Juan Pablo II quiso vivir siempre según su identidad sacerdotal. Desde su ordenación, y a través de los distintos servicios que prestó a la Iglesia, ancló su vida en el misterio profundo que toca la existencia de todo sacerdote. Puso todas sus cualidades, toda su riqueza humana y espiritual, al servicio no de sí mismo, sino del don. Y su vida, injertada en el misterio, dio mucho fruto.
Al asumir el ministerio petrino no dejó de sentirse hermano de sus hermanos sacerdotes. Así lo hizo ver en la primera carta dirigida a los sacerdotes con motivo del Jueves Santo (8 de abril de 1979), que iniciaba con las palabras de san Agustín: “Para vosotros soy obispo, con vosotros soy sacerdote” (Sermón 340,1).
Wojtyla radicó su vida sacerdotal en el amor a Cristo y a la Iglesia. Un amor que convierte al sacerdote en don de Cristo para los demás, llamado como está a darse, a servir, a identificarse con el Señor. Hace suyas, en primera persona, las palabras que dice en la consagración. En la última carta que dirigió a los sacerdotes para el Jueves Santo de 2005, pocos días antes de morir, decía:
“La autodonación de Cristo, que tiene sus orígenes en la vida trinitaria del Dios-Amor, alcanza su expresión más alta en el sacrificio de la Cruz, anticipado sacramentalmente en la Última Cena. No se pueden repetir las palabras de la consagración sin sentirse implicados en este movimiento espiritual. En cierto sentido, el sacerdote debe aprender a decir también de sí mismo, con verdad y generosidad, «tomad y comed». En efecto, su vida tiene sentido si sabe hacerse don, poniéndose a disposición de la comunidad y al servicio de todos los necesitados” (Carta de Juan Pablo II a los sacerdotes para el Jueves Santo de 2005).
Juan Pablo II, sacerdote entre los sacerdotes. También entre quienes vivían en medio de la tentación, entre quienes lloraban sus debilidades y pecados. También entre quienes habían dejado el ejercicio sacerdotal. Lo expresó, casi con voz temblorosa, en la homilía dirigida durante la misa del Jubileo de los sacerdotes (18 de mayo de 2000, día de su cumpleaños):
“¡Os abrazo con gran cariño, queridos sacerdotes del mundo entero! Es un abrazo que no tiene fronteras y que se extiende a los presbíteros de cada Iglesia particular, hasta llegar de manera especial a vosotros, queridos sacerdotes enfermos, solos, probados por las dificultades. Pienso también en aquellos sacerdotes que, por distintas circunstancias, ya no ejercitan el sagrado ministerio, aunque conservan en sí la especial configuración con Cristo que es propia del carácter indeleble del orden sagrado. Rezo mucho también por ellos y os invito a todos a recordarles en la oración para que, gracias a la dispensa alcanzada de manera regular, mantengan vivo en sí el compromiso de la coherencia cristiana y de la comunión eclesial”.
Juan Pablo II, sacerdote también en la hora de la cruz, del dolor, de la agonía. Cuando la palabra no podía pasar del corazón a los labios. Cuando supo hacer de su lecho un altar. Cuando Dios le concedió la gracia de terminar la existencia terrena con un “Amén” que lo asemejaba al ideal que quiso asumir desde el día de su ordenación: ser como Cristo que hace siempre lo que le agrada a su Padre.
Fuente: Catholic.net
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Al asumir el ministerio petrino no dejó de sentirse hermano de sus hermanos sacerdotes. Así lo hizo ver en la primera carta dirigida a los sacerdotes con motivo del Jueves Santo (8 de abril de 1979), que iniciaba con las palabras de san Agustín: “Para vosotros soy obispo, con vosotros soy sacerdote” (Sermón 340,1).
Wojtyla radicó su vida sacerdotal en el amor a Cristo y a la Iglesia. Un amor que convierte al sacerdote en don de Cristo para los demás, llamado como está a darse, a servir, a identificarse con el Señor. Hace suyas, en primera persona, las palabras que dice en la consagración. En la última carta que dirigió a los sacerdotes para el Jueves Santo de 2005, pocos días antes de morir, decía:
“La autodonación de Cristo, que tiene sus orígenes en la vida trinitaria del Dios-Amor, alcanza su expresión más alta en el sacrificio de la Cruz, anticipado sacramentalmente en la Última Cena. No se pueden repetir las palabras de la consagración sin sentirse implicados en este movimiento espiritual. En cierto sentido, el sacerdote debe aprender a decir también de sí mismo, con verdad y generosidad, «tomad y comed». En efecto, su vida tiene sentido si sabe hacerse don, poniéndose a disposición de la comunidad y al servicio de todos los necesitados” (Carta de Juan Pablo II a los sacerdotes para el Jueves Santo de 2005).
Juan Pablo II, sacerdote entre los sacerdotes. También entre quienes vivían en medio de la tentación, entre quienes lloraban sus debilidades y pecados. También entre quienes habían dejado el ejercicio sacerdotal. Lo expresó, casi con voz temblorosa, en la homilía dirigida durante la misa del Jubileo de los sacerdotes (18 de mayo de 2000, día de su cumpleaños):
“¡Os abrazo con gran cariño, queridos sacerdotes del mundo entero! Es un abrazo que no tiene fronteras y que se extiende a los presbíteros de cada Iglesia particular, hasta llegar de manera especial a vosotros, queridos sacerdotes enfermos, solos, probados por las dificultades. Pienso también en aquellos sacerdotes que, por distintas circunstancias, ya no ejercitan el sagrado ministerio, aunque conservan en sí la especial configuración con Cristo que es propia del carácter indeleble del orden sagrado. Rezo mucho también por ellos y os invito a todos a recordarles en la oración para que, gracias a la dispensa alcanzada de manera regular, mantengan vivo en sí el compromiso de la coherencia cristiana y de la comunión eclesial”.
Juan Pablo II, sacerdote también en la hora de la cruz, del dolor, de la agonía. Cuando la palabra no podía pasar del corazón a los labios. Cuando supo hacer de su lecho un altar. Cuando Dios le concedió la gracia de terminar la existencia terrena con un “Amén” que lo asemejaba al ideal que quiso asumir desde el día de su ordenación: ser como Cristo que hace siempre lo que le agrada a su Padre.
Fuente: Catholic.net
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