domingo, 29 de noviembre de 2020

Mensaje de Adviento de San Juan Pablo II

«Vayamos jubilosos al encuentro del Señor» es un estribillo que está perfectamente en armonía con el jubileo. Es, por decir así, un «estribillo jubilar», según la etimología de la palabra latina iubilar, que encierra una referencia al júbilo. ¡Vayamos, pues, con alegría! Caminemos jubilosos y vigilantes a la espera del tiempo que recuerda la venida de Dios en la carne humana, tiempo que llegó a su plenitud cuando en la cueva de Belén nació Cristo. Entonces se cumplió el tiempo de la espera.
 
Viviendo el Adviento, esperamos un acontecimiento que se sitúa en la historia y a la vez la trasciende. Al igual que los demás años, tendrá lugar en la noche de la Navidad del Señor. A la cueva de Belén acudirán los pastores; más tarde, irán los Magos de Oriente. Unos y otros simbolizan, en cierto sentido, a toda la familia humana. La exhortación que resuena en la liturgia de hoy: «Vayamos jubilosos al encuentro del Señor» se difunde en todos los países, en todos los continentes, en todos los pueblos y naciones. La voz de la liturgia, es decir, la voz de la Iglesia, resuena por doquier e invita a todos al gran jubileo.
 
Nosotros podemos encontrar a Dios, porque Él ha venido a nuestro encuentro. Lo ha hecho, como el padre de la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32), porque es Rico en Misericordia, Dives in Misericordia, y quiere salir a nuestro encuentro sin importarle de qué parte venimos o a dónde lleva nuestro camino. Dios viene a nuestro encuentro, tanto si lo hemos buscado como si lo hemos ignorado, e incluso si lo hemos evitado. Él sale primero a nuestro encuentro, con los brazos abiertos, como un padre amoroso y misericordioso.
 
Si Dios se pone en movimiento para salir a nuestro encuentro, ¿podremos nosotros volverle la espalda? Pero no podemos ir solos al encuentro con el Padre. Debemos ir en compañía de cuantos forman parte de «la familia de Dios». Para prepararnos convenientemente al jubileo debemos disponernos a acoger a todas las personas. Todos son nuestros hermanos y hermanas, porque son hijos del mismo Padre celestial. (...)
 
En el Evangelio [leemos] la invitación del Señor a la vigilancia. «Velad, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor». Y a continuación: «Estad preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre» (Mt 24, 42.44). La exhortación a velar resuena muchas veces en la liturgia, especialmente en Adviento, tiempo de preparación no sólo para la Navidad, sino también para la definitiva y gloriosa venida de Cristo al final de los tiempos. Por eso, tiene un significado marcadamente escatológico e invita al creyente a pasar cada día, cada momento, en presencia de Aquel «que es, que era y que vendrá» (Ap 1, 4), al que pertenece el futuro del mundo y del hombre. Ésta es la esperanza cristiana. Sin esta perspectiva, nuestra existencia se reduciría a un vivir para la muerte.
 
Cristo es nuestro Redentor: Redentor del mundo y Redentor del hombre. Vino a nosotros para ayudarnos a cruzar el umbral que lleva a la puerta de la vida, la «Puerta Santa» que es Él mismo.
 
Que esta consoladora verdad esté siempre muy presente ante nuestros ojos, mientras caminamos como peregrinos hacia el gran jubileo. Esa verdad constituye la razón última de la alegría a la que nos exhorta la liturgia: «Vayamos jubilosos al encuentro del Señor». Creyendo en Cristo Crucificado y Resucitado, creemos en la resurrección de la carne y en la vida eterna.
 
San Juan Pablo II
Extracto de la Homilía del Domingo I de Adviento.
Domingo 29 de noviembre de 1998

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