque logra privarse de algo, porque es capaz de decirse a sí mismo: NO (…) La renuncia a las sensaciones, a los estímulos, a los placeres y también a la comida y bebida, no es un fin en sí misma. Debe ser, por así decirlo, allanar el camino para contenidos más profundos de los que «se alimenta» el hombre interior. Tal renuncia, tal mortificación debe servir para crear en el hombre las condiciones en orden a vivir los valores superiores, de los que está «hambriento» a su modo.

San Ambrosio responde así a las objeciones eventuales contra el ayuno: «La carne, por su condición mortal, tiene algunas concupiscencias propias: en sus relaciones con ella te está permitido el derecho de freno. Tu carne te está sometida (...): no seguir las solicitaciones de la carne hasta las cosas ilícitas, sino frenarlas un poco también por lo que respecta a las lícitas. En efecto, el que no se abstiene de ninguna cosa lícita, está muy cercano a las ilícitas» (Sermo de utilitate ieiunii III, V, VII). Incluso escritores que no pertenecen al cristianismo declaran la misma verdad. Esta verdad es de valor universal. Forma parte de la sabiduría universal de la vida.

Ahora ciertamente es más fácil para nosotros comprender por qué Cristo Señor y la Iglesia unen la llamada al ayuno con la penitencia, es decir, con la conversión. Para convertirnos a Dios es necesario descubrir en nosotros mismos lo que nos vuelve sensibles a cuanto pertenece a Dios, por lo tanto: los contenidos espirituales, los valores superiores que hablan a nuestro entendimiento, a nuestra conciencia, a nuestro «corazón» (según el lenguaje bíblico). Para abrirse a estos contenidos espirituales, a estos valores, es necesario desprenderse de cuanto sirve sólo al consumo, a la satisfacción de los sentidos. En la apertura de nuestra personalidad humana a Dios, el ayuno –entendido tanto en el modo «tradicional» como en el «actual»–, debe ir junto con la oración, porque ella nos dirige directamente hacia Él.

Por otra parte, el ayuno, esto es, la mortificación de los sentidos, el dominio del cuerpo, confieren a la oración una eficacia mayor, que el hombre descubre en sí mismo. Efectivamente, descubre que es «diverso», que es más «dueño de sí mismo», que ha llegado a ser interiormente libre. Y se da cuenta de ello en cuanto la conversión y el encuentro con Dios, a través de la oración, fructifican en él.

Resulta claro de estas reflexiones nuestras de hoy que el ayuno no es sólo él «residuo» de una práctica religiosa de los siglos pasados, sino que es también indispensable al hombre de hoy, a los cristianos de nuestro tiempo. Es necesario reflexionar profundamente sobre este tema, precisamente durante el tiempo de Cuaresma.

Beato Juan Pablo II
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sábado, 3 de marzo de 2012

Contemplar el rostro de Jesús

«Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizá cometido de la Iglesia reflejar la Luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también Su Rostro ante las generaciones del nuevo milenio?

Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de Su Rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el Rostro del Señor.

La contemplación del Rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de Él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto que San Jerónimo afirma con vigor: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo». Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf. Jn 15,26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. ibíd., 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1 Jn 1,1).

Lo que nos ha llegado por medio de ellos es una visión de fe, basada en un testimonio histórico preciso. Es un testimonio verdadero que los Evangelios, no obstante su compleja redacción y con una intención primordialmente catequética, nos transmitieron de una manera plenamente comprensible.

En realidad los Evangelios no pretenden ser una biografía completa de Jesús según los cánones de la ciencia histórica moderna. Sin embargo, de ellos emerge el Rostro de Cristo con un fundamento histórico seguro, pues los evangelistas se preocuparon de presentarlo recogiendo testimonios fiables (cf. Lc 1,3) y trabajando sobre documentos sometidos al atento discernimiento eclesial. Sobre la base de estos testimonios iniciales ellos, bajo la acción iluminada del Espíritu Santo, descubrieron el dato humanamente desconcertante del nacimiento virginal de Jesús de María, Esposa de José. De quienes lo habían conocido durante los casi treinta años transcurridos por Él en Nazaret (cf. Lc 3,23), recogieron los datos sobre su vida de «hijo del carpintero» (Mt 13,55) y también como «carpintero», en medio de sus parientes (cf. Mc 6,3). Hablaron de su religiosidad, que lo movía a ir con los suyos en peregrinación anual al templo de Jerusalén (cf. Lc 2,41) y sobre todo porque acudía de forma habitual a la sinagoga de su ciudad (cf. Lc 4,16).

Después los relatos serán más extensos, aún sin ser una narración orgánica y detallada, en el período del ministerio público, a partir del momento en que el joven galileo se hace bautizar por Juan Bautista en el Jordán y, apoyado por el testimonio de lo alto, con la conciencia de ser el «Hijo amado» (cf. Lc 3,22), inicia su predicación de la venida del Reino de Dios, enseñando sus exigencias y su fuerza mediante palabras y signos de gracia y misericordia. Los Evangelios nos lo presentan así en camino por ciudades y aldeas, acompañado por doce Apóstoles elegidos por Él (cf. Mc 3,13-19), por un grupo de mujeres que los ayudan (cf. Lc 8,2-3), por muchedumbres que lo buscan y lo siguen, por enfermos que imploran su poder de curación, por interlocutores que escuchan, con diferente eco, sus palabras.

La narración de los Evangelios coincide además en mostrar la creciente tensión que hay entre Jesús y los grupos dominantes de la sociedad religiosa de su tiempo, hasta la crisis final, que tiene su epílogo dramático en el Gólgota. Es la hora de las tinieblas, a la que seguirá una nueva, radiante y definitiva aurora. En efecto, las narraciones evangélicas terminan mostrando al Nazareno victorioso sobre la muerte, señalan la tumba vacía y lo siguen en el ciclo de las apariciones, en las cuales los discípulos, perplejos y atónitos antes, llenos de indecible gozo después, lo experimentan vivo y radiante, y de Él reciben el don del Espíritu Santo (cf. Jn 20,22) y el mandato de anunciar el Evangelio a «todas las gentes» (Mt 28,19).

Juan Pablo II
6 de enero del año 2001
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