Creo oportuno proponer a vuestra reflexión y a vuestra
oración estas palabras de Jesús: «El Espíritu Santo os lo enseñará todo» (cf.
Jn 14, 26). Nuestro tiempo está desorientado y confundido; a veces, incluso,
parece que no conoce la frontera entre el bien y el mal; aparentemente, rechaza
a Dios, porque lo desconoce o porque no lo quiere conocer.
En esta situación, es importante que nos dirijamos
idealmente al cenáculo para revivir el misterio de Pentecostés (cf. Hch 2,
1-11) y para permitir que el Espíritu de Dios nos lo enseñe todo, poniéndonos
en una actitud de docilidad y humildad a su escucha, a fin de aprender la
«sabiduría del corazón» (Sal 90, 12) que sostiene y alimenta nuestra vida.
Creer es ver las cosas como las ve Dios, participar de
la visión que Dios tiene del mundo y del hombre, de acuerdo con las palabras
del Salmo: «Tu luz nos hace ver la luz» (Sal 36, 10). Esta «luz de la fe» en
nosotros es un rayo de la luz del Espíritu Santo. En la secuencia de
Pentecostés, oramos así: «Oh luz dichosísima, penetra hasta el fondo en el
corazón de tus fieles».
Jesús quiso subrayar fuertemente el carácter
misterioso del Espíritu Santo: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz,
pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del
Espíritu» (Jn 3, 8). Entonces, ¿es necesario renunciar a entender? Jesús
pensaba exactamente lo contrario, pues asegura que el Espíritu Santo mismo es
capaz de guiarnos «hasta la verdad completa» (Jn 16, 13).
Una luz extraordinaria sobre la tercera Persona de la
Santísima Trinidad ilumina a los que quieren meditar en la Iglesia y con la
Iglesia el misterio de Pascua y de Pentecostés. Jesús fue «constituido Hijo de
Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los
muertos» (Rm 1, 4).
Después de la Resurrección, la presencia del Maestro
inflama el corazón de los discípulos. «¿No estaba ardiendo nuestro corazón
dentro de nosotros?» (Lc 24, 32), dicen los peregrinos que iban camino de
Emaús. Su palabra los ilumina: nunca habían dicho con tanta fuerza y plenitud:
«¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). Los cura de la duda, de la tristeza, del
desaliento, del miedo, del pecado; les da una nueva fraternidad; una comunión
sorprendente con el Señor y con sus hermanos sustituye al aislamiento y la
soledad: «Ve a mis hermanos» (Jn 20, 17).
Durante la vida pública, las palabras y los gestos de
Jesús no habían podido llegar más que a unos pocos millares de personas, en un
espacio y lugar definidos. Ahora esas palabras y esos gestos no conocen límites
de espacio o de cultura. «Este es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros.
Esta es mi Sangre, derramada por vosotros» (cf. Lc 22, 19-20): basta que sus
Apóstoles lo hagan «en conmemoración suya», según su petición explícita, para
que él esté realmente presente en la Eucaristía, con su Cuerpo y su Sangre, en
cualquier parte del mundo. Es suficiente que repitan el gesto del perdón y de
la curación, para que él perdone: «A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados» (Jn 20, 23).
Cuando estaba con los suyos, Jesús tenía prisa; le
preocupaba el tiempo: «Todavía no ha llegado mi tiempo» (Jn 7, 6); «todavía por
un poco de tiempo está la luz entre vosotros» (Jn 12, 35). Después de la
Resurrección, su relación con el tiempo ya no es la misma; su presencia
continúa: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,
20).
Esta transformación en profundidad, extensión y
duración, de la presencia de nuestro Señor y Salvador es obra del Espíritu
Santo.
Y, cuando Cristo Resucitado se hace presente en la
vida de las personas y les da su Espíritu (cf. Jn 20, 22), cambian completamente,
aun permaneciendo, más aún, llegando a ser plenamente ellas mismas. El ejemplo
de San Pablo es particularmente significativo: la luz que lo deslumbró en el
camino de Damasco hizo de él un hombre más libre de lo que había sido; libre
con la libertad verdadera, la del Resucitado ante el que había caído por tierra
(cf. Hch 9, 1-30). La experiencia que vivió le permitió escribir a los
cristianos de Roma: «Libres del pecado y esclavos de Dios, fructificáis para la
santidad; y el fin, la vida eterna» (Rm 6, 22).
Lo que Jesús comenzó a hacer con los suyos en tres
años de vida común, es llevado a plenitud por el don del Espíritu Santo. Antes
la fe de los Apóstoles era imperfecta y titubeante, pero después es firme y
fecunda: hace caminar a los paralíticos (cf. Hch 3, 1-10), ahuyenta a los
espíritu inmundos (cf.Hch 5, 16). Los que, en otro tiempo, temblaban a causa
del miedo al pueblo y a las autoridades, afrontan a la muchedumbre reunida en
el templo y desafían al Sanedrín (cf. Hch 4, 1-14). Pedro, a quien el miedo a
las acusaciones de una mujer había llevado a la triple negación (cf. Mc 14,
66-72), ahora se comporta como la «roca» que Jesús quería (cf. Mt 16, 18).
María, a diferencia de los discípulos, no esperó la
Resurrección para vivir, orar y actuar en la plenitud del Espíritu. El
Magníficat expresa toda la oración, todo el celo misionero, toda la alegría de
la Iglesia de Pascua y de Pentecostés (cf. Lc 1, 46-55).
A Ella, Esposa del Espíritu y Madre de la Iglesia, me
dirijo con las palabras de San Ildefonso de Toledo:
«Te suplico encarecidamente, oh Virgen santa,
que yo reciba a Jesús por aquel Espíritu
por obra del cual Tú misma engendraste a Jesús.
Que mi alma reciba a Jesús por aquel Espíritu,
por obra del cual tu carne concibió al mismo Jesús.
Que yo ame a Jesús en aquel mismo Espíritu,
en el que Tú lo adoras como Señor y lo contemplas como
Hijo».
(De virginitate perpetua Sanctae Mariae, XII: PL
96,106).
San
Juan Pablo II (JMJ 1998)
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