El Evangelista Mateo concluye su genealogía de Jesús,
Hijo de María, colocada al comienzo de su Evangelio, con las palabras “Jesús,
llamado Cristo” (Mt 1, 16). El término “Cristo” es el equivalente griego de la
palabra hebrea “Mesías”, que quiere decir “Ungido”. Israel, el pueblo elegido
por Dios, vivió durante generaciones en la espera del cumplimiento de la
promesa del Mesías, a cuya venida fue preparado a través de la historia de la
Alianza. El Mesías, es decir el “Ungido” enviado por Dios, había de dar
cumplimiento a la vocación del pueblo de la Alianza, al cual, por medio de la
Revelación se le había concedido el privilegio de conocer la verdad sobre el
mismo Dios y su proyecto de salvación.
El atribuir el nombre “Cristo” a Jesús de Nazaret es el
testimonio de que los Apóstoles y la Iglesia primitiva reconocieron que en Él
se habían realizado los designios del Dios de la Alianza y las expectativas de
Israel. Es lo que proclamó Pedro el día de Pentecostés cuando, inspirado por el
Espíritu Santo, habló por la primera vez a los habitantes de Jerusalén y a los
peregrinos que habían llegado a las fiestas: “Tenga pues por cierto toda la
casa de Israel que Dios le ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien
vosotros habéis crucificado” (Act 2, 36).
El discurso de Pedro y la genealogía de Mateo vuelven a
proponernos el rico contenido de la palabra “Mesías-Cristo” que se encuentra en
el Antiguo Testamento y sobre el que hablaremos en las próximas catequesis.
La palabra “Mesías”, incluyendo la idea de unción, sólo
puede comprenderse en conexión con la institución religiosa de la unción con el
aceite, que era usual en Israel y que -como bien sabemos- pasó de la Antigua
Alianza a la Nueva. En la historia de la Antigua Alianza recibieron esta unción
personas llamadas por Dios al cargo y a la dignidad de rey, o de sacerdote o de
profeta. En esta catequesis intentamos detenernos en el oficio y la dignidad de
Cristo en cuanto Rey.
Cuando el ángel Gabriel anuncia a la Virgen María que
había sido escogida para ser la Madre del Salvador, le habla de la realeza de
su Hijo: “...le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la
casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 32-33).
Estas palabras parecen corresponder a la promesa hecha al
rey David: “Cuando se cumplieren tus días... suscitaré a tu linaje después de
ti... y afirmaré su reino. El edificará casa a mi nombre y yo estableceré su
trono por siempre. Yo le seré a él padre, y él me será a mi hijo” (2 Sam 7,
12-14). Se puede decir que esta promesa se cumplió en cierta medida con
Salomón, hijo y directo sucesor de David. Pero el sentido pleno de la promesa
iba más allá de los confines de un reino terreno y se refería no sólo a un
futuro lejano, sino ciertamente a una realidad que iba más allá de la historia,
del tiempo y del espacio: “Yo estableceré su trono por siempre” (2 Sam 7, 13).
En la Anunciación se presenta a Jesús como Aquél en el
que se cumple la antigua promesa. De ese modo la verdad sobre Cristo-Rey se
sitúa en la tradición bíblica del “Rey mesiánico” (del Mesías-Rey); así se la
encuentra muchas veces en los Evangelios que nos hablan de la misión de Jesús
de Nazaret y nos transmiten su enseñanza.
Es significativa a este respecto la actitud del mismo
Jesús, por ejemplo cuando Bartimeo, el mendigo ciego, para pedirle ayuda le
grita: “¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mí!” (Mc 10, 47). Jesús, que nunca
se ha atribuido ese título, acepta como dirigidas a Él las palabras
pronunciadas por Bartimeo. En todo caso se preocupa de precisar su importancia.
En efecto, dirigiéndose a los fariseos, pregunta: “¿Qué os parece de Cristo?
¿De quién es hijo? Dijéronle ellos: De David. Les replicó: “Pues ¿cómo David,
en espíritu le llama Señor, diciendo: ‘Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi
diestra mientras pongo a tus enemigos bajo tus pies?’ (Sal 109/110, 1). Si,
pues, David le llama Señor, ¿cómo es hijo suyo?” (Mt 22, 42-45).
Como vemos, Jesús llama la atención sobre el modo
“limitado” e insuficiente de comprender al Mesías teniendo sólo como base la
tradición de Israel, unida a la herencia real de David. Sin embargo, Él no
rechaza esta tradición, sino que la cumple en el sentido pleno que ella contenía,
y que ya aparece en las palabras pronunciadas en la Anunciación y que se
manifestará en su Pascua.
Otro hecho significativo es que, al entrar en Jerusalén
en vísperas de su Pasión, Jesús cumple, tal como destacan los Evangelistas
Mateo (21, 5) y Juan ( 12, 15), la profecía de Zacarías, en la que se expresa
la tradición del “Rey mesiánico”: “Alégrate sobremanera, hoja de Sión. Grita
exultante, hija de Jerusalén. He aquí que viene tu Rey, justo y victorioso,
humilde, montado en un asno, en un pollino hijo de asna” (Zac 9, 9). “Decid a
la hija de Sión: he aquí que tu rey viene a ti, manso y montado sobre un asno,
sobre un pollino hijo de una bestia de carga” (Mt 21, 5). Precisamente sobre un
pollino cabalga Jesús durante su entrada solemne en Jerusalén, acompañado por
la turba entusiasta: “Hosanna al Hijo de David” (cf. Mt 21, 1-10). A pesar de
la indignación de los fariseos, Jesús acepta la aclamación mesiánica de los
“pequeños” (cf. Mt 21, 16; Lc 19, 40), sabiendo muy bien que todo equívoco
sobre el título de Mesías se disiparía con su glorificación a través de la
Pasión.
La comprensión de la realeza como un poder terreno
entrará en crisis. La tradición no quedará anulada por ello, sino clarificada.
Los días siguientes a la entrada de Jesús en Jerusalén se verá cómo se han de
entender las palabras del Ángel en la Anunciación. “Le dará el Señor Dios el
trono de David, su padre... reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su
reino no tendrá fin”. Jesús mismo explicará en qué consiste su propia realeza,
y por lo tanto la verdad mesiánica, y cómo hay que comprenderla.
El momento decisivo de esta clarificación se da en el
diálogo de Jesús con Pilato, que trae el Evangelio de Juan. Puesto que Jesús ha
sido acusado ante el gobernador romano de “considerarse rey” de los judíos,
Pilato le hace una pregunta sobre esta acusación que interesa especialmente a
la autoridad romana porque, si Jesús realmente pretendiera ser “rey de los
judíos” y fuese reconocido como tal por sus seguidores, podría constituir una amenaza
para el imperio. Pilato, pues, pregunta a Jesús: “¿Eres tú el rey de los
judíos? Responde Jesús: ¿Por tu cuenta dices eso o te lo han dicho otros de
Mí?”; y después explica: “Mi Reino no es de este mundo; si de este mundo fuera
mi Reino, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado a los
judíos; pero mi Reino no es de aquí”. Ante la insistencia de Pilato: “Luego,
¿tú eres rey?”, Jesús declara: “Tú dices que soy Rey. Yo para esto he nacido y
para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la Verdad; todo el que es
de la Verdad oye mi Voz” (cf. Jn 18, 33-37). Estas palabras inequívocas de
Jesús contienen la afirmación clara de que el carácter o munus real, unido a la
misión del Cristo-Mesías enviado por Dios, no se puede entender en sentido
político como si se tratara de un poder terreno, ni tampoco en relación al
“pueblo elegido”, Israel.
La continuación del proceso de Jesús confirma la
existencia del conflicto entre la concepción que Cristo tiene de Sí mismo como
“Mesías-Rey” y la terrestre o política, común entre el pueblo. Jesús es
condenado a muerte bajo la acusación de que “se ha considerado rey”. La
inscripción colocada en la Cruz: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”, probará
que para la autoridad romana éste es su delito. Precisamente los judíos que,
paradójicamente, aspiraban al restablecimiento del “reino de David”, en sentido
terreno, al ver a Jesús azotado y coronado de espinas, tal como se lo presentó
Pilato con las palabras: “¡Ahí tenéis a vuestro rey!”, habían gritado: “¡Crucifícale!...
Nosotros no tenemos más rey que al Cesar” (Jn 19, 15).
En este marco podemos comprender mejor el significado de
la inscripción puesta en la Cruz de Cristo, refiriéndonos por lo demás a la
definición que Jesús había dado a Sí mismo durante el interrogatorio ante el
procurador romano. Sólo en ese sentido el Cristo-Mesías es “el Rey”; sólo en
ese sentido Él actualiza la tradición del “Rey mesiánico”, presente en el
Antiguo Testamento e inscrita en la historia del pueblo de la Antigua Alianza.
Finalmente, en el Calvario un último episodio ilumina la
condición mesiánico-real de Jesús. Uno de los dos malhechores crucificados
junto con Jesús manifiesta esta verdad de forma penetrante, cuando dice:
“Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino” (Lc 23, 42). En este diálogo
encontramos casi una confirmación última de las palabras que el Ángel había
dirigido a María en la Anunciación: Jesús “reinará... y su Reino no tendrá fin”
(Lc 1, 33).
Texto e imagen:
El Camino de María
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