En
el Carmelo, y en toda alma impulsada por un tierno afecto hacia la Virgen y
Madre Santísima, florece la contemplación de Aquella que, desde el principio,
supo estar abierta a la escucha de la Palabra de Dios y acatar su Voluntad. En efecto, María, educada y
modelada por el Espíritu, fue
capaz de leer en la fe su propia historia y, dócil a las inspiraciones divinas,
"avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su
Hijo hasta la Cruz. Allí, por Voluntad de Dios, estuvo de pie, sufrió
intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con Corazón de Madre" (Lumen gentium, 58).
Florece
así una intimidad de relaciones espirituales que incrementan cada vez más la
comunión con Cristo y con María. Para los miembros de la familia carmelitana
María, la Virgen Madre de Dios y de los hombres, no sólo es un modelo a imitar,
sino también una dulce presencia de Madre y Hermana en la que se puede confiar.
Con razón Santa Teresa de Jesús exhortaba: "Imitad a María y considerad
qué tal debe ser la grandeza de esta Señora y el bien de tenerla por
Patrona" (Castillo interior, III, 1,
3).
Esta
intensa vida mariana, que se manifiesta en una oración confiada, en una
alabanza entusiasta y en una imitación diligente, lleva a comprender que la
forma más auténtica de devoción a la Virgen Santísima, expresada mediante el
humilde signo del escapulario, es la consagración a su Corazón Inmaculado. En
el corazón se realizan así una comunión y una familiaridad cada vez mayores con
la Virgen Santísima, como "nueva manera" de vivir para Dios y
continuar aquí en la tierra el amor del Hijo Jesús a su madre María.
Este
rico patrimonio mariano del Carmelo se ha convertido con el tiempo, mediante la
difusión de la devoción del Santo Escapulario, en un tesoro para toda la
Iglesia. Por su sencillez, por su valor antropológico y por su relación con el
papel que desempeña María con respecto a la Iglesia y a la humanidad, el pueblo
de Dios ha acogido profunda y ampliamente esta devoción, hasta el punto de
encontrar expresión en la memoria del 16 de julio, presente en el calendario
litúrgico de la Iglesia universal.
Con
el signo del escapulario se manifiesta una síntesis eficaz de espiritualidad
mariana, que alimenta la devoción de los creyentes, haciéndolos sensibles a la
presencia amorosa de la Virgen Madre en su vida. El Escapulario es
esencialmente un "hábito". Quien lo recibe se une o se asocia, en un
grado más o menos íntimo, a la Orden del Carmen, dedicada al servicio de la
Virgen para el bien de toda la Iglesia Por tanto, quien se reviste del
escapulario se introduce en la tierra del Carmelo, para "comer sus frutos
y sus productos" (cf. Jr 2, 7),
y experimenta la presencia dulce y materna de María en su compromiso diario de
revestirse interiormente de Jesucristo y de manifestarlo vivo en sí para el
bien de la Iglesia y de toda la humanidad (cf.
Fórmula de la imposición del escapulario).
Así
pues, son dos las verdades evocadas en el signo del Escapulario: por una parte, la protección continua de la
Virgen Santísima, no sólo a lo largo del camino de la vida, sino también en el
momento del paso hacia la plenitud de la gloria eterna; y por otra, la certeza
de que la devoción a Ella no puede limitarse a oraciones y homenajes en su
honor en algunas circunstancias, sino que debe constituir un
"hábito", es decir, una orientación permanente de la conducta
cristiana, impregnada de oración y de vida interior, mediante la práctica
frecuente de los sacramentos y la práctica concreta de las obras de
misericordia espirituales y corporales. De este modo, el Escapulario se
convierte en signo de "alianza" y de comunión recíproca entre María y
los fieles, pues traduce de manera concreta la entrega que en la Cruz Jesús
hizo de su Madre a Juan, y en él a todos nosotros, y la entrega del apóstol
predilecto y de nosotros a Ella, constituida nuestra Madre espiritual.
Un
espléndido ejemplo de esta espiritualidad mariana, que modela interiormente a
las personas y las configura a Cristo, primogénito entre muchos hermanos, son
los testimonios de santidad y sabiduría de tantos santos y santas del Carmelo,
todos crecidos a la sombra y bajo la tutela de la Madre.
También
yo llevo sobre mi corazón, desde hace mucho tiempo, el Escapulario del Carmen.
Por el amor que siento hacia nuestra Madre Celestial común, cuya protección
experimento continuamente, deseo que este año mariano ayude a todos los
religiosos y las religiosas del Carmelo y a los piadosos fieles que la veneran
filialmente a acrecentar su amor y a irradiar en el mundo la presencia de esta
Mujer del silencio y de la oración, invocada como Madre de la misericordia,
Madre de la esperanza y de la Gracia.
Con
estos deseos, imparto de buen grado la bendición apostólica a todos los
frailes, las monjas, las religiosas, los laicos y las laicas que tanto se
esfuerzan por difundir entre el pueblo de Dios la verdadera devoción a María,
Estrella del mar y Flor del Carmelo.
San Juan Pablo II
(Año 2001)
San Juan Pablo II
(Año 2001)
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