sábado, 15 de junio de 2019

La Santisima Trinidad

«Señor, Dios nuestro, que admirable es tu nombre en toda la tierra» (Sal 8, 2). Queridos hermanos y hermanas (…). Estas palabras del Salmo responsorial de la liturgia de hoy nos ponen con temblor y adoración ante el gran misterio de la Santísima Trinidad, cuya fiesta estamos celebrando solemnemente. «¡Qué admirable es tu nombre en toda la tierra!». Y sin embargo, la extensión del mundo y del universo, aun cuando ilimitado, no iguala la inconmensurable realidad de la vida de Dios. Ante él hay que acoger más que nunca con humildad la invitación del Sabio bíblico, cuando advierte: «Que tu corazón no se apresure a proferir una palabra delante de Dios, que Dios está en los cielos, y tú en la tierra» (Qo 5, 1).

Efectivamente, Dios es la única realidad que escapa a nuestras capacidades de medida, de control, de dominio, de comprensión exhaustiva. Por eso es Dios: porque es él quien nos mide, nos rige, nos guía, nos comprende, aun cuando no tuviésemos conciencia de ello. Pero si esto es verdad para la divinidad en general, vale mucho más para el misterio trinitario, esto es, típicamente cristiano de Dios mismo. Él es a la vez Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero no se trata ni de tres dioses separados, lo cual sería una blasfemia, ni siquiera de simples modos diversos e impersonales de presentarse una sola persona divina, lo cual significaría empobrecer radicalmente su riqueza de comunión interpersonal.

Nosotros podemos decir del Dios Uno y Trino mejor lo que no es que lo que es. Por lo demás, si pudiésemos explicarlo adecuadamente con nuestra razón, eso querría decir que lo habríamos apresado y reducido a la medida de nuestra mente, lo habríamos como aprisionado en las mallas de nuestro pensamiento; pero entonces lo habríamos empequeñecido a las dimensiones mezquinas de un ídolo.

En cambio: «¡Qué admirable es tu nombre en toda la tierra!». Es decir: Qué grande eres a nuestros ojos, qué libre, que diverso! Sin embargo, he aquí la novedad cristiana: el Padre nos ha amado tanto que nos ha dado a su Hijo unigénito; el Hijo, por amor, ha derramado su Sangre en favor nuestro; y el Espíritu Santo, desde luego, «nos ha sido dado» de tal manera que introduce en nosotros el amor mismo con que Dios nos ama (Rm 5, 5), como dice la segunda lectura bíblica de hoy.

El Dios Uno y Trino no es, pues, solo algo diverso, superior, inalcanzable. Al contrario, el Hijo de Dios «no se avergüenza de llamarnos hermanos» (Hb 2, 11), «participando en la sangre y la carne» (Ib. 2, 14) de cada uno de nosotros; y después de la resurrección de Pascua se realiza para cada uno de los cristianos la promesa del Señor mismo, cuando dijo en la última Cena: «Vendremos a él, y en él haremos nuestra morada» (Jn 14, 23).

Es evidente, pues, que la Trinidad no es tanto un misterio para nuestra mente –como si se tratase de un teorema intrincado–, cuanto, y mucho más, de un misterio para nuestro corazón (cf 1Jn 3, 20), puesto que es un misterio de amor. Y nosotros nunca captaremos, no digo tanto la naturaleza ontológica de Dios, cuanto más bien la razón por la que él nos ha amado hasta el punto de identificarse ante nuestros ojos como el Amor mismo (cf 1Jn 4, 16)».

San Juan Pablo II
Homilía en la basílica de San Pedro 29-5-1983

No hay comentarios: