¡Vayamos jubilosos al encuentro del Señor! ¡Vayamos, pues, con alegría! Caminemos jubilosos y vigilantes a la espera del tiempo que recuerda la venida de Dios en la carne humana, tiempo que llegó a su plenitud cuando en la cueva de Belén nació Cristo. Entonces se cumplió el tiempo de la espera.
Viviendo el Adviento, esperamos un acontecimiento que se sitúa en la historia y a la vez la trasciende. Al igual que los demás años, tendrá lugar en la noche de la Navidad del Señor. A la cueva de Belén acudirán los pastores; más tarde, irán los Magos de Oriente. Unos y otros simbolizan, en cierto sentido, a toda la familia humana.
Nosotros podemos encontrar a Dios, porque Él ha venido a nuestro encuentro. Lo ha hecho, como el padre de la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32), porque es Rico en Misericordia y quiere salir a nuestro encuentro sin importarle de qué parte venimos o a dónde lleva nuestro camino. Dios viene a nuestro encuentro, tanto si lo hemos buscado como si lo hemos ignorado, e incluso si lo hemos evitado. Él sale primero a nuestro encuentro, con los brazos abiertos, como un padre amoroso y misericordioso.
Cristo es nuestro Redentor: Redentor del mundo y Redentor del hombre. Vino a nosotros para ayudarnos a cruzar el umbral que lleva a la puerta de la vida, la «Puerta Santa» que es Él mismo.
Que esta consoladora verdad esté siempre muy presente ante nuestros ojos, mientras caminamos como peregrinos. Creyendo en Cristo Crucificado y Resucitado, creemos en la resurrección de la carne y en la vida eterna. Contemplando a Cristo, hagamos nuestras las palabras de un antiguo canto popular polaco:
«La salvación ha venido por la Cruz;
éste es un gran misterio.
Todo sufrimiento tiene un sentido:
lleva a la plenitud de la vida».
Homilía del Domingo 29 de noviembre de 1998
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