Jesús revela el rostro de Dios Padre «compasivo y
misericordioso» (St 5, 11), y con el envío del Espíritu Santo manifiesta el
misterio de amor de la Trinidad. Es el Espíritu de Cristo quien actúa en la
Iglesia y en la historia: se debe permanecer a su escucha para distinguir los
signos de los tiempos nuevos y hacer que la espera del retorno del Señor
glorificado sea cada vez más viva en el corazón de los creyentes. El Año Santo,
pues, debe ser un canto de alabanza único e ininterrumpido a la Trinidad, Dios
Altísimo. Nos ayudan para ello las poéticas palabras del teólogo San Gregorio
Nacianceno (Poemas dogmáticos, XXXI, Hymnus alias: PG 37, 510-511.)
Gloria a Dios Padre y al Hijo,
Rey del universo.
Gloria al Espíritu,
digno de alabanza y santísimo.
La Trinidad es un solo Dios
que creó y llenó cada cosa:
el Cielo de seres celestes
y la tierra de seres terrestres.
Llenó el mar, los ríos y las fuentes
de seres acuáticos,
vivificando cada cosa con su Espíritu,
para que cada criatura honre
a su sabio Creador,
causa única del vivir y del permanecer.
Que lo celebre siempre más que cualquier otra
la criatura racional
como gran Rey y Padre bueno.
Que este himno a la Trinidad por la Encarnación del
Hijo pueda ser cantado juntos por quienes, habiendo recibido el mismo Bautismo,
comparten la misma fe en el Señor Jesús. Que el carácter ecuménico del Jubileo
sea un signo concreto del camino que, sobre todo en estos últimos decenios,
están realizando los fieles de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales.
La escucha del Espíritu debe hacernos a todos capaces de llegar a manifestar
visiblemente en la plena comunión la gracia de la filiación divina inaugurada
por el Bautismo: todos hijos de un solo Padre. El Apóstol no cesa de repetir
incluso para nosotros, hoy, su apremiante exhortación: «Un solo Cuerpo y un
solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo
Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está
sobre todos, por todos y en todos» (Ef 4, 4-6). Según San Ireneo, nosotros no
podemos permitirnos dar al mundo una imagen de tierra árida, después de recibir
la Palabra de Dios como lluvia bajada del cielo; ni jamás podremos pretender
llegar a ser un único pan, si impedimos que la harina se transforme en un único
pan, si impedimos que la harina sea amalgamada por obra del agua que ha sido
derramada sobre nosotros.
(Bula «Incarnationis mysterium» Convocatoria del Gran Jubileo del Año 2000,
n. 3 y 4)
- Fuente: El Camino de María -
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