Si tenemos el deber de ayudar a los demás a convertirse,
lo mismo debemos hacer continuamente en nuestra vida.
Convertirse significa retornar a la gracia misma de
nuestra vocación, meditar la inmensa bondad y el amor infinito de Cristo, que
se ha dirigido a cada uno de nosotros y, llamándonos por nuestro nombre, ha
dicho: “Sígueme”.
Convertirse quiere decir dar cuenta en todo momento de
nuestro servicio, de nuestro celo, de nuestra fidelidad ante el Señor de nuestros
corazones, para que seamos “ministros del Cristo y administradores de los
misterios de Dios”.
Convertirse significa dar cuenta también de nuestras
negligencias y pecados, de la cobardía, de la falta de fe y esperanza, de
pensar únicamente “de modo humano” y no “divino”. Recordemos a este propósito la advertencia
hecha por Cristo al mismo Pedro.
Convertirse quiere decir para nosotros buscar de nuevo el
perdón y la fuerza de Dios en el Sacramento de la reconciliación y así volver a
empezar siempre, avanzar cada día, dominarnos, realizar conquistas espirituales
y dar alegremente, porque “Dios ama al que da con alegría”.
Convertirse quiere decir “orar en todo tiempo y no
desfallecer”. La oración es en cierta manera la primera y última condición de
la conversión, del progreso espiritual y de la santidad. Es la oración la que
señala el estilo esencial del
sacerdocio; sin ella, el estilo se desfigura.
La oración nos ayuda a encontrar siempre la luz que nos
ha conducido desde el comienzo de nuestra vocación sacerdotal, y que sin cesar
nos dirige, aunque alguna vez da la impresión de perderse en la oscuridad. La
oración nos permite convertirnos continuamente, permanecer en estado de
constante tensión hacia Dios, que es indispensable si queremos conducir a los
demás a Él. La oración nos ayuda a creer, a esperar y amar, incluso cuando nos
lo dificulta nuestra debilidad humana.
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