Según el Evangelio de San Lucas, cuyos primeros capítulos
nos narran la Infancia de Jesús, la Revelación del Espíritu Santo tuvo lugar no
sólo en la Anunciación y en la Visitación de María a Isabel, sino también en la
Presentación del Niño Jesús en el templo (cf. Lc 2, 22-38).
El rito realizado por los padres de Jesús para observar
la Ley fue ocasión de una nueva intervención del Espíritu Santo, que daba al
hecho un significado mesiánico, introduciéndolo en el misterio de Cristo
redentor. Instrumento elegido para esta nueva revelación fue un santo anciano,
del que Lucas escribe: “He aquí que había
en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y
esperaba la consolación de Israel; y el Espíritu Santo estaba en él” (Lc 2,
25). La escena tiene lugar en la ciudad santa, en el templo donde gravitaba toda
la historia de Israel y donde confluían las esperanzas fundadas en las antiguas
promesas y profecías.
Aquel hombre, que esperaba “la consolación de Israel”, es
decir el Mesías, había sido preparado de modo especial por el Espíritu Santo
para el encuentro con “el que había de venir”. En efecto, leemos que “El
Espíritu Santo estaba en él”, es decir, actuaba en él de modo habitual y “le
había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber
visto al Cristo del Señor” (Lc 2, 26).
Según el texto de Lucas, aquella espera del Mesías, llena
de deseo, de esperanza y de la íntima certeza de que se le concedería verlo con
sus propios ojos, es señal de la acción del Espíritu Santo, que es inspiración,
iluminación y moción. En efecto, el día en que María y José llevaron a Jesús al
templo, acudió también Simeón, “movido por el Espíritu” (Lc 2, 27). La
inspiración del Espíritu Santo no sólo le preanunció el encuentro con el
Mesías; no sólo le sugirió acudir al templo; también lo movió y casi lo
condujo; y, una vez llegado al templo, le concedió reconocer en el Niño Jesús,
Hijo de María, a Aquel que esperaba.
El Espíritu Santo, que obra en Simeón, está presente y
realiza su acción también en todos los que, como aquel santo anciano, han aceptado
a Dios y han creído en sus promesas, en cualquier tiempo. Lucas nos ofrece otro
ejemplo de esta realidad, de este misterio: es la “profetisa Ana” que, desde su
juventud, tras haber quedado viuda, “no se apartaba del templo, sirviendo a
Dios noche y día en ayunos y oraciones” (Lc 2, 37). Era, por tanto, una mujer
consagrada a Dios y especialmente capaz, a la luz de su Espíritu, de captar sus
planes y de interpretar sus mandatos.
Las palabras proféticas de Simeón (y de Ana) anuncian no
sólo la venida del Salvador al mundo, su presencia en medio de Israel, sino
también su sacrificio redentor. Esta segunda parte de la profecía va dirigida
explícitamente a María: “Éste está puesto
para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción.
¡Y a Ti misma una espada te atravesará el alma! a fin de que queden al
descubierto las intenciones de muchos corazones” (Lc 2, 34-35).
No se puede menos de pensar en el Espíritu Santo como
inspirador de esta profecía de la Pasión de Cristo como camino mediante el cual
Él realizará la salvación… Las palabras, inspiradas, de Simeón adquieren un
relieve aún mayor si se consideran en el contexto global del “Evangelio de la
Infancia de Jesús”, descrito por Lucas, porque colocan todo ese período de vida
bajo la particular acción del Espíritu Santo. Así se entiende mejor la
observación del evangelista acerca de la maravilla de María y José ante
aquellos acontecimientos y ante aquellas palabras: “Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él”
(Lc 2, 33).
Quien anota esos hechos y esas palabras es el mismo Lucas
que, como autor de los Hechos de los Apóstoles, describe el acontecimiento de
Pentecostés: la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y los discípulos
reunidos en el Cenáculo en compañía de María, después de la Ascensión del Señor
al Cielo, según la promesa de Jesús mismo. La lectura del “Evangelio de la
Infancia de Jesús” ya es una prueba de que el evangelista era particularmente
sensible a la presencia y a la acción del Espíritu Santo en todo lo que se
refería al misterio de la Encarnación, desde el primero hasta el último momento
de la vida de Cristo.
San Juan Pablo II
-Año 1990-
No hay comentarios:
Publicar un comentario