Juan Pablo II pasará a la historia por muchos motivos. Fue el primer Papa que visitó una iglesia luterana y la Sinagoga en Roma, el primero que pisó una mezquita, la de Damasco, y oró en ella, el que creó las Jornadas Mundiales de la Familia y de la Juventud, el que promovió la Jornada Mundial de la oración por la paz en Asís. Pasará también como el Papa que ha batido todas las marcas: 104 viajes apostólicos fuera de Italia, 14 encíclicas, 11 constituciones apostólicas, 14 exhortaciones apostólicas, 6 sínodos celebrados, 740 visitas a la diócesis de Roma, 1060 audiencias públicas y 2.412 discursos.
Pero pasará también como el Papa que se había consagrado en cuerpo y alma a Jesucristo, como Buen Pastor. Más aún, será esta consagración la que encierre la clave de comprensión de su ingente actividad pastoral.
Hay una anécdota en su vida que lo explica muy bien. Cuando el cardenal Primado de Polonia le comunicó que el Papa Pío XII le había nombrado obispo, la noticia le cogió de sorpresa, pero aceptó. Inmediatamente cruzó la calle, llamó al convento de las Ursulinas y preguntó si podría entrar a rezar. Las hermanas no lo conocían, pero su sotana era suficiente pasaporte. Le guiaron a la capilla y le dejaron a solas. Al cabo de un tiempo prudencial, las religiosas comenzaron a inquietarse y abrieron en silencio la puerta de la capilla para ver qué ocurría. Wojtyla estaba postrado en el suelo frente al sagrario. Las hermanas marcharon, pensando que quizás se trataba de un penitente. Volvieron varias horas más tarde y el sacerdote desconocido seguía postrado ante el Santísimo. Como ya era tarde, una de las monjas se acercó y le dijo: «Quizás el padre desearía venir a cenar». El extraño respondió: «Mi tren no sale hacia Cracovia hasta pasada la medianoche. Por favor, dejadme quedar aquí. Tengo un montón de cosas que hablarle al Señor».
Al poco de graduarse en Teología en la Universidad de Santo Tomás de Roma, comenzó su ministerio pastoral como coadjutor de un pueblo de montaña, a unos 20 kilómetros de Cracovia. Al llegar al territorio de la parroquia, se arrodilló y besó la tierra, en un gesto que había aprendido del santo Cura de Ars. Inmediatamente comenzó a poner en práctica la promesa hecha durante su visita a Ars, de que se convertiría en un “prisionero del confesonario”. Como le comentaría a un amigo que acudió a visitarle, estaba convencido de que si los sacerdotes dejaban de atender a la gente en el confesonario, se convertirían en oficinistas o burócratas.
Siendo ya arzobispo de Cracovia se encontró con que todas las actividades caritativas estaban prohibidas por el régimen comunista. Él decidió convertir la prohibición en oportunidad y mandó que en todas las parroquias se crease un «Equipo caritativo parroquial». Su labor era identificar y velar por los enfermos y necesitados en el territorio geográfico de la parroquia. Los equipos proporcionaban comida, medicinas y ropa a los necesitados, cuidaban a los enfermos confinados en sus casas y desarrollaban un extenso programa de visitas a domicilio. En 1965 creó la sección encargada del Ministerio de la Caridad en la Curia Metropolitana. Esta oficina central coordinaba ejercicios espirituales para enfermos y niños minusválidos, y se preocupaba de la atención de los sordos y ciegos. Más aún, instaba a que cada parroquia desarrollase un programa de formación que ayudara a profundizar en la vida espiritual a los que ya estaban comprometidos en la labor caritativa y estimulara la incorporasen de otros a tales actividades.
Al recordar la muerte de Juan Pablo II hay que rendir homenaje a su inmensa y variadísima actividad pastoral. Pero no podemos confundirle con un activista. Fue un sacerdote, un obispo y un Papa que puso a Jesucristo en el centro de su vida.
Escrito por Mons. Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos
Abril de 2010
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Pero pasará también como el Papa que se había consagrado en cuerpo y alma a Jesucristo, como Buen Pastor. Más aún, será esta consagración la que encierre la clave de comprensión de su ingente actividad pastoral.
Hay una anécdota en su vida que lo explica muy bien. Cuando el cardenal Primado de Polonia le comunicó que el Papa Pío XII le había nombrado obispo, la noticia le cogió de sorpresa, pero aceptó. Inmediatamente cruzó la calle, llamó al convento de las Ursulinas y preguntó si podría entrar a rezar. Las hermanas no lo conocían, pero su sotana era suficiente pasaporte. Le guiaron a la capilla y le dejaron a solas. Al cabo de un tiempo prudencial, las religiosas comenzaron a inquietarse y abrieron en silencio la puerta de la capilla para ver qué ocurría. Wojtyla estaba postrado en el suelo frente al sagrario. Las hermanas marcharon, pensando que quizás se trataba de un penitente. Volvieron varias horas más tarde y el sacerdote desconocido seguía postrado ante el Santísimo. Como ya era tarde, una de las monjas se acercó y le dijo: «Quizás el padre desearía venir a cenar». El extraño respondió: «Mi tren no sale hacia Cracovia hasta pasada la medianoche. Por favor, dejadme quedar aquí. Tengo un montón de cosas que hablarle al Señor».
Al poco de graduarse en Teología en la Universidad de Santo Tomás de Roma, comenzó su ministerio pastoral como coadjutor de un pueblo de montaña, a unos 20 kilómetros de Cracovia. Al llegar al territorio de la parroquia, se arrodilló y besó la tierra, en un gesto que había aprendido del santo Cura de Ars. Inmediatamente comenzó a poner en práctica la promesa hecha durante su visita a Ars, de que se convertiría en un “prisionero del confesonario”. Como le comentaría a un amigo que acudió a visitarle, estaba convencido de que si los sacerdotes dejaban de atender a la gente en el confesonario, se convertirían en oficinistas o burócratas.
Siendo ya arzobispo de Cracovia se encontró con que todas las actividades caritativas estaban prohibidas por el régimen comunista. Él decidió convertir la prohibición en oportunidad y mandó que en todas las parroquias se crease un «Equipo caritativo parroquial». Su labor era identificar y velar por los enfermos y necesitados en el territorio geográfico de la parroquia. Los equipos proporcionaban comida, medicinas y ropa a los necesitados, cuidaban a los enfermos confinados en sus casas y desarrollaban un extenso programa de visitas a domicilio. En 1965 creó la sección encargada del Ministerio de la Caridad en la Curia Metropolitana. Esta oficina central coordinaba ejercicios espirituales para enfermos y niños minusválidos, y se preocupaba de la atención de los sordos y ciegos. Más aún, instaba a que cada parroquia desarrollase un programa de formación que ayudara a profundizar en la vida espiritual a los que ya estaban comprometidos en la labor caritativa y estimulara la incorporasen de otros a tales actividades.
Al recordar la muerte de Juan Pablo II hay que rendir homenaje a su inmensa y variadísima actividad pastoral. Pero no podemos confundirle con un activista. Fue un sacerdote, un obispo y un Papa que puso a Jesucristo en el centro de su vida.
Escrito por Mons. Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos
Abril de 2010
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