sábado, 16 de marzo de 2013

El amor misericordioso de Dios

Juan Pablo II creó Cardenal a Jorge Bergoglio (hoy Papa Francisco)
el 21 de Febrero de 2001 en San Pedro

La liturgia del V Domingo de Cuaresma nos propone hoy la página del evangelio de San Juan que pone a Cristo ante una mujer sorprendida en adulterio. El Señor no la condena; por el contrario, la salva de la lapidación. No le dice: no has pecado, sino: Yo no te condeno; anda, y en adelante no peques más (cf. Jn 8, 11). En realidad, sólo Cristo puede salvar al hombre, porque toma sobre Sí su pecado y le ofrece la posibilidad de cambiar.

Este pasaje evangélico enseña claramente que el perdón cristiano no es sinónimo de simple tolerancia, sino que implica algo más arduo. No significa olvidar el mal, o peor todavía, negarlo. Dios no perdona el mal, sino a la persona, y enseña a distinguir el acto malo, que como tal hay que condenar, de la persona que lo ha cometido, a la que le ofrece la posibilidad de cambiar. Mientras que el hombre tiende a identificar al pecador con su pecado, cerrándole así toda vía de salida, el Padre Celestial, en cambio, envió a su Hijo al mundo para ofrecer a todos un camino de salvación. Cristo es este camino: muriendo en la Cruz, nos ha redimido de nuestros pecados.

A los hombres y mujeres de todas las épocas, Jesús les repite: Yo no te condeno; anda, y en adelante no peques más (cf. Jn 8, 11).

¿Cómo reflexionar sobre este Evangelio, sin experimentar una sensación de confianza? ¿Cómo no reconocer en él una «buena noticia» para los hombres y mujeres de nuestros días, deseosos de redescubrir el verdadero sentido de la misericordia y del perdón?
Hay necesidad de perdón cristiano, que infunda esperanza y confianza sin debilitar la lucha contra el mal. Hay necesidad de dar y recibir misericordia.

Pero no seremos capaces de perdonar, si antes no nos dejamos perdonar por Dios, reconociéndonos objeto de su Misericordia. Sólo estaremos dispuestos a perdonar las faltas de los demás si tomamos conciencia de la deuda enorme que Dios nos ha perdonado.

El pueblo cristiano invoca a la Virgen como Madre de Misericordia. En ella el Amor Misericordioso de Dios se hizo carne, y su Corazón Inmaculado es siempre y en todo lugar refugio seguro para los pecadores.

Guiados por Ella, apresuremos nuestros pasos hacia Jerusalén, hacia la Pascua de nuestra salvación, ya cercana. Sigamos al Hijo que va al encuentro de su Pasión, y que nos repite también a nosotros: «Anda, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11). En el Gólgota se realiza el juicio universal del Amor de Dios, para que cada uno pueda reconocer que Cristo Crucificado pagó el precio de nuestro rescate. Que la Virgen nos ayude a acoger con renovada alegría el don de la salvación, a fin de que reencontremos confianza y esperanza para caminar en una vida nueva.

Beato Juan Pablo II

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