Hoy los ojos de toda la Iglesia se dirigen a Nazaret... El
evangelista San Lucas sitúa claramente el acontecimiento en el tiempo y en el
espacio: "A los seis meses, el ángel
Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una
virgen desposada con un hombre llamado José; (...) la virgen se llamaba
María" (Lc 1, 26-27).
El plan divino se reveló gradualmente en el Antiguo
Testamento, de manera especial en las palabras del profeta Isaías: "El Señor, por su cuenta, os dará una
señal. Mirad: la virgen está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por
nombre Emmanuel" (Is 7, 14). Esta palabra significa
"Dios-con-nosotros". Con estas palabras se anuncia el acontecimiento
único que iba a tener lugar en Nazaret en la plenitud de los tiempos, y es el acontecimiento
que estamos celebrando.
Nuestra peregrinación jubilar ha sido un viaje
espiritual, que empezó siguiendo los pasos de Abraham, "nuestro padre en la fe" (Canon romano; cf. Rm 4, 11-12).
Este viaje nos ha traído hoy a Nazaret, donde nos encontramos con María, la
hija más auténtica de Abraham. María, más que cualquier otra persona, puede
enseñarnos lo que significa vivir la fe de "nuestro
padre". En muchos aspectos, María es claramente diferente de Abraham;
sin embargo, de un modo más profundo, "el
amigo de Dios" (cf. Is 41, 8) y la joven de Nazaret son muy parecidos.
Dios hace a ambos una maravillosa promesa. Abraham se
convertiría en padre de un hijo, de quien nacería una gran nación. María se
convertiría en madre de un Hijo que sería el Mesías, el Ungido. Gabriel le
dice: "Concebirás en tu vientre y
darás a luz un hijo. (...) El Señor Dios le dará el trono de David, su padre,
(...) y su reino no tendrá fin" (Lc 1, 31-33).
Tanto para Abraham como para María la promesa divina es
algo completamente inesperado. Dios altera el curso diario de su vida,
modificando los ritmos establecidos y las expectativas comunes. Tanto a Abraham
como a María la promesa les parece imposible. La mujer de Abraham, Sara, era estéril,
y María no estaba aún casada: "¿Cómo
será eso -pregunta-, pues no conozco
varón?" (Lc 1, 34).
Como a Abraham, también a María se le pide que diga
"sí" a algo que nunca antes había sucedido. Sara es la primera de las
mujeres estériles de la Biblia que concibe por el poder de Dios, del mismo modo
que Isabel será la última. Gabriel habla de Isabel para tranquilizar a María: "Ahí tienes a tu parienta Isabel, que,
a pesar de su vejez, ha concebido un hijo" (Lc 1, 36).
Como Abraham, también María debe caminar en la oscuridad,
confiando plenamente en Aquel que la ha llamado. Sin embargo, incluso su
pregunta: "¿Cómo será eso?",
sugiere que María está dispuesta a decir "sí", a pesar de su temor y
de su incertidumbre. María no pregunta si la promesa es posible, sino
únicamente cómo se cumplirá. Por eso, no nos sorprende que finalmente pronuncie
su "sí": "He aquí la
esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). Con
estas palabras, María se presenta como verdadera hija de Abraham, y se convierte
en Madre de Cristo y en Madre de todos los creyentes.
¿Qué pedimos nosotros, peregrinos en nuestro itinerario
hacia el tercer milenio cristiano, a la Madre de Dios? Aquí, en la ciudad que
Pablo VI, cuando visitó Nazaret, definió "la
escuela del Evangelio", donde "se
aprende a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido, tan
profundo y misterioso, de aquella simplicísima, humildísima y bellísima
manifestación del Hijo de Dios" (Homilía en Nazaret, 5 de enero de
1964), pido, ante todo, una gran renovación de la fe de todos los hijos de la
Iglesia. Una profunda renovación de la fe: no sólo una actitud general de vida,
sino también una profesión consciente y valiente del Credo: "Et incarnatus est de Spiritu Sancto ex
Maria Virgine, et homo factus est".
En Nazaret, donde Jesús "crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los
hombres" (Lc 2, 52), pido a la Sagrada Familia que impulse a todos los
cristianos a defender la familia contra las numerosas amenazas que se ciernen
actualmente sobre su naturaleza, su estabilidad y su misión. A la Sagrada
Familia encomiendo los esfuerzos de los cristianos y de todos los hombres de
buena voluntad para defender la vida y promover el respeto a la dignidad de
todo ser humano.
A María, la Theotókos, la gran Madre de Dios, consagro
las familias de Tierra Santa, las familias del mundo. En Nazaret, donde Jesús
comenzó su ministerio público, pido a María que ayude a la Iglesia por doquier
a predicar la "buena nueva" a los pobres, como Él hizo (cf. Lc 4,
18). En este "año de gracia del Señor", le pido que nos enseñe el
camino de la obediencia humilde y gozosa al Evangelio para servir a nuestros
hermanos y hermanas, sin preferencias ni prejuicios.
"No desprecies
mis súplicas, oh Madre del Verbo encarnado, antes bien dígnate aceptarlas y
favorablemente escucharlas. Así sea"
Beato Juan Pablo II
Nazaret, Sábado 25 de marzo
de 2000
Homilía en la Santa Misa
celebrada
en la Basílica de la
Anunciación
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