¡Caminemos con esperanza!
¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre
ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando
con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por
amor al hombre, realiza también hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para
verla y, sobre todo, tener un gran corazón para convertirnos nosotros mismos en
sus instrumentos. ¿No ha sido quizás para tomar contacto con este manantial
vivo de nuestra esperanza, por lo que hemos celebrado el Año jubilar?
El Cristo contemplado y amado ahora nos invita una
vez más a ponernos en camino: «Id pues y haced discípulos a todas las gentes,
bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt
28,19). El mandato misionero nos introduce en el tercer milenio invitándonos a
tener el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos. Para ello
podemos contar con la fuerza del mismo Espíritu, que fue enviado en Pentecostés
y que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza « que no defrauda » (Rm
5,5).
¡Caminemos con esperanza! Nuestra andadura, al
principio de este nuevo siglo, debe hacerse más rápida al recorrer los senderos
del mundo. Los caminos, por los que cada uno de nosotros y cada una de nuestras
Iglesias camina, son muchos, pero no hay distancias entre quienes están unidos
por la única comunión, la comunión que cada día se nutre de la mesa del Pan
Eucarístico y de la Palabra de Vida. Cristo Resucitado nos convoca cada Domingo
como en el Cenáculo, donde al atardecer del día «primero de la semana» (Jn
20,19) se presentó a los suyos para «exhalar» sobre de ellos el don vivificante
del Espíritu e iniciarlos en la gran aventura de la evangelización.
¡Caminemos con esperanza! Nos acompaña en este
camino la Santísima Virgen, a la que hace algunos meses, junto con muchos
Obispos llegados a Roma desde todas las partes del mundo, he confiado el tercer
milenio. Muchas veces en estos años la he presentado e invocado como «Estrella
de la nueva evangelización». La indico aún como aurora luminosa y guía segura
de nuestro camino. «Mujer, he aquí tus hijos», le repito, evocando la voz misma
de Jesús (cf. Jn 19,26), y haciéndome voz, ante Ella, del cariño filial de toda
la Iglesia.
Que Jesús Resucitado, que también nos acompaña en
nuestro camino, dejándose reconocer como a los discípulos de Emaús «al partir
el pan» (Lc 24,30), nos encuentre vigilantes y preparados para reconocer su
Rostro y correr hacia nuestros hermanos, para llevarles el gran anuncio:«¡Hemos
visto al Señor!» (Jn 20,25).
San Juan Pablo II
Enero de 2001
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