La Iglesia contempla hoy con gratitud y asombro las maravillas realizadas por el Señor en María, la Mujer a la que el pueblo cristiano aclama con las palabras de la antigua antífona: «Toda hermosa eres, María; no hay en Ti mancha del pecado original».
El misterio de gracia y de hermosura que envuelve a la Virgen Madre tiene su origen en la Ternura de Dios que, ya desde el primer instante de su existencia la preservó del pecado original y de sus consecuencias, preparándola para convertirse en la digna Madre de su Hijo. De ese modo, el Señor puso a María por encima de todas las demás criaturas, haciéndola llena de gracia, espejo admirable de su santidad.
La Inmaculada es el signo de la fidelidad de Dios, que no se rinde ante el pecado del hombre. Su plenitud de gracia nos recuerda también las inmensas posibilidades de bien de belleza, de grandeza y de gozo que están al alcance del hombre cuando se deja guiar por la Voluntad de Dios, y rechaza el pecado.
A la luz de la Mujer que el Señor nos regala como Abogada de gracia y Modelo de santidad, aprendemos a huir siempre del pecado. Pidamos a la Virgen que nos conceda la alegría de vivir bajo su mirada materna con pureza y santidad de vida.
Juan Pablo II - Ángelus
Meditación del jueves 8 de diciembre de 1994
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