miércoles, 28 de noviembre de 2012

Un enamorado de Cristo


Cuenta el Cardenal Coppa, sobre un viaje del Papa a República Checa en el año 1995, cuando ya comenzaba a usar bastón a causa de su salud:

“La primera noche de aquel viaje, luego de volver de la cena con los obispos, bajó a la capilla ante el Santísimo. Las hermanas habían preparado para él un gran reclinatorio, pero prefirió rezar en uno de las bancas habituales. Yo lo acompañaba, esperándolo afuera de la capilla...

La noche siguiente tuve que responder a una llamada urgente y no pude acompañarlo a la capilla. Llegué luego, cuando ya estaba arrodillado. Antes de entrar escuché como una música distinta, y cuando abrí silenciosamente la puerta, escuché como, arrodillado en la banca, cantaba sumisamente ante el tabernáculo.

El Papa cantaba en voz baja ante Jesús Eucaristía: el Papa y Cristo en la Hostia, Pedro y Cristo. Fue para mí una cosa emocionante, un fortísimo reclamo de fe y amor para la Eucaristía, y a la realidad del ministerio petrino.

Nunca he olvidado ese delicado canto, que era como un coloquio de amor con Cristo...

Ese canto nos demuestra, de modo superlativo, que Juan Pablo II ha sido verdaderamente un enamorado de Cristo.”

sábado, 24 de noviembre de 2012

Jesucristo, Mesías Rey

Catequesis del Beato Juan Pablo II (11 de febrero de 1987)

El Evangelista Mateo concluye su genealogía de Jesús, Hijo de María, colocada al comienzo de su Evangelio, con las palabras “Jesús, llamado Cristo” (Mt 1, 16). El término “Cristo” es el equivalente griego de la palabra hebrea “Mesías”, que quiere decir “Ungido”. Israel, el pueblo elegido por Dios, vivió durante generaciones en la espera del cumplimiento de la promesa del Mesías, a cuya venida fue preparado a través de la historia de la Alianza. El Mesías, es decir el “Ungido” enviado por Dios, había de dar cumplimiento a la vocación del pueblo de la Alianza, al cual, por medio de la Revelación se le había concedido el privilegio de conocer la verdad sobre el mismo Dios y su proyecto de salvación.

El atribuir el nombre “Cristo” a Jesús de Nazaret es el testimonio de que los Apóstoles y la Iglesia primitiva reconocieron que en Él se habían realizado los designios del Dios de la Alianza y las expectativas de Israel. Es lo que proclamó Pedro el día de Pentecostés cuando, inspirado por el Espíritu Santo, habló por la primera vez a los habitantes de Jerusalén y a los peregrinos que habían llegado a las fiestas: “Tenga pues por cierto toda la casa de Israel que Dios le ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Act 2, 36).

El discurso de Pedro y la genealogía de Mateo vuelven a proponernos el rico contenido de la palabra “Mesías-Cristo” que se encuentra en el Antiguo Testamento y sobre el que hablaremos en las próximas catequesis.

La palabra “Mesías”, incluyendo la idea de unción, sólo puede comprenderse en conexión con la institución religiosa de la unción con el aceite, que era usual en Israel y que -como bien sabemos- pasó de la Antigua Alianza a la Nueva. En la historia de la Antigua Alianza recibieron esta unción personas llamadas por Dios al cargo y a la dignidad de rey, o de sacerdote o de profeta. En esta catequesis intentamos detenernos en el oficio y la dignidad de Cristo en cuanto Rey.

Cuando el ángel Gabriel anuncia a la Virgen María que había sido escogida para ser la Madre del Salvador, le habla de la realeza de su Hijo: “...le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 32-33).

Estas palabras parecen corresponder a la promesa hecha al rey David: “Cuando se cumplieren tus días... suscitaré a tu linaje después de ti... y afirmaré su reino. El edificará casa a mi nombre y yo estableceré su trono por siempre. Yo le seré a él padre, y él me será a mi hijo” (2 Sam 7, 12-14). Se puede decir que esta promesa se cumplió en cierta medida con Salomón, hijo y directo sucesor de David. Pero el sentido pleno de la promesa iba más allá de los confines de un reino terreno y se refería no sólo a un futuro lejano, sino ciertamente a una realidad que iba más allá de la historia, del tiempo y del espacio: “Yo estableceré su trono por siempre” (2 Sam 7, 13).

En la Anunciación se presenta a Jesús como Aquél en el que se cumple la antigua promesa. De ese modo la verdad sobre Cristo-Rey se sitúa en la tradición bíblica del “Rey mesiánico” (del Mesías-Rey); así se la encuentra muchas veces en los Evangelios que nos hablan de la misión de Jesús de Nazaret y nos transmiten su enseñanza.

Es significativa a este respecto la actitud del mismo Jesús, por ejemplo cuando Bartimeo, el mendigo ciego, para pedirle ayuda le grita: “¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mí!” (Mc 10, 47). Jesús, que nunca se ha atribuido ese título, acepta como dirigidas a Él las palabras pronunciadas por Bartimeo. En todo caso se preocupa de precisar su importancia. En efecto, dirigiéndose a los fariseos, pregunta: “¿Qué os parece de Cristo? ¿De quién es hijo? Dijéronle ellos: De David. Les replicó: “Pues ¿cómo David, en espíritu le llama Señor, diciendo: ‘Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra mientras pongo a tus enemigos bajo tus pies?’ (Sal 109/110, 1). Si, pues, David le llama Señor, ¿cómo es hijo suyo?” (Mt 22, 42-45).

Como vemos, Jesús llama la atención sobre el modo “limitado” e insuficiente de comprender al Mesías teniendo sólo como base la tradición de Israel, unida a la herencia real de David. Sin embargo, Él no rechaza esta tradición, sino que la cumple en el sentido pleno que ella contenía, y que ya aparece en las palabras pronunciadas en la Anunciación y que se manifestará en su Pascua.

Otro hecho significativo es que, al entrar en Jerusalén en vísperas de su Pasión, Jesús cumple, tal como destacan los Evangelistas Mateo (21, 5) y Juan ( 12, 15), la profecía de Zacarías, en la que se expresa la tradición del “Rey mesiánico”: “Alégrate sobremanera, hoja de Sión. Grita exultante, hija de Jerusalén. He aquí que viene tu Rey, justo y victorioso, humilde, montado en un asno, en un pollino hijo de asna” (Zac 9, 9). “Decid a la hija de Sión: he aquí que tu rey viene a ti, manso y montado sobre un asno, sobre un pollino hijo de una bestia de carga” (Mt 21, 5). Precisamente sobre un pollino cabalga Jesús durante su entrada solemne en Jerusalén, acompañado por la turba entusiasta: “Hosanna al Hijo de David” (cf. Mt 21, 1-10). A pesar de la indignación de los fariseos, Jesús acepta la aclamación mesiánica de los “pequeños” (cf. Mt 21, 16; Lc 19, 40), sabiendo muy bien que todo equívoco sobre el título de Mesías se disiparía con su glorificación a través de la Pasión.

La comprensión de la realeza como un poder terreno entrará en crisis. La tradición no quedará anulada por ello, sino clarificada. Los días siguientes a la entrada de Jesús en Jerusalén se verá cómo se han de entender las palabras del Ángel en la Anunciación. “Le dará el Señor Dios el trono de David, su padre... reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin”. Jesús mismo explicará en qué consiste su propia realeza, y por lo tanto la verdad mesiánica, y cómo hay que comprenderla.

El momento decisivo de esta clarificación se da en el diálogo de Jesús con Pilato, que trae el Evangelio de Juan. Puesto que Jesús ha sido acusado ante el gobernador romano de “considerarse rey” de los judíos, Pilato le hace una pregunta sobre esta acusación que interesa especialmente a la autoridad romana porque, si Jesús realmente pretendiera ser “rey de los judíos” y fuese reconocido como tal por sus seguidores, podría constituir una amenaza para el imperio. Pilato, pues, pregunta a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos? Responde Jesús: ¿Por tu cuenta dices eso o te lo han dicho otros de Mí?”; y después explica: “Mi Reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi Reino, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí”. Ante la insistencia de Pilato: “Luego, ¿tú eres rey?”, Jesús declara: “Tú dices que soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la Verdad; todo el que es de la Verdad oye mi Voz” (cf. Jn 18, 33-37). Estas palabras inequívocas de Jesús contienen la afirmación clara de que el carácter o munus real, unido a la misión del Cristo-Mesías enviado por Dios, no se puede entender en sentido político como si se tratara de un poder terreno, ni tampoco en relación al “pueblo elegido”, Israel.

La continuación del proceso de Jesús confirma la existencia del conflicto entre la concepción que Cristo tiene de Sí mismo como “Mesías-Rey” y la terrestre o política, común entre el pueblo. Jesús es condenado a muerte bajo la acusación de que “se ha considerado rey”. La inscripción colocada en la Cruz: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”, probará que para la autoridad romana éste es su delito. Precisamente los judíos que, paradójicamente, aspiraban al restablecimiento del “reino de David”, en sentido terreno, al ver a Jesús azotado y coronado de espinas, tal como se lo presentó Pilato con las palabras: “¡Ahí tenéis a vuestro rey!”, habían gritado: “¡Crucifícale!... Nosotros no tenemos más rey que al Cesar” (Jn 19, 15).

En este marco podemos comprender mejor el significado de la inscripción puesta en la Cruz de Cristo, refiriéndonos por lo demás a la definición que Jesús había dado a Sí mismo durante el interrogatorio ante el procurador romano. Sólo en ese sentido el Cristo-Mesías es “el Rey”; sólo en ese sentido Él actualiza la tradición del “Rey mesiánico”, presente en el Antiguo Testamento e inscrita en la historia del pueblo de la Antigua Alianza.

Finalmente, en el Calvario un último episodio ilumina la condición mesiánico-real de Jesús. Uno de los dos malhechores crucificados junto con Jesús manifiesta esta verdad de forma penetrante, cuando dice: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino” (Lc 23, 42). En este diálogo encontramos casi una confirmación última de las palabras que el Ángel había dirigido a María en la Anunciación: Jesús “reinará... y su Reino no tendrá fin” (Lc 1, 33).

Texto e imagen:
El Camino de María

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Juan Pablo II previó la caída del muro de Berlín dos años antes


A mediados de los 80, cuando los propios alemanes ni siquiera soñaban con la reunificación, Juan Pablo II aseguró al actual arzobispo de Colonia, el cardenal Joaquín Meisner, que sería «el primero de muchos alemanes del Este que vayan a Alemania occidental». Su fuente -añadió- eran sus servicios secretos de Arriba, y el entonces cardenal Ratzinger tenía asumido que se trataba de «misterios de fe» del Papa.

«Serás el primero de muchos alemanes del Este que vayan a Alemania occidental, y muchos alemanes del Oeste irán a Alemania oriental».

Juan Pablo II le hizo este anuncio al entonces obispo de Berlín, el hoy cardenal Joaquín Meisner, en septiembre de 1987, al anunciarle su nombramiento como arzobispo de Colonia. El cardenal contó en público esta anécdota el pasado 3 de octubre, en el 22º aniversario de la reunificación alemana.

El Papa Wojtyla -explicó el cardenal Meisner- quería vencer con esas palabras los reparos del cardenal Meisner, que consideraba imposible, por coherencia, aceptar el nuevo cargo. En ese tiempo, el cardenal era Presidente de la Conferencia Episcopal de Berlín, y siempre intentaba convencer a sus fieles de que no huyeran de la República Democrática de Alemania, diciéndoles que «nuestra tarea está aquí».

La reunificación de Alemania parecía por aquel entonces tan lejana, que el cardenal no dio crédito a las palabras del Papa. «Santo Padre, no estás hablando ex catedra, sino ex banco del jardín», pues estaban en ese lugar del palacio de Castelgandolfo. Juan Pablo II reconoció que no hablaba «ex catedra, pero el Papa tiene razón».

Ante la seguridad del Santo Padre, el cardenal Meisner le preguntó si tenía información privilegiada de los servicios secretos. La respuesta fue: «Arriba está mi servicio secreto». Al día siguiente, movido por la sorpresa y la curiosidad, Meisner le preguntó a su compatriota, el cardenal Joseph Ratzinger, entonces Prefecto de la Congregación  para la Doctrina de la Fe: «¿Tú cómo te lo explicas?» Éste afirmó: «El Papa tiene sus misterios de fe, en eso no entro». Poco más de dos años después, caía el Muro de Berlín, un acontecimiento histórico, del que mañana se cumplen 23 años.

Foro Juan Pablo II


sábado, 17 de noviembre de 2012

Oración a Dios Padre


Bendito seas, Padre,
que en tu infinito amor
nos has dado a tu Hijo unigénito,
hecho carne por obra del Espíritu Santo
en el seno purísimo de la Virgen María
y nacido en Belén hace dos mil años.
Él se hizo nuestro compañero de viaje
y dio nuevo significado a la historia,
que es un camino recorrido juntos
en las penas y los sufrimientos,
en la fidelidad y el amor,
hacia los cielos nuevos y la tierra nueva
en los cuales Tú,              
vencida la muerte, serás Todo en todos

Sostén, Padre, con la fuerza del Espíritu,
los esfuerzos de la Iglesia en la Nueva Evangelización
y guía nuestros pasos por los caminos del mundo,
para anunciar a Cristo con la propia vida
orientando nuestra peregrinación terrena
hacia la Ciudad de la Luz.
Que los discípulos de Jesús brillen por su amor
hacia los pobres y oprimidos;
que sean solidarios con los necesitados
y generosos en las obras de misericordia;
que sean indulgentes con los hermanos
para alcanzar de Ti ellos mismos indulgencia y perdón.

A ti, Padre omnipotente,
origen del cosmos y del hombre,
por Cristo, el que vive,
Señor del tiempo y de la historia,
en el Espíritu que santifica el universo,
alabanza, honor y gloria
ahora y por los siglos de los siglos. Amén.

Beato Juan Pablo II
Fuente: El camino de María

miércoles, 7 de noviembre de 2012

La intercesión de la Madre del Redentor


María es Madre de la humanidad en el orden de la Gracia. El Concilio Vaticano II destaca este papel de María, vinculándolo a su cooperación en la Redención de Cristo. Ella, «por decisión de la divina Providencia, fue en la tierra la excelsa Madre del Divino Redentor, la compañera más generosa de todas y la humilde esclava del Señor» (Lumen Gentium, 61). Con estas afirmaciones, la Constitución Lumen Gentium pretende poner de relieve, como se merece, el hecho de que la Virgen estuvo asociada íntimamente a la Obra redentora de Cristo, haciéndose «la compañera» del Salvador «más generosa de todas». A través de los gestos de toda madre, desde los más sencillos hasta los más arduos, María coopera libremente en la obra de la salvación de la humanidad, en profunda y constante sintonía con su Divino Hijo.

El Concilio pone de relieve también que la cooperación de María estuvo animada por las virtudes evangélicas de la obediencia, la fe, la esperanza y la caridad, y se realizó bajo el influjo del Espíritu Santo. Además, recuerda que precisamente de esa cooperación le deriva el don de la maternidad espiritual universal: asociada a Cristo en la Obra de la Redención, que incluye la regeneración espiritual de la humanidad, se convierte en Madre de los hombres renacidos a una vida nueva.

Al afirmar que María es «nuestra Madre en el orden de la Gracia» (ib.), el Concilio pone de relieve que su maternidad espiritual no se limita solamente a los discípulos, como si se tuviese que interpretar en sentido restringido la frase pronunciada por Jesús en el Calvario: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26). Efectivamente, con estas palabras el Crucificado, estableciendo una relación de intimidad entre María y el discípulo predilecto, figura tipológica de alcance universal, trataba de ofrecer a su Madre como Madre a todos los hombres.

Por otra parte, la eficacia universal del Sacrificio redentor y la cooperación consciente de María en el ofrecimiento sacrificial de Cristo, no tolera una limitación de su amor materno. Esta misión maternal de María Santísima se ejerce en el contexto de su singular relación con la Iglesia. Con su solicitud hacia todo cristiano, más aún, hacia toda criatura humana, Ella guía la fe de la Iglesia hacia una acogida cada vez más profunda de la palabra de Dios, sosteniendo su esperanza, animando su caridad y su comunión fraterna, y alentando su dinamismo apostólico.

María, durante su vida terrena, manifestó su maternidad espiritual hacia la Iglesia por un tiempo muy breve. Sin embargo, esta función suya asumió todo su valor después de la Asunción, y está destinada a prolongarse en los siglos hasta el fin del mundo. El Concilio afirma expresamente: «Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la Cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos» (Lumen Gentium, 62). Ella, tras entrar en el Reino eterno del Padre, estando más cerca de su Divino Hijo y, por tanto, de todos nosotros, puede ejercer en el Espíritu de manera más eficaz la función de intercesión materna que le ha confiado la Divina Providencia.

El Padre ha querido poner a María cerca de Cristo y en comunión con Él, que puede «salvar perfectamente a los que por Él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor» (Hb 7,25): a la intercesión sacerdotal del Redentor ha querido unir la intercesión maternal de la Virgen. Es una función que Ella ejerce en beneficio de quienes están en peligro y tienen necesidad de favores temporales y, sobre todo, de la salvación eterna: «Con su Amor de Madre cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y viven entre angustias y peligros hasta que lleguen a la patria feliz. Por eso la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora» (Lumen Gentium, 62). Estos apelativos, sugeridos por la fe del pueblo cristiano, ayudan a comprender mejor la naturaleza de la intervención de la Madre del Señor en la vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles.

María ejerce su papel de «Abogada», cooperando tanto con el Espíritu Paráclito como con Aquel que en la Cruz intercedía por sus perseguidores (cf. Lc 23,34) y al que Juan llama nuestro «Abogado ante el Padre» (cf. 1 Jn 2,1). Como Madre, Ella defiende a sus hijos y los protege de los daños causados por sus mismas culpas.

Los cristianos invocan a María como «Auxiliadora», reconociendo su amor materno, que ve las necesidades de sus hijos y está dispuesto a intervenir en su ayuda, sobre todo cuando está en juego la salvación eterna.

La convicción de que María está cerca de cuantos sufren o se hallan en situaciones de peligro grave, ha llevado a los fieles a invocarla como «Socorro». La misma confiada certeza se expresa en la más antigua oración mariana con las palabras: «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita» ( Breviario romano).

Como Mediadora maternal, María presenta a Cristo nuestros deseos, nuestras súplicas, y nos transmite los dones divinos, intercediendo continuamente en nuestro favor.

Beato Juan Pablo II
Audiencia General -  Miércoles 24 de septiembre de 1997

domingo, 4 de noviembre de 2012

Oración para un Año de Gracia


Gloria y alabanza a Ti, oh Cristo, ahora y por siempre.

Señor Jesús, plenitud de los tiempos y señor de la historia, dispón nuestro corazón a celebrar con fe este Año de Gracia y de Misericordia. Danos un corazón humilde y sencillo, para que contemplemos con renovado asombro el misterio de la Encarnación, por el que Tú, Hijo del Altísimo, en el seno de la Virgen, santuario del Espíritu, te hiciste nuestro Hermano.

Gloria y alabanza a Ti, oh Cristo, ahora y por siempre.

Jesús, principio y perfección del hombre nuevo, convierte nuestros corazones a Ti, para que, abandonando las sendas del error, caminemos tras tus huellas por el sendero que conduce a la vida. Haz que, fieles a las promesas del Bautismo, vivamos con coherencia nuestra fe, dando testimonio constante de tu palabra, para que en la familia y en la sociedad resplandezca la luz vivificante del Evangelio.

Gloria y alabanza a Ti, oh Cristo, ahora y por siempre.

Jesús, fuerza y sabiduría de Dios, enciende en nosotros el amor a la divina Escritura, donde resuena la voz del Padre, que ilumina e inflama, alimenta y consuela. Tú, Palabra del Dios vivo, renueva en la Iglesia el ardor misionero, para que todos los pueblos lleguen a conocerte, verdadero Hijo de Dios y verdadero Hijo del hombre, único Mediador entre Dios y el hombre.

Gloria y alabanza a Ti, oh Cristo, ahora y por siempre.

Jesús, fuente de unidad y de paz, fortalece la comunión en tu Iglesia, da vigor al movimiento ecuménico, para que con la fuerza de tu Espíritu, todos tus discípulos sean uno. Tú que nos has dado como norma de vida el mandamiento nuevo del amor, haznos constructores de un mundo solidario, donde la guerra sea vencida por la paz, la cultura de la muerte por el compromiso en favor de la vida.

Gloria y alabanza a Ti, oh Cristo, ahora y por siempre.

Jesús, Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad, luz que ilumina a todo hombre, da a quien te busca con corazón sincero la abundancia de tu Vida. A Ti, Redentor del hombre, principio y fin del tiempo y del cosmos, al Padre, fuente inagotable de todo bien, y al Espíritu Santo, sello del infinito amor, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. 
Amén.

Beato Juan Pablo II