sábado, 1 de noviembre de 2014

La santidad según Juan Pablo II

La santidad no es algo reservado  para algunas almas escogidas; todos, sin excepción, estamos llamados a la santidad. Para todos están las gracias necesarias y suficientes; nadie está excluido.

La tentación más engañosa y que se repite siempre, es la de querer mejorar la sociedad, mejorando únicamente las estructuras externas; dejando de lado la realización espiritual del hombre que es donde se halla la verdadera felicidad.

La Iglesia, más que “reformadores”, tiene necesidad de santos, porque los santos son los auténticos y más fecundos reformadores.

La humildad es el primer paso hacia la santidad.

Vivid con valentía vuestra vida personal, aun cuando os parezca insignificante. Teresa de Lisieux, en sus pocos años de vida, nos enseñó la grandeza que pueden tener ante Dios las actividades insignificantes, normales.

Existe, por un lado, la santidad llamativa de algunas personas; pero también existe la santidad desconocida de la vida diaria.

Todo el que quiera comenzar un camino de perfección no puede renunciar a la cruz, a la mortificación, a la humillación y al sufrimiento, que asemejan al cristiano con el modelo divino que es el Crucificado.

Todos están llamados a amar a Dios con todo su corazón y con toda el alma, y a amar al prójimo por amor a Dios. Nadie está excluido de esta llamada tan clara de Jesús. Vosotros, por tanto, “sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial”.

La santidad consiste, en vivir con convicción la realidad del amor de Dios, a pesar de las dificultades de la historia y de la propia vida. El Sermón de la Montaña es la única escuela para ser santos.

La santidad consiste, además, en la vida de ocultamiento y de humildad: saberse sumergir en el trabajo cotidiano de los hombres, pero en silencio, sin ruidos crónicos, sin ecos mundanos.

La santidad del hombre es obra de Dios. Nunca será suficiente manifestarle gratitud por esta obra. Cuando veneramos las obras de Dios, veneramos y adoramos sobre todo a Él mismo, el Dios Santísimo. Y entre todas las obras de Dios, la más grande es la santidad de una criatura: la santidad del hombre.

Aunque la santidad nace de Dios mismo, a la vez, desde el punto de vista humano, se comunica de hombre a hombre. De este modo, podemos decir también que los santos “engendran” a los santos.

Un santo es, en su vida y en su muerte, traducción del Evangelio para su país y su época. Cristo no vacila en invitar a sus discípulos al seguimiento, a la perfección.

¿Qué es la santidad? Es precisamente la alegría de hacerla Voluntad de Dios.

¡No tengáis miedo ante esa palabra! ¡No tengáis miedo ante la realidad de una vida santa!

San Juan Pablo II

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