Queridos hermanos y hermanas:
Esta última audiencia general del año está toda ella
impregnada de la luz de la Santa Navidad que acabamos de celebrar, y nos lleva
además a reflexionar sobre la celebración, tan rica de significado humano, del
paso del año viejo al nuevo.
En efecto, la historia del hombre, iluminada por el
misterio del Dios hecho hombre, Nuestro Señor Jesucristo, adquiere una clara
orientación hacia el mundo de lo divino. La fiesta de Navidad da un sentido
cristiano a la sucesión de los acontecimientos y a los sentimientos humanos,
proyectos y esperanzas, y permite descubrir en este rítmico y aparentemente
mecánico correr del tiempo, no sólo las líneas de tendencia del peregrinaje
humano, sino también los signos, las pruebas y las llamadas de la Providencia y
Bondad Divina.
¿Vamos hacia lo mejor? ¿Vamos hacia lo peor? Para el
cristiano no hay duda: la Redención de Cristo, que comienza en la Santa Noche
de Navidad, lleva progresivamente a la humanidad redimida y que acoge esta
Redención, al triunfo sobre el mal y sobre la muerte.
Ciertamente a medida que se va hacia Dios aumentan
pruebas y dificultades. Esto vale tanto para el camino de la Iglesia como para
cada uno de los cristianos. Las fuerzas hostiles a la verdad y a la justicia
-como nos explica todo el libro del Apocalipsis- aumentan, en el curso de la
historia, sus tramas y su violencia contra quien quiere seguir el camino del
Redentor. Por tanto, en definitiva, a pesar de los riesgos y las derrotas
parciales, la historia marcha hacia el triunfo del bien, hacia la victoria
final de Cristo.
El año litúrgico, con sus festividades periódicas que
tienden a recordarnos y hacernos vivir los principales fundamentos del pensar y
el actuar cristiano, es un inestimable don de Dios, presente en nuestra
historia: un don, se puede decir, de la Santa Navidad. Las festividades
litúrgicas sostienen de este modo nuestra fidelidad al mensaje evangélico,
permitiéndonos al mismo tiempo hacer fructificar continuamente su infinita
virtualidad.
La fiesta de la Sagrada Familia es uno de los principales
puntos luminosos que nos ofrece la liturgia en nuestro camino terreno; con
ellos podemos comprender el significado escatológico del tiempo y cómo
verdaderamente Cristo, elevado en la Cruz, atrae a Sí todas las cosas (cf. Jn
12, 32)
La liturgia, de la que estamos viviendo en estos días
algunos momentos particularmente intensos, nos ilumina así acerca del sentido
del tiempo y de la historia, por lo cual, si surge en nosotros la impresión de
que el mal está aumentando y triunfando, ella nos responde con el misterio de
la Navidad, que nos introduce en el
misterio de la Cruz.
No aumenta el mal,
aumentan las pruebas… Y puesto que Dios, junto con la prueba da también la
fuerza para superarla (cf. I Cor 10, 13), la abundancia del mal, que nos quiere
herir y seducir, termina por transformarse en una sobreabundancia de bien y de
gloria. Por eso San Pablo pudo decir que "donde abundó el pecado sobreabundó
la gracia" (Rom, 5, 20).
En el curso del tiempo aumentan los ataques contra el
Reino de Dios y contra los que quieren seguir piadosamente a Cristo; pero
aumenta también el don de fortaleza que les concede el Espíritu Santo, de modo
que al final todo se resuelve en la victoria para cuantos han permanecido
fieles. Esta es, queridos hermanos y hermanas, la perspectiva con la que
debemos encaminarnos a afrontar y vivir el año nuevo que tenemos delante.
La vida de aquí abajo no es por sí misma, un cómodo y
garantizado viaje hacia lo mejor. Desde los primeros años de nuestra vida nos
damos cuenta de ello si tenemos los ojos abiertos. Lo mejor es ciertamente una
perspectiva real; la humanidad, guiada por el Pueblo de Dios, está marchando en
esta dirección; pero para cada uno de nosotros esta marcha hacia lo
"mejor" no está privada de riesgos y de dificultades; y sobre todo
está sometida cada día a la prueba de nuestra responsabilidad, debe ser el
objeto de una elección libre.
La luz de Belén y la luz del Pesebre nos indican la
dirección hacia lo mejor, nos hablan de la victoria final del bien, nos animan
a caminar con esperanza y sin miedo, "sin apartarnos ni a la derecha ni a
la izquierda" (Jos 23, 6)
Beato Juan Pablo II
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