La devoción
popular invoca a María como Reina. El Concilio, después de recordar la asunción
de la Virgen «en cuerpo y alma a la gloria del cielo», explica que fue «elevada
(...) por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente
a su Hijo, Señor de los señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la
muerte» (Lumen gentium, 59).
En efecto, a
partir del siglo V, casi en el mismo período en que el concilio de Éfeso la
proclama «Madre de Dios», se empieza a atribuir a María el título de Reina. El
pueblo cristiano, con este reconocimiento ulterior de su excelsa dignidad,
quiere ponerla por encima de todas las criaturas, exaltando su función y su
importancia en la vida de cada persona y de todo el mundo.
Pero ya en un
fragmento de una homilía, atribuido a Orígenes, aparece este comentario a las
palabras pronunciadas por Isabel en la Visitación: «Soy yo quien debería haber
ido a ti, puesto que eres bendita por encima de todas las mujeres tú, la madre
de mi Señor, tú mi Señora» (Fragmenta: PG 13, 1.902 D). En este texto se pasa
espontáneamente de la expresión «la madre de mi Señor» al apelativo «mi
Señora», anticipando lo que declarará más tarde san Juan Damasceno, que
atribuye a María el título de «Soberana»: «Cuando se convirtió en madre del
Creador, llegó a ser verdaderamente la soberana de todas las criaturas» (De
fide orthodoxa, 4, 14: PG 94 1.157).
Mi venerado
predecesor Pío XII en la Encíclica Ad coeli Reginam, a la que se refiere el
texto de la constitución Lumen gentium, indica como fundamento de la realeza de
María, además de su maternidad, su cooperación en la obra de la redención. La Encíclica recuerda el texto litúrgico: «Santa María, Reina del cielo y Soberana
del mundo, sufría junto a la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (MS 46 [1954]
634). Establece, además, una analogía entre María y Cristo, que nos ayuda a
comprender el significado de la realeza de la Virgen. Cristo es rey no sólo
porque es Hijo de Dios, sino también porque es Redentor. María es reina no sólo
porque es Madre de Dios, sino también porque, asociada como nueva Eva al nuevo
Adán, cooperó en la obra de la redención del género humano (MS 46 [1954] 635).
En el evangelio
según san Marcos leemos que el día de la Ascensión el Señor Jesús «fue elevado
al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19). En el lenguaje bíblico,
«sentarse a la diestra de Dios» significa compartir su poder soberano.
Sentándose «a la diestra del Padre», él instaura su reino, el reino de Dios.
Elevada al cielo, María es asociada al poder de su Hijo y se dedica a la
extensión del Reino, participando en la difusión de la gracia divina en el
mundo.
El título de
Reina no sustituye, ciertamente, el de Madre: su realeza es un corolario de su
peculiar misión materna, y expresa simplemente el poder que le fue conferido
para cumplir dicha misión.
Así pues, los
cristianos miran con confianza a María Reina, y esto no sólo no disminuye, sino
que, por el contrario, exalta su abandono filial en aquella que es madre en el
orden de la gracia.
Elevada a la
gloria celestial, María se dedica totalmente a la obra de la salvación para
comunicar a todo hombre la felicidad que le fue concedida. Es una Reina que da
todo lo que posee compartiendo, sobre todo, la vida y el amor de Cristo.
San
Juan Pablo II
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