sábado, 21 de febrero de 2015

Vencer las tentaciones con Jesús

Antes de comenzar su actividad pública, Jesús, llevado por el Espíritu Santo, se retira al desierto durante cuarenta días. Allí, como leemos hoy en el Evangelio, el diablo lo pone a prueba […] La lucha victoriosa de Jesús contra el tentador no termina con los días pasados en el desierto; continúa durante los años de su vida pública y culmina en los acontecimientos dramáticos de la Semana Santa. Precisamente con su muerte en la Cruz, el Redentor triunfa definitivamente sobre el mal, liberando a la humanidad del pecado y reconciliándola con Dios.

La escena de las tentaciones de Cristo en el desierto se renueva cada año al comienzo de la Cuaresma. La liturgia invita a los creyentes a entrar con Jesús en el desierto y a seguirlo en el típico itinerario penitencial de este tiempo cuaresmal, que ha comenzado el miércoles pasado con el austero rito de la ceniza.

Sólo Cristo puede liberar al hombre de lo que lo hace esclavo del mal y del egoísmo: de la búsqueda ansiosa de los bienes materiales, de la sed de poder y dominio sobre los demás y sobre las cosas, de la ilusión del éxito fácil, y del frenesí del consumismo y el hedonismo que, en definitiva, perjudican al ser humano. Esto es lo que nos pide claramente el Señor para entrar en el clima auténtico de la Cuaresma. Quiere que en el desierto de estos cuarenta días aprendamos a afrontar al enemigo de nuestras almas, a la luz de su palabra de salvación. Pidamos al Espíritu Santo que vivifique nuestra oración, para que estemos dispuestos a afrontar con valentía la incesante lucha de vencer el mal con el bien.

Al comienzo del itinerario cuaresmal volvemos a las raíces de nuestra fe para prepararnos, con la oración, la penitencia, el ayuno y la caridad, a participar con corazón renovado interiormente en la Pascua de Cristo.

Que la Virgen Santísima nos ayude en esta Cuaresma a compartir con dignos frutos de conversión el Camino de Cristo, desde el desierto de las tentaciones hasta Jerusalén, para celebrar con Él la Pascua de nuestra redención.

San Juan Pablo II
1 de marzo de1998

martes, 17 de febrero de 2015

Inicio de Cuaresma

"...La Cuaresma, que se inicia con el austero y significativo rito de la imposición de las cenizas, constituye un momento privilegiado para intensificar un compromiso de conversión a Cristo. El itinerario cuaresmal se convertirá, de este modo, en ocasión propicia para examinarse a sí mismos con sinceridad y verdad, para volver a poner en orden la propia vida, así como las relaciones con los demás y con Dios. «Convertíos y creed en el Evangelio» (Marcos 1, 15).
Que en este exigente camino espiritual nos apoye la Virgen, Madre de Dios. Que nos haga dóciles a la escucha de la palabra de Dios, que nos empuja a la conversión personal y a la fraterna reconciliación. Que María nos guíe hacia el encuentro con Cristo en el misterio pascual de su muerte y resurrección."
San Juan Pablo II, Ángelus 22-2-2004
Oh María, tú que has recorrido el camino de la cruz junto con tu Hijo, quebrantada por el dolor en tu corazón de madre, pero recordando siempre el "fiat" e íntimamente confiada en que Aquél para quien nada es imposible cumpliría sus promesas, suplica para nosotros y para los hombres de las generaciones futuras la gracia del abandono en el amor de Dios.
Haz que, ante el sufrimiento, el rechazo y la prueba, por dura y larga que sea, jamás dudemos de su Amor. A Jesús todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.
R/.Amén.

sábado, 7 de febrero de 2015

San Juan Pablo II y la oración

Comúnmente la oración se considera una conversación. En una conversación hay siempre un «yo» y un «tú». En este caso un Tú con la T mayúscula. La experiencia de la oración enseña que si inicialmente el «yo» parece el elemento más importante, uno se da cuenta luego de que en realidad las cosas son de otro modo. Más importante es el Tú, porque nuestra oración parte de la iniciativa de Dios. San Pablo en la Carta a los Romanos enseña exactamente esto. Según el apóstol, la oración refleja toda la realidad creada, tiene en cierto sentido una función cósmica.

El hombre es sacerdote de toda la oración, habla en nombre de ella, pero en cuanto guiado por el Espíritu. Se debería meditar detenidamente sobre este pasaje de la Carta a los Romanos para entrar en el profundo centro de lo que es la oración. Leamos. «La creación misma espera con impaciencia la revelación de los hijos de Dios, pues fue sometida a la caducidad -no por su voluntad, sino por el querer de aquel que la ha sometido-, y fomenta la esperanza de ser también ella liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Sabemos que efectivamente toda la creación gime y sufre hasta hoy los dolores del parto, no solo ella, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente esperando la adopción de los hijos, la redención de nuestro cuerpo. Porque en la esperanza hemos sido salvados» (8,19-24).

Y aquí encontramos de nuevo las palabras ya citadas del apóstol: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque ni siquiera sabemos qué nos conviene pedir, pero el Espíritu mismo intercede con insistencia por nosotros, con gemidos inefables» (8,26).

En la oración, pues el verdadero protagonista es Dios. El protagonista es Cristo, que constantemente libera la criatura de la esclavitud de la corrupción y la conduce hacia la libertad, para la gloria de los hijos de Dios. Protagonista es el Espíritu Santo, que «viene en ayuda de nuestra debilidad».

Nosotros empezamos a rezar con la impresión de que es una iniciativa nuestra, en cambio, es siempre una iniciativa de Dios en nosotros. Es exactamente así, como escribe san Pablo. Esta iniciativa nos reintegra en nuestra verdadera humanidad, nos reintegra en nuestra especial dignidad. Sí, nos introduce en la superior dignidad de los hijos de Dios, hijos de Dios que son lo que toda la creación espera.

San Juan Pablo II
Cruzando el Umbral de la Esperanza

domingo, 1 de febrero de 2015

El Espíritu Santo en la Presentación del Señor

Según el Evangelio de San Lucas, cuyos primeros capítulos nos narran la Infancia de Jesús, la Revelación del Espíritu Santo tuvo lugar no sólo en la Anunciación y en la Visitación de María a Isabel, sino también en la Presentación del Niño Jesús en el templo (cf. Lc 2, 22-38).

El rito realizado por los padres de Jesús para observar la Ley fue ocasión de una nueva intervención del Espíritu Santo, que daba al hecho un significado mesiánico, introduciéndolo en el misterio de Cristo redentor. Instrumento elegido para esta nueva revelación fue un santo anciano, del que Lucas escribe: “He aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y el Espíritu Santo estaba en él” (Lc 2, 25). La escena tiene lugar en la ciudad santa, en el templo donde gravitaba toda la historia de Israel y donde confluían las esperanzas fundadas en las antiguas promesas y profecías. 

Aquel hombre, que esperaba “la consolación de Israel”, es decir el Mesías, había sido preparado de modo especial por el Espíritu Santo para el encuentro con “el que había de venir”. En efecto, leemos que “El Espíritu Santo estaba en él”, es decir, actuaba en él de modo habitual y “le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor” (Lc 2, 26).   

Según el texto de Lucas, aquella espera del Mesías, llena de deseo, de esperanza y de la íntima certeza de que se le concedería verlo con sus propios ojos, es señal de la acción del Espíritu Santo, que es inspiración, iluminación y moción. En efecto, el día en que María y José llevaron a Jesús al templo, acudió también Simeón, “movido por el Espíritu” (Lc 2, 27). La inspiración del Espíritu Santo no sólo le preanunció el encuentro con el Mesías; no sólo le sugirió acudir al templo; también lo movió y casi lo condujo; y, una vez llegado al templo, le concedió reconocer en el Niño Jesús, Hijo de María, a Aquel que esperaba.

El Espíritu Santo, que obra en Simeón, está presente y realiza su acción también en todos los que, como aquel santo anciano, han aceptado a Dios y han creído en sus promesas, en cualquier tiempo. Lucas nos ofrece otro ejemplo de esta realidad, de este misterio: es la “profetisa Ana” que, desde su juventud, tras haber quedado viuda, “no se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones” (Lc 2, 37). Era, por tanto, una mujer consagrada a Dios y especialmente capaz, a la luz de su Espíritu, de captar sus planes y de interpretar sus mandatos.

Las palabras proféticas de Simeón (y de Ana) anuncian no sólo la venida del Salvador al mundo, su presencia en medio de Israel, sino también su sacrificio redentor. Esta segunda parte de la profecía va dirigida explícitamente a María: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción. ¡Y a Ti misma una espada te atravesará el alma! a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones” (Lc 2, 34-35).
 
No se puede menos de pensar en el Espíritu Santo como inspirador de esta profecía de la Pasión de Cristo como camino mediante el cual Él realizará la salvación… Las palabras, inspiradas, de Simeón adquieren un relieve aún mayor si se consideran en el contexto global del “Evangelio de la Infancia de Jesús”, descrito por Lucas, porque colocan todo ese período de vida bajo la particular acción del Espíritu Santo. Así se entiende mejor la observación del evangelista acerca de la maravilla de María y José ante aquellos acontecimientos y ante aquellas palabras: “Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él” (Lc 2, 33).

Quien anota esos hechos y esas palabras es el mismo Lucas que, como autor de los Hechos de los Apóstoles, describe el acontecimiento de Pentecostés: la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y los discípulos reunidos en el Cenáculo en compañía de María, después de la Ascensión del Señor al Cielo, según la promesa de Jesús mismo. La lectura del “Evangelio de la Infancia de Jesús” ya es una prueba de que el evangelista era particularmente sensible a la presencia y a la acción del Espíritu Santo en todo lo que se refería al misterio de la Encarnación, desde el primero hasta el último momento de la vida de Cristo. 

San Juan Pablo II
-Año 1990-