miércoles, 29 de febrero de 2012

Reliquia del Beato Juan Pablo II en Argentina

Presidencia Roque Sáenz Peña (Chaco, Argentina), 29 Feb. 12 (AICA) 

La parroquia San Bernardo, de la localidad del mismo nombre y perteneciente a la diócesis de San Roque de Presidencia Roque Sáenz Peña, Chaco, posee desde el 25 de febrero una reliquia de primer grado del beato Juan Pablo II.

La misma consiste en una gota de sangre del pontífice polaco que fue depositada en un relicario dentro del templo parroquial.

Una multitud de fieles de la localidad y provenientes de distintos puntos de la provincia se dieron cita para el acontecimiento que contó con la presencia del obispo de San Roque de Presidencia Roque Sáenz Peña, monseñor Hugo Nicolás Barbaro, y un grupo numeroso de sacerdotes.

Tras la bienvenida a los peregrinos, a las 19.30 se rezó un Rosario para recordar en forma especial al Beato. Más tarde, el clero y los fieles pudieron venerar la reliquia.

A las 21: 37, hora de la muerte de Juan Pablo II, se encendieron cirios y se realizó un momento de silencio. Finalmente se proyectó la película: “Juan Pablo II: Los estaba buscando”.

El párroco de San Bernardo, presbítero Ireneo Kliche, definió el acontecimiento como “un compromiso con nuestra fe”.

Fuente: AICA
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domingo, 26 de febrero de 2012

Sólo Cristo puede liberar al hombre

«Jesús (...) fue llevado por el Espíritu al desierto, y tentado allí por el diablo durante cuarenta días» (Lc 4, 1-2). Antes de comenzar su actividad pública, Jesús, llevado por el Espíritu Santo, se retira al desierto durante cuarenta días. Allí, como leemos hoy en el Evangelio, el diablo lo pone a prueba, presentándole tres tentaciones comunes en la vida de todo hombre: el atractivo de los bienes materiales, la seducción del poder humano y la presunción de someter a Dios a los propios intereses.

La lucha victoriosa de Jesús contra el tentador no termina con los días pasados en el desierto; continúa durante los años de su vida pública y culmina en los acontecimientos dramáticos de la Semana Santa. Precisamente con su muerte en la Cruz, el Redentor triunfa definitivamente sobre el mal, liberando a la humanidad del pecado y reconciliándola con Dios. Parece que San Lucas quiere anunciar, ya desde el comienzo, el cumplimiento de la salvación en el Gólgota. En efecto, concluye la narración de las tentaciones mencionando a Jerusalén, donde precisamente se sellará la victoria pascual de Jesús.

La escena de las tentaciones de Cristo en el desierto se renueva cada año al comienzo de la Cuaresma. La liturgia invita a los creyentes a entrar con Jesús en el desierto y a seguirlo en el típico itinerario penitencial de este tiempo cuaresmal, que ha comenzado el miércoles pasado con el austero rito de la ceniza.

«Si tus labios profesan que Jesús es el Señor, y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás» (Rm 10, 9).  Las palabras del apóstol Pablo, que acabamos de escuchar, ilustran bien el estilo y las modalidades de nuestra peregrinación cuaresmal. ¿Qué es la penitencia sino un regreso humilde y sincero a las fuentes de la fe, rechazando prontamente la tentación y el pecado, e intensificando la intimidad con el Señor en la oración?

En efecto, sólo Cristo puede liberar al hombre de lo que lo hace esclavo del mal y del egoísmo: de la búsqueda ansiosa de los bienes materiales, de la sed de poder y dominio sobre los demás y sobre las cosas, de la ilusión del éxito fácil, y del frenesí del consumismo y el hedonismo que, en definitiva, perjudican al ser humano.

Queridos hermanos y hermanas, esto es lo que nos pide claramente el Señor para entrar en el clima auténtico de la Cuaresma. Quiere que en el desierto de estos cuarenta días aprendamos a afrontar al enemigo de nuestras almas, a la luz de su palabra de salvación. Pidamos al Espíritu Santo que vivifique nuestra oración, para que estemos dispuestos a afrontar con valentía la incesante lucha de vencer el mal con el bien.

Queridos hermanos y hermanas, al comienzo del itinerario cuaresmal volvemos a las raíces de nuestra fe para prepararnos, con la oración, la penitencia, el ayuno y la caridad, a participar con corazón renovado interiormente en la Pascua de Cristo.

Que la Virgen Santísima nos ayude en esta Cuaresma a compartir con dignos frutos de conversión el Camino de Cristo, desde el desierto de las tentaciones hasta Jerusalén, para celebrar con Él la Pascua de nuestra redención.

Homilía en la Santa Misa del 1er. Domingo de Cuaresma. 
1 de marzo de 1998
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miércoles, 22 de febrero de 2012

Juan Pablo II y el Miércoles de Ceniza

El Miércoles de Ceniza se abre una estación espiritual particularmente relevante para todo cristiano que quiera prepararse dignamente para vivir el misterio pascual, o sea, el recuerdo de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor.

Este tiempo vigoroso del Año Litúrgico se caracteriza por el mensaje bíblico que puede ser resumido en una sola palabra: "matanoeiete", es decir "Convertíos".

Este imperativo es propuesto a la mente de los fieles mediante el rito austero de la imposición de ceniza, el cual, con las palabras "Convertíos y creed en el Evangelio" y con la expresión "Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás", invita a todos a reflexionar acerca del deber de la conversión, recordando la inexorable caducidad y efímera fragilidad de la vida humana, sujeta a la muerte.

La sugestiva ceremonia de la Ceniza eleva nuestras mentes a la realidad eterna que no pasa jamás, a Dios; principio y fin, alfa y omega de nuestra existencia. La conversión no es, en efecto, sino un volver a Dios, valorando las realidades terrenales bajo la luz indefectible de su verdad. Una valoración que implica una conciencia cada vez más diáfana del hecho de que estamos de paso en este fatigoso itinerario sobre la tierra, y que nos impulsa y estimula a trabajar hasta el final, a fin de que el Reino de Dios se instaure dentro de nosotros y triunfe su justicia.

Sinónimo de "conversión" es así mismo la palabra "penitencia"... Penitencia como cambio de mentalidad. Penitencia como expresión de libre y positivo esfuerzo en el seguimiento de Cristo.

B. Juan Pablo II
16-2-1983
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domingo, 19 de febrero de 2012

El amigo judío de Juan Pablo II

Hay ocasiones en las que sí que es necesario abrir el libro de la Historia para buscar los párrafos mal escritos y volver a elaborarlos. Lo hizo Juan Pablo II y no sólo con aquel reconocimiento conmovedor en el Jubileo del año 2000, cuando apoyado con la frente en los pies de un judío torturado pidió perdón, en nombre de todos los cristianos, por el daño provocado por nuestros pecados, especialmente por aquellos cometidos al socaire de nuestro título de “poseedores de la fe verdadera”.

Ya de seminarista, cuando en Varsovia existía un ghetto mortal para los hijos de Abraham, y no eran pocos los católicos que delataban a los judíos que no llevaban la estrella de David cosida a la ropa, o a aquellos que se escondían como conejos en madriguera, achacándoles todos los males de la sufrida Polonia, Wojtyla no podía borrar de sus recuerdos a aquel amigo de la niñez, Jerzy Kluger, junto al que creció con la naturalidad de saber que compartían una vastísima raíz común que se hunde en la memoria de los tiempos, en ese mítico monte en el que Yahvé premió la obediencia de un anciano con la generación de un pueblo nuevo, doce tribus escogidas a las que debemos, entre otras cosas, la fidelidad con la que nos ha llegado la Sagrada Escritura.

Jerzy Kluger, el judío polaco que fue amigo de toda la vida del extinto papa Juan Pablo II, y quien perdió parte de su familia en los campos de concentración nazis, murió a los 90 años de edad en una clínica de Roma.

Kluger, quien era un año menor que Juan Pablo II -fallecido en 2005-  era uno de los últimos amigos vivientes de la niñez del extinto pontífice. Kluger tenía cinco años cuando conoció a Karol Wojtyla, quien se ordenaría sacerdote dos décadas después en su patria, predominantemente católica, y después cardenal de Cracovia. Wojtyla fue elegido Papa en 1978 y se convirtió en el primer pontífice oriundo de Polonia.

Ambos jugaban fútbol, compartían la banca en la escuela y vivían en casas separadas una de la otra por una plaza en Wadowice. Kluger tenía el mote de "Jureck" y el futuro Papa "Lolek". Kluger recordaba las travesías audaces de natación que hacía de joven con Wojtyla en las temporadas de calor en el río Skawa. En el invierno, ambos solían escalar hasta la cima de una montaña local para descender con esquíes.

Cuando falleció Juan Pablo II, Kluger dijo que el extinto Papa siempre tuvo una pasión personal por la justicia social.

Los esfuerzos que emprendió Juan Pablo II para la mejora de las relaciones entre el Vaticano y los judíos, incluida una histórica visita a la principal sinagoga de Roma, constituyen un hito de su legado papal.

Que Yahvé lo tenga en el seno de Abraham.
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domingo, 12 de febrero de 2012

Una distinción para este blog



Ayer, 11 de febrero, en feliz coincidencia con el día de celebración de la Virgen de Lourdes, he recibido la comunicación que informa que este blog “Juan Pablo II inolvidable” ha sido seleccionado entre las mejores webs del catolicismo, distinción hecha por catolicos.35webs.com “por la excelencia de su contenido y por su buen diseño”.

Comparto esta alegría con todos los lectores y elevo una oración de agradecimiento a la Santísima Virgen de Lourdes que me protege y orienta; y al Beato Juan Pablo II, cuya vida y ejemplo me han marcado para siempre y en cuyo homenaje comencé a escribir este blog en la Navidad del año 2009.

Gracias…. Seguiré sembrando con alegría y entusiasmo renovado a través de internet.

Felipe de Urca
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sábado, 11 de febrero de 2012

Oración a Nuestra Señora de Lourdes

¡Ave María, Mujer humilde,
bendecida por el Altísimo!
Virgen de la esperanza, profecía de tiempos nuevos,
nosotros nos unimos a tu cántico de alabanza
para celebrar las misericordias del Señor,
para anunciar la venida del Reino
y la plena liberación del hombre.

¡Ave María, humilde Sierva del Señor,
Gloriosa Madre de Cristo!
Virgen fiel, Morada Santa del Verbo,
enséñanos a perseverar en la escucha de la Palabra,
a ser dóciles a la Voz del Espíritu Santo,
atentos a sus llamados en la intimidad de la conciencia
y a sus manifestaciones en los acontecimientos de la historia.

¡Ave María, Mujer del dolor,
Madre de los vivientes!
Virgen Esposa ante la Cruz, Eva nueva,
Sed nuestra guía por los caminos del mundo,
enséñanos a vivir y a difundir el Amor de Cristo,
a detenernos Contigo ante las innumerables cruces
en las que tu Hijo aún está crucificado.

¡Ave María, Mujer de la fe,
primera entre los discípulos!
Virgen Madre de la Iglesia, ayúdanos a dar siempre
razón de la esperanza que habita en nosotros,
confiando en la bondad del hombre y en el Amor del Padre.
Enséñanos a construir el mundo desde adentro:
en la profundidad del silencio y de la oración,
en la alegría del amor fraterno,
en la fecundidad insustituible de la Cruz.

Santa María, Madre de los creyentes,
Nuestra Señora de Lourdes,
ruega por nosotros.

Oración del Beato Juan Pablo II en el Santuario de Lourdes el 14 de agosto de 2004
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sábado, 4 de febrero de 2012

Que todos sean uno...

El Santo Padre Juan Pablo II, como Cristo el Señor hace dos mil años, siempre durante su pontificado elevó al Padre esta ferviente súplica: «¡Que todos sean uno (Ut unum sint)… para que el mundo crea!».

Como incansable artesano de la reconciliación, el amado Beato trabajó desde el inicio de su pontificado por lograr la unidad y reconciliación de todos los cristianos entre sí, sin que ello signifique de ningún modo claudicar a la Verdad: «El diálogo -dijo Juan Pablo II a los Obispos austriacos, en 1998-, a diferencia de una conversación superficial, tiene como objetivo el descubrimiento y el reconocimiento común de la verdad. (…) La fe viva, transmitida por la Iglesia universal, representa el fundamento del diálogo para todas las partes. Quien abandona esta base común elimina de todo diálogo en la Iglesia, la posibilidad de convertirse en diálogo de salvación. (…) nadie puede desempeñar sinceramente un papel en un proceso de diálogo si no está dispuesto a exponerse a la verdad y a crecer en ella».

Próximos a cumplir siete años de su partida al Cielo, cercanos también al primer año de su beatificación, recordemos al Gran Juan Pablo II con una oración y renovemos nuestro compromiso para ser apóstoles incasables del diálogo que conduce a la unidad, para que de verdad “todos seamos uno para que el mundo crea…” Jn 17, 21.
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miércoles, 1 de febrero de 2012

La presentación de Jesús en el Templo

Queridos hermanos y hermanas:  
 
Según el Evangelio de San Lucas, cuyos primeros capítulos nos narran la Infancia de Jesús, la Revelación del Espíritu Santo tuvo lugar no sólo en la Anunciación y en la Visitación de María a Isabel, como hemos visto en las anteriores catequesis, sino también en la Presentación del Niño Jesús en el templo (cf. Lc 2, 22-38).

Escribe el evangelista que “cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor” (Lc 2, 22). La presentación del primogénito en el templo y la ofrenda que lo acompañaba (cf. Lc 2, 24) como signo del rescate del pequeño israelita, que así volvía a la vida de su familia y de su pueblo, estaba prescrita, o al menos recomendada, por la Ley mosaica vigente en la Antigua Alianza (cf. Ex 13, 2. 12-13. 15; Lv 12, 6-8; Nm 18, 15). Los israelitas piadosos practicaban ese acto de culto. Según Lucas, el rito realizado por los padres de Jesús para observar la Ley fue ocasión de una nueva intervención del Espíritu Santo, que daba al hecho un significado mesiánico, introduciéndolo en el misterio de Cristo redentor. Instrumento elegido para esta nueva revelación fue un santo anciano, del que Lucas escribe: “He aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo” (Lc 2, 25). La escena tiene lugar en la ciudad santa, en el templo donde gravitaba toda la historia de Israel y donde confluían las esperanzas fundadas en las antiguas promesas y profecías. 

Aquel hombre, que esperaba “la consolación de Israel”, es decir el Mesías, había sido preparado de modo especial por el Espíritu Santo para el encuentro con “el que había de venir”. En efecto, leemos que “estaba en él el Espíritu Santo”, es decir, actuaba en él de modo habitual y “le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor” (Lc 2, 26).  

Según el texto de Lucas, aquella espera del Mesías, llena de deseo, de esperanza y de la íntima certeza de que se le concedería verlo con sus propios ojos, es señal de la acción del Espíritu Santo, que es inspiración, iluminación y moción. En efecto, el día en que María y José llevaron a Jesús al templo, acudió también Simeón, “movido por el Espíritu” (Lc 2, 27). La inspiración del Espíritu Santo no sólo le preanunció el encuentro con el Mesías; no sólo le sugirió acudir al templo; también lo movió y casi lo condujo; y, una vez llegado al templo, le concedió reconocer en el Niño Jesús, Hijo de María, a Aquel que esperaba.

Lucas escribe que “cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, Simeón le tomó en brazos y bendijo a Dios” (Lc 2, 27-28). En este punto el evangelista pone en boca de Simeón el “Nunc dimittis”, cántico por todos conocido, que la liturgia nos hace repetir cada día en la hora de Completas, cuando se advierte de modo especial el sentido del tiempo que pasa. Las conmovedoras palabras de Simeón, ya cercano a “irse en paz”, abren la puerta a la esperanza siempre nueva de la salvación, que en Cristo encuentra su cumplimiento: “Han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 30-32). Es un anuncio de la evangelización universal, portadora de la salvación que viene de Jerusalén, de Israel, pero por obra del Mesías-Salvador, esperado por su pueblo y por todos los pueblos.

El Espíritu Santo, que obra en Simeón, está presente y realiza su acción también en todos los que, como aquel santo anciano, han aceptado a Dios y han creído en sus promesas, en cualquier tiempo. Lucas nos ofrece otro ejemplo de esta realidad, de este misterio: es la “profetisa Ana” que, desde su juventud, tras haber quedado viuda, “no se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones” (Lc 2, 37). Era, por tanto, una mujer consagrada a Dios y especialmente capaz, a la luz de su Espíritu, de captar sus planes y de interpretar sus mandatos; en este sentido era “profetisa” (cf. Ex 15, 20; Jc 4, 4; 2 R 22, 14). Lucas no habla explícitamente de una especial acción del Espíritu Santo en ella; con todo, la asocia a Simeón, tanto al alabar a Dios como al hablar de Jesús: “Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén” (Lc 2, 38). Como Simeón, sin duda también ella había sido movida por el Espíritu Santo para salir al encuentro de Jesús.

Las palabras proféticas de Simeón (y de Ana) anuncian no sólo la venida del Salvador al mundo, su presencia en medio de Israel, sino también su sacrificio redentor. Esta segunda parte de la profecía va dirigida explícitamente a María: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a Ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones” (Lc 2, 34-35).
 
No se puede menos de pensar en el Espíritu Santo como inspirador de esta profecía de la Pasión de Cristo como camino mediante el cual Él realizará la salvación. Es especialmente elocuente el hecho de que Simeón hable de los futuros sufrimientos de Cristo dirigiendo su pensamiento al Corazón de la Madre, asociada a su Hijo para sufrir las contradicciones de Israel y del mundo entero. Simeón no llama por su nombre el sacrificio de la Cruz, pero traslada la profecía al Corazón de María, que será “atravesado por una espada”, compartiendo los sufrimientos de su Hijo.

Las palabras, inspiradas, de Simeón adquieren un relieve aún mayor si se consideran en el contexto global del “Evangelio de la Infancia de Jesús”, descrito por Lucas, porque colocan todo ese período de vida bajo la particular acción del Espíritu Santo. Así se entiende mejor la observación del evangelista acerca de la maravilla de María y José ante aquellos acontecimientos y ante aquellas palabras: “Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él” (Lc 2, 33).

Quien anota esos hechos y esas palabras es el mismo Lucas que, como autor de los Hechos de los Apóstoles, describe el acontecimiento de Pentecostés: la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y los discípulos reunidos en el Cenáculo en compañía de María, después de la Ascensión del Señor al cielo, según la promesa de Jesús mismo. La lectura del “Evangelio de la Infancia de Jesús” ya es una prueba de que el evangelista era particularmente sensible a la presencia y a la acción del Espíritu Santo en todo lo que se refería al misterio de la Encarnación, desde el primero hasta el último momento de la vida de Cristo. 

Catequesis del Beato Juan Pablo II año 1990
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