1. "Padre nuestro, que estás en el Cielo"
Invocar a Dios
como Padre significa reconocer que su amor es el manantial de la vida. En el
Padre celestial el hombre, llamado a ser su hijo descubre «haber sido elegido
antes de la constitución del mundo, para ser santo e irreprensible en su
presencia por la caridad» (Ef,1,4). El Concilio Vaticano II recuerda que
«Cristo... en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor,
manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de
su vocación» (Gaudium et spes, 22). Para la persona humana la fidelidad a Dios
es garantía de fidelidad a sí mismo y, de esta manera, de plena realización del
propio proyecto de vida.
Toda vocación
tiene su raíz en el Bautismo, cuando el cristiano, "renacido por el agua y
por el Espíritu" (Jn 3,5) participa del acontecimiento de gracia que a las
orillas del río Jordán manifestó a Jesús como "hijo predilecto" en el
que el Padre se había complacido (Lc 3,22). En el Bautismo radica, para toda
vocación, el manantial de la verdadera fecundidad. Es necesario, por tanto, que
se preste especial atención para iniciar a los catecúmenos y a los pequeños en
el redescubrimiento del Bautismo, y conseguir establecer una auténtica relación
filial con Dios.
2. "Santificado sea tu Nombre"
La vocación a
ser "santos, porque Él es santo" (Lv 11,44) se lleva a cabo cuando se
reconoce a Dios el puesto que le corresponde. En nuestro tiempo, secularizado y
también fascinado por la búsqueda de lo sagrado, hay especial necesidad de
santos que, viviendo intensamente el primado de Dios en su vida, hagan
perceptible su presencia amorosa y providente.
La santidad,
don que se debe pedir continuamente, constituye la respuesta más preciosa y
eficaz al hambre de esperanza y de vida del mundo contemporáneo. La humanidad
necesita presbíteros santos y almas consagradas que vivan diariamente la
entrega total de sí a Dios y al prójimo; padres y madres capaces de testimoniar
dentro de los muros domésticos la gracia del sacramento del matrimonio,
despertando en cuantos se les aproximan el deseo de realizar el proyecto del
Creador sobre la familia; jóvenes que hayan descubierto personalmente a Cristo
y quedado tan fascinados por él como para apasionar a sus coetáneos por la
causa del Evangelio.
3. "Venga a nosotros tu Reino"
La santidad
remite al "Reino de Dios", que Jesús representó simbólicamente en el
grande y gozoso banquete propuesto a todos, pero destinado sólo a quien acepta
llevar la "vestidura nupcial" de la gracia.
La invocación
"venga tu Reino" llama a la conversión y recuerda que la jornada terrena
del hombre debe estar marcada por la búsqueda del reino de Dios antes
y por encima de cualquier otra cosa. Es una invocación que invita a dejar el
mundo de las palabras que se esfuman para asumir generosamente, a pesar de
cualquier dificultad y oposición, los compromisos a los que el Señor llama.
Pedir al Señor
"venga tu Reino" conlleva, además, considerar la casa del Padre como
propia morada, viviendo y actuando según el estilo del Evangelio y amando en el
Espíritu de Jesús; significa, al mismo tiempo, descubrir que el Reino es una
"semilla pequeña" dotada de una insospechable plenitud de vida, pero
expuesta continuamente al riesgo de ser rechazada y pisoteada.
Que cuantos son
llamados al sacerdocio o a la vida consagrada acojan con generosa disponibilidad
la semilla de la vocación que Dios ha depositado en su corazón. Atrayéndoles a
seguir a Cristo con corazón indiviso, el Padre les invita a ser apóstoles
alegres y libres del Reino. En la respuesta generosa a la invitación, ellos
encontrarán aquella felicidad verdadera a la que aspira su corazón.
4. "Hágase tu voluntad"
Jesús dijo:
"Mi alimento es hacer la Voluntad del que me envió y acabar su obra"
(Jn, 4,34). Con estas palabras, él revela que el proyecto personal de la vida
está escrito por un benévolo designio del Padre. Para descubrirlo es necesario
renunciar a una interpretación demasiado terrena de la vida, y poner en Dios el
fundamento y el sentido de la propia existencia. La vocación es ante todo don
de Dios: no es escoger, sino ser escogido; es respuesta a un amor que precede y
acompaña. Para quien se hace dócil a la Voluntad del Señor la vida llega a ser
un bien recibido, que tiende por su naturaleza a transformarse en ofrenda y
don.
5. "Danos hoy nuestro pan de cada día"
Jesús hizo de
la Voluntad del Padre su alimento diario (cfr Jn, 4,34), e invitó a los suyos a
gustar aquel pan que sacia el hambre del espíritu: el pan de la Palabra y de la
Eucaristía.
A ejemplo de
María, es preciso aprender a educar el corazón a la esperanza, abriéndolo a
aquel "imposible" de Dios, que hace exultar de gozo y de
agradecimiento. Para aquellos que responden generosamente a la invitación del
Señor, los acontecimientos agradables y dolorosos de la vida llegan a ser, de
esta manera, motivo de coloquio confiado con el Padre, y ocasión de continuo
descubrimiento de la propia identidad de hijos predilectos llamados a
participar con un papel propio y específico en la gran obra de salvación del
mundo, comenzada por Cristo y confiada ahora a su Iglesia.
6. "Perdona nuestras ofensas como también
nosotros perdonamos a los que nos ofenden"
El perdón y la
reconciliación son el gran don que ha hecho irrupción en el mundo desde el
momento en que Jesús, enviado por el Padre, declaró abierto "el año de
gracia del Señor" (Lc 4,19). El se hizo "amigo de los pecadores"
(Mt 11,19), dio su vida "para la remisión de los pecados" (Mt 26,28)
y, por fin, envió a sus discípulos al último confín de la tierra para anunciar
la penitencia y el perdón.
Conociendo la
fragilidad humana, Dios preparó para el hombre el camino de la misericordia y
del perdón como experiencia que compartir -se es perdonado si se perdona- para
que aparezcan en la vida renovada por la gracia los rasgos auténticos de los
verdaderos hijos del único Padre celestial.
7. "No nos dejes en la tentación, y líbranos del
mal"
La vida
cristiana es un proceso constante de liberación del mal y del pecado. Por el
sacramento de la Reconciliación el poder de Dios y su santidad se comunican
como fuerza nueva que conduce a la libertad de amar, haciendo triunfar el bien.
La lucha contra
el mal, que Cristo libró decididamente, está hoy confiada a la Iglesia y a cada
cristiano, según la vocación, el carisma y el ministerio de cada uno. Un rol
fundamental está reservado a cuantos han sido elegidos al ministerio ordenado:
obispos, presbíteros y diáconos. Pero un insustituible y específico aporte es
ofrecido también por los Institutos de vida consagrada, cuyos miembros «hacen
visible, en su consagración y total entrega, la presencia amorosa y salvadora
de Cristo, el consagrado del Padre, enviado en misión» (Vita consecrata, 76).
¿Cómo no
subrayar que la promoción de las vocaciones al ministerio ordenado y a la vida
consagrada debe llegar a ser compromiso armónico de toda la Iglesia y de cada
uno de los creyentes? A éstos manda el Señor: «Rogad al Dueño de la mies para
que envíe obreros a su mies» (Lc 10,2).
Conscientes de
esto, nos dirigimos unidos en la oración al Padre celestial, dador de todo
bien:
Padre bueno, en
Cristo tu Hijo nos revelas tu Amor, nos abrazas como a tus hijos y nos ofreces
la posibilidad de descubrir en tu Voluntad los rasgos de nuestro verdadero
rostro.
Padre santo, Tú
nos llamas a ser santos como Tú eres santo. Te pedimos que
nunca falten a tu Iglesia ministros y apóstoles santos que, con la palabra y
los sacramentos, preparen el camino para el encuentro contigo.
Padre
misericordioso da a la humanidad descarriada hombres y mujeres que, con el
testimonio de una vida transfigurada a imagen de tu Hijo, caminen alegremente
con todos los demás hermanos y hermanas hacia la patria celestial.
Padre nuestro,
con la voz de tu Espíritu Santo, y confiando en la materna intercesión de
María, te pedimos ardientemente: manda a tu Iglesia sacerdotes, que sean
valientes testimonios de tu infinita bondad.
¡Amén!
Fuente: El Camino de María
1 comentario:
Es hermosa la palabra de Dios y su historia real pues es el creador de nuestro mundo
Publicar un comentario