«Adoro Te devote, latens Deitas»
En esta Noche resuenan en mi
corazón las primeras palabras del célebre himno eucarístico, que me acompaña
día a día en este año dedicado particularmente a la Eucaristía.
En el Hijo de la Virgen,
«envuelto en pañales» y «acostado en un pesebre» (cf. Lucas 2,12), reconocemos
y adoramos «el pan bajado del cielo» (Juan 6,41.51), el Redentor venido a la
tierra para dar la vida al mundo.
¡Belén! La ciudad donde según
las Escrituras nació Jesús, en lengua hebrea, significa «casa del pan». Allí,
pues, debía nacer el Mesías, que más tarde diría de sí mismo: «Yo soy el pan de
vida» (Jn 6,35.48).
En Belén nació Aquél que, bajo
el signo del pan partido, dejaría el memorial de la Pascua. Por esto, la
adoración del Niño Jesús, en esta Noche Santa, se convierte en adoración
eucarística.
Te adoramos, Señor, presente
realmente en el Sacramento del altar, Pan vivo que das vida al hombre. Te
reconocemos como nuestro único Dios, frágil Niño que estás indefenso en el
pesebre. «En la plenitud de los tiempos, te hiciste hombre entre los hombres
para unir el fin con el principio, es decir, al hombre con Dios» (cf. San
Ireneo, «Adversus Haereses», IV,20,4).
Naciste en esta Noche, divino
Redentor nuestro, y, por nosotros, peregrino por los senderos del tiempo, te
hiciste alimento de vida eterna.
¡Acuérdate de nosotros, Hijo
eterno de Dios, que te encarnaste en el seno de la Virgen María! Te necesita la
humanidad entera, marcada por tantas pruebas y dificultades.
¡Quédate con nosotros, Pan
vivo bajado del Cielo para nuestra salvación! ¡Quédate con nosotros para
siempre! Amén.
HOMILÍA DE JUAN PABLO II EN LA NAVIDAD 2004
Christus natus est nobis, venite, adoremus!
¡Cristo ha nacido por nosotros, venid, a adorarlo! Vamos
hacia Ti, en este día solemne, dulce Niño de Belén, que al nacer has escondido
tu divinidad para compartir nuestra frágil naturaleza humana. Iluminados por la
fe, Te reconocemos como verdadero Dios encarnado por amor nuestro.
¡Tú eres el único Redentor del hombre!
Ante el pesebre donde yace indefenso, que cesen tantas
formas de creciente violencia, causa de indecibles sufrimientos; que se apaguen
tantos focos de tensión, que corren el riesgo de degenerar en conflictos
abiertos; que se consolide la voluntad de buscar soluciones pacíficas,
respetuosas de las legítimas aspiraciones de los hombres y de los pueblos.
Niño de Belén, Profeta de paz, alienta las iniciativas de
diálogo y de reconciliación, apoya los esfuerzos de paz que aunque tímidos,
pero llenos de esperanza, se están haciendo actualmente por un presente y un
futuro más sereno para tantos hermanos y hermanas nuestros en el mundo.
Pienso en África, en la tragedia de Darfur en Sudán, en
Costa de Marfil y en la región de los Grandes Lagos. Con gran aprensión sigo
los acontecimiento de Irak.
Y ¿cómo no mirar con ansia compartida, pero también con
inquebrantable confianza, a la tierra de la que Tú eres Hijo?
¡Por doquier se ve la necesidad de paz! Tú, que eres el
Príncipe de la verdadera paz, ayúdanos a comprender que la única vía para
construirla es huir horrorizados del mal y buscar siempre y con valentía el
bien. ¡Hombres de buena voluntad de todos los pueblos de la tierra, venid con
confianza al pesebre del Salvador!
«No quita los reinos humanos quien da el Reino de los
cielos» (cf. himno litúrgico). Llegad para encontraros con Aquél que viene para
enseñarnos el camino de la verdad, de la paz y del amor.
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