miércoles, 1 de febrero de 2012

La presentación de Jesús en el Templo

Queridos hermanos y hermanas:  
 
Según el Evangelio de San Lucas, cuyos primeros capítulos nos narran la Infancia de Jesús, la Revelación del Espíritu Santo tuvo lugar no sólo en la Anunciación y en la Visitación de María a Isabel, como hemos visto en las anteriores catequesis, sino también en la Presentación del Niño Jesús en el templo (cf. Lc 2, 22-38).

Escribe el evangelista que “cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor” (Lc 2, 22). La presentación del primogénito en el templo y la ofrenda que lo acompañaba (cf. Lc 2, 24) como signo del rescate del pequeño israelita, que así volvía a la vida de su familia y de su pueblo, estaba prescrita, o al menos recomendada, por la Ley mosaica vigente en la Antigua Alianza (cf. Ex 13, 2. 12-13. 15; Lv 12, 6-8; Nm 18, 15). Los israelitas piadosos practicaban ese acto de culto. Según Lucas, el rito realizado por los padres de Jesús para observar la Ley fue ocasión de una nueva intervención del Espíritu Santo, que daba al hecho un significado mesiánico, introduciéndolo en el misterio de Cristo redentor. Instrumento elegido para esta nueva revelación fue un santo anciano, del que Lucas escribe: “He aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo” (Lc 2, 25). La escena tiene lugar en la ciudad santa, en el templo donde gravitaba toda la historia de Israel y donde confluían las esperanzas fundadas en las antiguas promesas y profecías. 

Aquel hombre, que esperaba “la consolación de Israel”, es decir el Mesías, había sido preparado de modo especial por el Espíritu Santo para el encuentro con “el que había de venir”. En efecto, leemos que “estaba en él el Espíritu Santo”, es decir, actuaba en él de modo habitual y “le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor” (Lc 2, 26).  

Según el texto de Lucas, aquella espera del Mesías, llena de deseo, de esperanza y de la íntima certeza de que se le concedería verlo con sus propios ojos, es señal de la acción del Espíritu Santo, que es inspiración, iluminación y moción. En efecto, el día en que María y José llevaron a Jesús al templo, acudió también Simeón, “movido por el Espíritu” (Lc 2, 27). La inspiración del Espíritu Santo no sólo le preanunció el encuentro con el Mesías; no sólo le sugirió acudir al templo; también lo movió y casi lo condujo; y, una vez llegado al templo, le concedió reconocer en el Niño Jesús, Hijo de María, a Aquel que esperaba.

Lucas escribe que “cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, Simeón le tomó en brazos y bendijo a Dios” (Lc 2, 27-28). En este punto el evangelista pone en boca de Simeón el “Nunc dimittis”, cántico por todos conocido, que la liturgia nos hace repetir cada día en la hora de Completas, cuando se advierte de modo especial el sentido del tiempo que pasa. Las conmovedoras palabras de Simeón, ya cercano a “irse en paz”, abren la puerta a la esperanza siempre nueva de la salvación, que en Cristo encuentra su cumplimiento: “Han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 30-32). Es un anuncio de la evangelización universal, portadora de la salvación que viene de Jerusalén, de Israel, pero por obra del Mesías-Salvador, esperado por su pueblo y por todos los pueblos.

El Espíritu Santo, que obra en Simeón, está presente y realiza su acción también en todos los que, como aquel santo anciano, han aceptado a Dios y han creído en sus promesas, en cualquier tiempo. Lucas nos ofrece otro ejemplo de esta realidad, de este misterio: es la “profetisa Ana” que, desde su juventud, tras haber quedado viuda, “no se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones” (Lc 2, 37). Era, por tanto, una mujer consagrada a Dios y especialmente capaz, a la luz de su Espíritu, de captar sus planes y de interpretar sus mandatos; en este sentido era “profetisa” (cf. Ex 15, 20; Jc 4, 4; 2 R 22, 14). Lucas no habla explícitamente de una especial acción del Espíritu Santo en ella; con todo, la asocia a Simeón, tanto al alabar a Dios como al hablar de Jesús: “Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén” (Lc 2, 38). Como Simeón, sin duda también ella había sido movida por el Espíritu Santo para salir al encuentro de Jesús.

Las palabras proféticas de Simeón (y de Ana) anuncian no sólo la venida del Salvador al mundo, su presencia en medio de Israel, sino también su sacrificio redentor. Esta segunda parte de la profecía va dirigida explícitamente a María: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a Ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones” (Lc 2, 34-35).
 
No se puede menos de pensar en el Espíritu Santo como inspirador de esta profecía de la Pasión de Cristo como camino mediante el cual Él realizará la salvación. Es especialmente elocuente el hecho de que Simeón hable de los futuros sufrimientos de Cristo dirigiendo su pensamiento al Corazón de la Madre, asociada a su Hijo para sufrir las contradicciones de Israel y del mundo entero. Simeón no llama por su nombre el sacrificio de la Cruz, pero traslada la profecía al Corazón de María, que será “atravesado por una espada”, compartiendo los sufrimientos de su Hijo.

Las palabras, inspiradas, de Simeón adquieren un relieve aún mayor si se consideran en el contexto global del “Evangelio de la Infancia de Jesús”, descrito por Lucas, porque colocan todo ese período de vida bajo la particular acción del Espíritu Santo. Así se entiende mejor la observación del evangelista acerca de la maravilla de María y José ante aquellos acontecimientos y ante aquellas palabras: “Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él” (Lc 2, 33).

Quien anota esos hechos y esas palabras es el mismo Lucas que, como autor de los Hechos de los Apóstoles, describe el acontecimiento de Pentecostés: la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y los discípulos reunidos en el Cenáculo en compañía de María, después de la Ascensión del Señor al cielo, según la promesa de Jesús mismo. La lectura del “Evangelio de la Infancia de Jesús” ya es una prueba de que el evangelista era particularmente sensible a la presencia y a la acción del Espíritu Santo en todo lo que se refería al misterio de la Encarnación, desde el primero hasta el último momento de la vida de Cristo. 

Catequesis del Beato Juan Pablo II año 1990
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