viernes, 29 de marzo de 2013

La hora de Cristo


El Viernes Santo la Iglesia celebra la Muerte salvadora de Cristo. En el Acto litúrgico de la tarde, medita en la Pasión de su Señor, intercede por la salvación del mundo, adora la Cruz y conmemora su propio nacimiento del costado abierto del Salvador (Cfr. Jn 19,34)   El Via Crucis  es una de las manifestaciones de piedad popular más arraigadas de este día.

La Hora de la Pasión es la Hora de Cristo, la hora del cumplimiento de su Misión. El Evangelio de San Juan nos permite descubrir las disposiciones íntimas de Jesús al inicio de la última Cena: «Sabiendo Jesús que había llegado su Hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Por tanto, es la Hora del Amor, que quiere llegar «hasta el extremo», es decir, hasta la entrega suprema. En su sacrificio, Cristo nos revela el Amor perfecto: ¡no habría podido amarnos más profundamente!

Esa Hora decisiva es, al mismo tiempo, Hora de la Pasión y Hora de la Glorificación. Según el Evangelio de San Juan, es la Hora en que el Hijo del hombre es «elevado de la tierra» (Jn 12, 32). La elevación en la Cruz es signo de la elevación a la gloria celestial. Entonces empezará la fase de una nueva relación con la humanidad y, en particular, con sus discípulos, como Jesús mismo anuncia: «Os he dicho todo esto en parábolas. Se acerca la hora en que ya no os hablaré en parábolas, sino que con toda claridad os hablaré acerca del Padre» (Jn 16, 25).

La Hora suprema es, en definitiva, el tiempo en que el Hijo va al Padre. En ella se aclara el significado de su sacrificio y se manifiesta plenamente el valor que dicho sacrificio reviste para la humanidad redimida y llamada a unirse al Hijo en su regreso al Padre...

Beato Juan Pablo II
Audiencia General 14 de enero de 1998
Fuente: El camino de María

Vía Crucis de Juan Pablo II

Las Meditaciones del Via Crucis escritas por el Papa Juan Pablo II para el Año Santo 2000 pueden ser leídas y rezadas haciendo clic acá.

miércoles, 27 de marzo de 2013

Missa "in cena domini"


"Con ansia he deseado comer esta Pascua con ustedes antes de padecer" (Lc 22:15). Con estas palabras, Cristo declara el significado profético de la Cena Pascual que está a punto de celebrar con sus discípulos en el Cenáculo de Jerusalén.

En la Primera Lectura del Libro del Éxodo, la liturgia muestra cómo la Pascua de la Antigua Alianza provee el contexto para la Pascua de Jesús. Para los israelitas, la Pascua era el recuerdo de la comida de sus antepasados al momento del éxodo de Egipto, la liberación de la esclavitud. El texto sagrado prescribe que un poco de la sangre del cordero debía ser puesta en los umbrales y dinteles de las casas. Y continúa estipulando cómo debía comerse el cordero: "ceñidas vuestras cinturas, calzados vuestros pies, y el bastón en vuestra mano; y lo comeréis de prisa… es Pascua del Señor. Yo pasaré esta noche por la tierra de Egipto y heriré a todos los primogénitos del país de Egipto, desde los hombres hasta los ganados, y me tomaré justicia de todos los dioses de Egipto. Yo, Yahvé. La sangre será vuestra señal en las casas donde moráis. Cuando yo vea la sangre pasaré de largo ante vosotros, y no habrá entre vosotros plaga exterminadora cuando yo hiera el país de Egipto" (Ex 12:11-13).

La sangre del cordero ganó para los hijos e hijas de Israel la liberación de la esclavitud de Egipto bajo el liderazgo de Moisés. El recuerdo de tan extraordinario evento se convirtió en una ocasión festiva para el pueblo, que agradeció a Dios por la libertad concedida, un regalo divino y una tarea humana constantemente relevante: "Este será un día memorable para vosotros, y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahvé de generación en generación" (Ex 12:14). ¡Ésta es la Pascua del Señor! ¡La Pascua de la Antigua Alianza!

En el Cenáculo, Cristo tuvo su Cena Pascual con sus discípulos siguiendo las prescripciones de la Antigua Alianza, pero le dio al rito una nueva substancia. Hemos escuchado cómo San Pablo lo explica en la Segunda Lectura, tomada de la Primera Carta a los Corintios. El texto, considerado como el relato más antiguo de la Cena del Señor, recuerda que Jesús, "la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: «Este es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío». Asimismo también la copa después de cenar diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre. Cuando veces la bebieres, hacedlo en recuerdo mío». Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (1 Cor 11:23-26).

Estas son palabras solemnes que actualizan en todo tiempo el memorial de la institución de la Eucaristía. Cada año, en este día, los recordamos al regresar espiritualmente al Cenáculo. Esta noche los re-evoco con una emoción particular, porque está fresca en mi memoria y en mi corazón la imagen del Cenáculo, donde tuve el gozo de celebrar la Eucaristía durante mi reciente peregrinación jubilar a Tierra Santa. Esta emoción es aún más fuerte, porque éste es el año del Jubileo del 2000 aniversario de la Encarnación. Vista desde esta perspectiva, nuestra celebración de esta noche toma un significado especialmente profundo. En el Cenáculo, Jesús llenó las antiguas tradiciones con un nuevo significado y prefiguró los eventos del día siguiente, cuando su Cuerpo, el inmaculado cuerpo del Cordero de Dios, sería sacrificado y su Sangre derramada para la redención del mundo. ¡La palabra tomó carne precisamente con este evento, viendo la Pascua de Cristo, la Pascua de la Nueva Alianza!

"Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (1 Cor 11:26). El apóstol nos urge a hacer un constante memorial de este misterio. Al mismo tiempo, nos invita a vivir cada día nuestra misión como testigos y heraldos del amor del Señor Crucificado, mientras esperamos su regreso glorioso.

Pero, ¿cómo vamos a hacer un memorial de este evento salvífico? ¿Cómo vamos a vivir mientras esperamos el regreso de Cristo? Antes de instituir el Sacramento de su Cuerpo y Sangre, Cristo, inclinado y arrodillado como un esclavo lo haría, para lavar los pies de sus discípulos en el Cenáculo. Así lo vemos al realizar este gesto, que en la cultura hebrea era la tarea de los siervos y las personas más humildes en las casas. Pedro al comienzo lo rechaza, pero el Maestro lo convence. Y él también al final, junto con los otros discípulos, permite que sus pies sean lavados. Inmediatamente después, sin embargo, revestido y sentado en la mesa, Jesús explica el significado de su gesto: "Vosotros me llamáis ‘el Maestro’ y ‘el Señor’, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros" (Jn 13:12-14). Éstas son palabras que relacionan el misterio eucarístico con el servicio de amor, y pueden entonces ser vistas como una preparación para la institución del sacerdocio ministerial.

Al instituir la Eucaristía, Jesús da a los apóstoles un lugar como ministros en su sacerdocio, el sacerdocio de la nueva y eterna Alianza. En esta Alianza, Él y sólo Él es siempre y donde sea la fuente y el ministro de la Eucaristía. Los apóstoles, por su parte, se convierten en ministros de este exaltado misterio de fe, destinado a durar hasta el fin del mundo. Al mismo tiempo, se convierten en siervos de todos aquellos que compartirán tan grande don y misterio.

La Eucaristía, el Sacramento supremo de la Iglesia, se une al sacerdocio ministerial, que también nace en el Cenáculo, como el don del gran amor del que, sabiendo "que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13:1).

¡La Eucaristía, el sacerdocio y el nuevo mandamiento del amor! Éste es el memorial viviente que tenemos ante nuestros ojos en este Jueves Santo.

"Hagan esto en memoria mía": ¡Ésta es la Pascua de la Iglesia! ¡Ésta es nuestra Pascua!

Homilía del Papa Juan Pablo II
Jueves Santo, 20 de abril del 2000
Aciprensa

lunes, 25 de marzo de 2013

Solemnidad de la Anunciación


Hoy los ojos de toda la Iglesia se dirigen a Nazaret... El evangelista San Lucas sitúa claramente el acontecimiento en el tiempo y en el espacio: "A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José; (...) la virgen se llamaba María" (Lc 1, 26-27).

El plan divino se reveló gradualmente en el Antiguo Testamento, de manera especial en las palabras del profeta Isaías: "El Señor, por su cuenta, os dará una señal. Mirad: la virgen está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel" (Is 7, 14). Esta palabra significa "Dios-con-nosotros". Con estas palabras se anuncia el acontecimiento único que iba a tener lugar en Nazaret en la plenitud de los tiempos, y es el acontecimiento que estamos celebrando.

Nuestra peregrinación jubilar ha sido un viaje espiritual, que empezó siguiendo los pasos de Abraham, "nuestro padre en la fe" (Canon romano; cf. Rm 4, 11-12). Este viaje nos ha traído hoy a Nazaret, donde nos encontramos con María, la hija más auténtica de Abraham. María, más que cualquier otra persona, puede enseñarnos lo que significa vivir la fe de "nuestro padre". En muchos aspectos, María es claramente diferente de Abraham; sin embargo, de un modo más profundo, "el amigo de Dios" (cf. Is 41, 8) y la joven de Nazaret son muy parecidos.

Dios hace a ambos una maravillosa promesa. Abraham se convertiría en padre de un hijo, de quien nacería una gran nación. María se convertiría en madre de un Hijo que sería el Mesías, el Ungido. Gabriel le dice: "Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo. (...) El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, (...) y su reino no tendrá fin" (Lc 1, 31-33).

Tanto para Abraham como para María la promesa divina es algo completamente inesperado. Dios altera el curso diario de su vida, modificando los ritmos establecidos y las expectativas comunes. Tanto a Abraham como a María la promesa les parece imposible. La mujer de Abraham, Sara, era estéril, y María no estaba aún casada: "¿Cómo será eso -pregunta-, pues no conozco varón?" (Lc 1, 34).

Como a Abraham, también a María se le pide que diga "sí" a algo que nunca antes había sucedido. Sara es la primera de las mujeres estériles de la Biblia que concibe por el poder de Dios, del mismo modo que Isabel será la última. Gabriel habla de Isabel para tranquilizar a María: "Ahí tienes a tu parienta Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo" (Lc 1, 36).

Como Abraham, también María debe caminar en la oscuridad, confiando plenamente en Aquel que la ha llamado. Sin embargo, incluso su pregunta: "¿Cómo será eso?", sugiere que María está dispuesta a decir "sí", a pesar de su temor y de su incertidumbre. María no pregunta si la promesa es posible, sino únicamente cómo se cumplirá. Por eso, no nos sorprende que finalmente pronuncie su "sí": "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). Con estas palabras, María se presenta como verdadera hija de Abraham, y se convierte en Madre de Cristo y en Madre de todos los creyentes.

¿Qué pedimos nosotros, peregrinos en nuestro itinerario hacia el tercer milenio cristiano, a la Madre de Dios? Aquí, en la ciudad que Pablo VI, cuando visitó Nazaret, definió "la escuela del Evangelio", donde "se aprende a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido, tan profundo y misterioso, de aquella simplicísima, humildísima y bellísima manifestación del Hijo de Dios" (Homilía en Nazaret, 5 de enero de 1964), pido, ante todo, una gran renovación de la fe de todos los hijos de la Iglesia. Una profunda renovación de la fe: no sólo una actitud general de vida, sino también una profesión consciente y valiente del Credo:  "Et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine, et homo factus est".

En Nazaret, donde Jesús "crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc 2, 52), pido a la Sagrada Familia que impulse a todos los cristianos a defender la familia contra las numerosas amenazas que se ciernen actualmente sobre su naturaleza, su estabilidad y su misión. A la Sagrada Familia encomiendo los esfuerzos de los cristianos y de todos los hombres de buena voluntad para defender la vida y promover el respeto a la dignidad de todo ser humano.

A María, la Theotókos, la gran Madre de Dios, consagro las familias de Tierra Santa, las familias del mundo. En Nazaret, donde Jesús comenzó su ministerio público, pido a María que ayude a la Iglesia por doquier a predicar la "buena nueva" a los pobres, como Él hizo (cf. Lc 4, 18). En este "año de gracia del Señor", le pido que nos enseñe el camino de la obediencia humilde y gozosa al Evangelio para servir a nuestros hermanos y hermanas, sin preferencias ni prejuicios.

"No desprecies mis súplicas, oh Madre del Verbo encarnado, antes bien dígnate aceptarlas y favorablemente escucharlas. Así sea"

Beato Juan Pablo II
Nazaret, Sábado 25 de marzo de 2000
Homilía en la Santa Misa celebrada
en la Basílica de la Anunciación

sábado, 16 de marzo de 2013

El amor misericordioso de Dios

Juan Pablo II creó Cardenal a Jorge Bergoglio (hoy Papa Francisco)
el 21 de Febrero de 2001 en San Pedro

La liturgia del V Domingo de Cuaresma nos propone hoy la página del evangelio de San Juan que pone a Cristo ante una mujer sorprendida en adulterio. El Señor no la condena; por el contrario, la salva de la lapidación. No le dice: no has pecado, sino: Yo no te condeno; anda, y en adelante no peques más (cf. Jn 8, 11). En realidad, sólo Cristo puede salvar al hombre, porque toma sobre Sí su pecado y le ofrece la posibilidad de cambiar.

Este pasaje evangélico enseña claramente que el perdón cristiano no es sinónimo de simple tolerancia, sino que implica algo más arduo. No significa olvidar el mal, o peor todavía, negarlo. Dios no perdona el mal, sino a la persona, y enseña a distinguir el acto malo, que como tal hay que condenar, de la persona que lo ha cometido, a la que le ofrece la posibilidad de cambiar. Mientras que el hombre tiende a identificar al pecador con su pecado, cerrándole así toda vía de salida, el Padre Celestial, en cambio, envió a su Hijo al mundo para ofrecer a todos un camino de salvación. Cristo es este camino: muriendo en la Cruz, nos ha redimido de nuestros pecados.

A los hombres y mujeres de todas las épocas, Jesús les repite: Yo no te condeno; anda, y en adelante no peques más (cf. Jn 8, 11).

¿Cómo reflexionar sobre este Evangelio, sin experimentar una sensación de confianza? ¿Cómo no reconocer en él una «buena noticia» para los hombres y mujeres de nuestros días, deseosos de redescubrir el verdadero sentido de la misericordia y del perdón?
Hay necesidad de perdón cristiano, que infunda esperanza y confianza sin debilitar la lucha contra el mal. Hay necesidad de dar y recibir misericordia.

Pero no seremos capaces de perdonar, si antes no nos dejamos perdonar por Dios, reconociéndonos objeto de su Misericordia. Sólo estaremos dispuestos a perdonar las faltas de los demás si tomamos conciencia de la deuda enorme que Dios nos ha perdonado.

El pueblo cristiano invoca a la Virgen como Madre de Misericordia. En ella el Amor Misericordioso de Dios se hizo carne, y su Corazón Inmaculado es siempre y en todo lugar refugio seguro para los pecadores.

Guiados por Ella, apresuremos nuestros pasos hacia Jerusalén, hacia la Pascua de nuestra salvación, ya cercana. Sigamos al Hijo que va al encuentro de su Pasión, y que nos repite también a nosotros: «Anda, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11). En el Gólgota se realiza el juicio universal del Amor de Dios, para que cada uno pueda reconocer que Cristo Crucificado pagó el precio de nuestro rescate. Que la Virgen nos ayude a acoger con renovada alegría el don de la salvación, a fin de que reencontremos confianza y esperanza para caminar en una vida nueva.

Beato Juan Pablo II

lunes, 11 de marzo de 2013

Perseverar en la oración unidos espiritualmente a María Santísima


"...Durante la Sede vacante, y sobre todo mientras se desarrolla la elección del Sucesor de Pedro, la Iglesia está unida de modo particular con los Pastores y especialmente con los Cardenales electores del Sumo Pontífice y pide a Dios un nuevo Papa como don de su Bondad y Providencia. En efecto, a ejemplo de la primera comunidad cristiana, de la que se habla en los Hechos de los Apóstoles (cf. 1, 14), la Iglesia universal, unida espiritualmente a María, la Madre de Jesús, debe perseverar unánimemente en la oración; de esta manera, la elección del nuevo Pontífice no será un hecho aislado del Pueblo de Dios que atañe sólo al Colegio de los electores, sino que en cierto sentido, será una acción de toda la Iglesia.

Por tanto, establezco que en todas las ciudades y en otras poblaciones, al menos las más importantes, conocida la noticia de la vacante de la Sede Apostólica, se eleven humildes e insistentes oraciones al Señor (cf. Mt 21, 22; Mc 11, 24), para que ilumine a los electores y los haga tan concordes en su cometido que se alcance una pronta, unánime y fructuosa elección, como requiere la salvación de las almas y el bien de todo el Pueblo de Dios."

Beato Juan Pablo II
Universi Dominici Gregis, 84