Queridos hermanos y hermanas: Una oración tan fácil, y al
mismo tiempo tan rica, merece de veras ser recuperada por la comunidad
cristiana. Hagámoslo sobre todo en este año, asumiendo esta propuesta como una
consolidación de la línea trazada en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, en la cual se han inspirado los planes
pastorales de muchas Iglesias particulares al programar los objetivos para el
próximo futuro.
Me dirijo en particular a vosotros, queridos Hermanos en
el Episcopado, sacerdotes y diáconos, y a vosotros, agentes pastorales en los
diversos ministerios, para que, teniendo la experiencia personal de la belleza
del Rosario, os convirtáis en sus diligentes promotores.
Confío también en vosotros, teólogos, para que,
realizando una reflexión a la vez rigurosa y sabia, basada en la Palabra de
Dios y sensible a la vivencia del pueblo cristiano, ayudéis a descubrir los
fundamentos bíblicos, las riquezas espirituales y la validez pastoral de esta
oración tradicional.
Cuento con vosotros, consagrados y consagradas, llamados
de manera particular a contemplar el rostro de Cristo siguiendo el ejemplo de
María.
Pienso en todos vosotros, hermanos y hermanas de toda
condición, en vosotras, familias cristianas, en vosotros, enfermos y ancianos,
en vosotros, jóvenes: tomad con confianza entre las manos el Rosario,
descubriéndolo de nuevo a la luz de la Escritura, en armonía con la Liturgia y
en el contexto de la vida cotidiana.
¡Qué este llamamiento mío no sea en balde! Al inicio del
vigésimo quinto año de Pontificado, pongo esta Carta apostólica en las manos de
la Virgen María, postrándome espiritualmente ante su imagen en su espléndido
Santuario edificado por el Beato Bartolomé Longo, apóstol del Rosario. Hago
mías con gusto las palabras conmovedoras con las que él termina la célebre
Súplica a la Reina del Santo Rosario:
«Oh Rosario bendito
de María, dulce cadena que nos une con Dios, vínculo de amor que nos une a los
Ángeles, torre de salvación contra los asaltos del infierno, puerto seguro en
el común naufragio, no te dejaremos jamás. Tú serás nuestro consuelo en la hora
de la agonía. Para Ti el último beso de la vida que se apaga. Y el último
susurro de nuestros labios será tu suave nombre, oh Reina del Rosario de
Pompeya, oh Madre nuestra querida, oh Refugio de los pecadores, oh Soberana
consoladora de los tristes. Que seas bendita por doquier, hoy y siempre, en la
tierra y en el Cielo».
San Juan Pablo II
Carta Apostólica Rosarium
Virginis Mariae
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