La fuerza del Espíritu de Dios hace crecer y edifica la
Iglesia a través de los siglos. Dirigiendo la mirada al nuevo milenio, la
Iglesia pide al Espíritu la gracia de reforzar su propia unidad y de hacerla
crecer hacia la plena comunión con los demás cristianos.
¿Cómo alcanzarlo? En primer lugar con la oración. La
oración debería siempre asumir aquella inquietud que es anhelo de unidad, y por
tanto una de las formas necesarias del amor que tenemos por Cristo y por el
Padre, rico en misericordia. La oración debe tener prioridad en este camino que
emprendemos con los demás cristianos hacia el nuevo milenio.
La oración, la comunidad de oración, nos permite
reencontrar siempre la verdad evangélica de las palabras «uno solo es vuestro
Padre» (Mt 23, 9), aquel Padre, Abbá, al cual Cristo mismo se dirige, Él que es
Hijo unigénito de la misma sustancia. Y además: «Uno solo es vuestro Maestro; y
vosotros sois todos hermanos» (Mt 23, 8).
La «oración ecuménica» manifiesta esta dimensión
fundamental de fraternidad en Cristo, que murió para unir a los hijos de Dios
dispersos, para que nosotros, llegando a ser hijos en el Hijo (cf. Ef 1, 5),
reflejásemos más plenamente la inescrutable realidad de la paternidad de Dios
y, al mismo tiempo, la verdad sobre la humanidad propia de cada uno y de todos.
¿Cómo alcanzarlo? Con acción de gracias ya que no nos
presentamos a esta cita con las manos vacías: «El Espíritu viene en ayuda de
nuestra flaqueza intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26) para
disponernos a pedir a Dios lo que necesitamos.
¿Cómo alcanzarlo? Con la esperanza en el Espíritu, que
sabe alejar de nosotros los espectros del pasado y los recuerdos dolorosos de
la separación; El nos concede lucidez, fuerza y valor para dar los pasos
necesarios, de modo que nuestro empeño sea cada vez más auténtico.
Si nos preguntáramos si todo esto es posible la respuesta
sería siempre: sí. La misma respuesta escuchada por María de Nazaret, porque
para Dios nada hay imposible.
Vienen a mi mente las palabras con las que San Cipriano
comenta el Padre Nuestro, la oración de todos los cristianos: «Dios tampoco
acepta el sacrificio del que no está en concordia con alguien, y le manda que
se retire del altar y vaya primero a reconciliarse con su hermano; una vez que
se haya puesto en paz con él, podrá también reconciliarse con Dios en sus
plegarias. El sacrificio más importante a los ojos de Dios es nuestra paz y
concordia fraterna y un pueblo cuya unión sea un reflejo de la unidad que
existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo».
Al alba del nuevo milenio, ¿cómo no pedir al Señor, con
impulso renovado y conciencia más madura, la gracia de prepararnos, todos, a
este sacrificio de la unidad?
San Juan Pablo II
Carta Encíclica “Ut Unum Sint” 1995
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