María es Madre de la humanidad en el orden de la Gracia.
El Concilio Vaticano II destaca este papel de María, vinculándolo a su
cooperación en la Redención de Cristo. Ella, «por decisión de la divina Providencia,
fue en la tierra la excelsa Madre del Divino Redentor, la compañera más
generosa de todas y la humilde esclava del Señor» (Lumen Gentium, 61). Con
estas afirmaciones, la Constitución Lumen Gentium pretende poner de relieve,
como se merece, el hecho de que la Virgen estuvo asociada íntimamente a la Obra
redentora de Cristo, haciéndose «la compañera» del Salvador «más generosa de
todas». A través de los gestos de toda madre, desde los más sencillos hasta los
más arduos, María coopera libremente en la obra de la salvación de la
humanidad, en profunda y constante sintonía con su Divino Hijo.
El Concilio pone de relieve también que la cooperación de
María estuvo animada por las virtudes evangélicas de la obediencia, la fe, la
esperanza y la caridad, y se realizó bajo el influjo del Espíritu Santo.
Además, recuerda que precisamente de esa cooperación le deriva el don de la
maternidad espiritual universal: asociada a Cristo en la Obra de la Redención,
que incluye la regeneración espiritual de la humanidad, se convierte en Madre
de los hombres renacidos a una vida nueva.
Al afirmar que María es «nuestra Madre en el orden de la
Gracia» (ib.), el Concilio pone de relieve que su maternidad espiritual no se
limita solamente a los discípulos, como si se tuviese que interpretar en
sentido restringido la frase pronunciada por Jesús en el Calvario: «Mujer, ahí
tienes a tu hijo» (Jn 19,26). Efectivamente, con estas palabras el Crucificado,
estableciendo una relación de intimidad entre María y el discípulo predilecto,
figura tipológica de alcance universal, trataba de ofrecer a su Madre como
Madre a todos los hombres.
Por otra parte, la eficacia universal del Sacrificio
redentor y la cooperación consciente de María en el ofrecimiento sacrificial de
Cristo, no tolera una limitación de su amor materno. Esta misión maternal de
María Santísima se ejerce en el contexto de su singular relación con la
Iglesia. Con su solicitud hacia todo cristiano, más aún, hacia toda criatura
humana, Ella guía la fe de la Iglesia hacia una acogida cada vez más profunda
de la palabra de Dios, sosteniendo su esperanza, animando su caridad y su
comunión fraterna, y alentando su dinamismo apostólico.
María, durante su vida terrena, manifestó su maternidad
espiritual hacia la Iglesia por un tiempo muy breve. Sin embargo, esta función
suya asumió todo su valor después de la Asunción, y está destinada a
prolongarse en los siglos hasta el fin del mundo. El Concilio afirma
expresamente: «Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la
gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que
mantuvo sin vacilar al pie de la Cruz, hasta la realización plena y definitiva de
todos los escogidos» (Lumen Gentium, 62). Ella, tras entrar en el Reino eterno
del Padre, estando más cerca de su Divino Hijo y, por tanto, de todos nosotros,
puede ejercer en el Espíritu de manera más eficaz la función de intercesión
materna que le ha confiado la Divina Providencia.
El Padre ha querido poner a María cerca de Cristo y en comunión
con Él, que puede «salvar perfectamente a los que por Él se llegan a Dios, ya
que está siempre vivo para interceder en su favor» (Hb 7,25): a la intercesión
sacerdotal del Redentor ha querido unir la intercesión maternal de la Virgen.
Es una función que Ella ejerce en beneficio de quienes están en peligro y
tienen necesidad de favores temporales y, sobre todo, de la salvación eterna:
«Con su Amor de Madre cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y
viven entre angustias y peligros hasta que lleguen a la patria feliz. Por eso
la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada,
Auxiliadora, Socorro, Mediadora» (Lumen Gentium, 62). Estos apelativos,
sugeridos por la fe del pueblo cristiano, ayudan a comprender mejor la
naturaleza de la intervención de la Madre del Señor en la vida de la Iglesia y
de cada uno de los fieles.
María ejerce su papel de «Abogada», cooperando tanto con
el Espíritu Paráclito como con Aquel que en la Cruz intercedía por sus
perseguidores (cf. Lc 23,34) y al que Juan llama nuestro «Abogado ante el
Padre» (cf. 1 Jn 2,1). Como Madre, Ella defiende a sus hijos y los protege de
los daños causados por sus mismas culpas.
Los cristianos invocan a María como «Auxiliadora»,
reconociendo su amor materno, que ve las necesidades de sus hijos y está
dispuesto a intervenir en su ayuda, sobre todo cuando está en juego la
salvación eterna.
La convicción de que María está cerca de cuantos sufren o
se hallan en situaciones de peligro grave, ha llevado a los fieles a invocarla
como «Socorro». La misma confiada certeza se expresa en la más antigua oración
mariana con las palabras: «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no
deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien,
líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita» ( Breviario
romano).
Como Mediadora maternal, María presenta a Cristo nuestros
deseos, nuestras súplicas, y nos transmite los dones divinos, intercediendo
continuamente en nuestro favor.
Beato Juan Pablo II
Audiencia General - Miércoles 24 de septiembre de 1997
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